¡El hubiera sí existe!

¿Cómo fue que llegamos a este punto? Habría que remitirnos a los insensatos días en que dependíamos de la red para todo: la información, la publicidad, la música, las comunicaciones, el sexo, el ocio. Poco a poco fuimos cayendo en excesos delirantes.

© Jacques-Henri Lartigue

De manera paradójica, la realidad virtual era cada vez más realista. Incluso los videojuegos ofrecían opciones de participación tridimensional en los que uno podía insertarse como protagonista dentro de películas, telenovelas y aventuras de todo tipo.

Las grandes aerolíneas y ciertos consorcios de viajes vieron mermados sus ingresos: a muy pocos les interesaba viajar a lugares donde uno podía infectarse de malaria —ésta sí verdadera y no virtual— o ser abordado por grupos de miserables que veían en los arriesgados y ocasionales visitantes de países lejanos la única oportunidad para no morirse de hambre ese día.

El mundo había cambiado, en ese momento no sabíamos si para bien. La verdad nos alcanzaría.

Cierta mañana todo había salido increíblemente mal para mí: discutí con Lucía por quítame estas pajas, en la calle había un tránsito endiablado, llegué media hora tarde a la oficina, en el escritorio me esperaban un par de notificaciones de cancelación de contratos.

Fastidiado, comencé a navegar en automático por la red, llegando por casualidad hasta esa página inexplicablemente mal colocada, pues yo sólo estaba buscando dar rienda suelta a mi frustración mediante el ocio. Los caminos del señor, hasta ese momento, parecían inescrutables.

La tecnología había alcanzado insospechadas fronteras: se ofrecían los servicios de un ingenio de última generación que mediante la compulsa simultánea de millones de datos era capaz de calcular en línea la dirección, el rumbo que tomaría con mayor probabilidad cualquier situación.

El gancho de la publicidad que se desplegaba ante mis ojos era la posibilidad de ingresar en los propios acontecimientos personales como en una película, con personajes casi reales interpretando nuestras diversas opciones para el futuro, o averiguar qué hubiese sucedido en el pasado de haber tomado decisiones distintas a las que realizábamos día con día.

Seguro era una tomadura de pelo, algo que venía a sustituir la ola de las loterías de internet con sus fabulosos premios instantáneos —previo pago de gastos de envío de tu cheque—, y aquello de las modelos rusas sonrientes que esperaban a que les envíes el dinero del pasaje para ir a visitarte.

Algo, sin embargo, me hizo tomar la determinación, hacer un click de consecuencias inmensas que en ese momento, estoy seguro, ni siquiera los ofertantes de la página pudieron prever.

Después de aceptar un modesto cargo a mi tarjeta de crédito obtuve mi contraseña e ingresé en el sitio dispuesto a perder el rato jugando a averiguar sobre mí con una especie de tarot cibernético.

Yo era el usuario número 00005, cosa que me sorprendió levemente. Resignado, confié en que lo novedoso del sitio no impidiera que mi diversión estuviese garantizada.

Salté la primera de muchas páginas de prolijas explicaciones acerca del desarrollo del programa.

La compañía estaba basada en Madrás, pero los poderosísimos (very, very, extremely powerful) servidores se ubicaban en lugares donde todavía no se implementaban las restricciones que casi todos los gobiernos ya habían dispuesto para los servicios on-line. Luego de eso venían las consabidas explicaciones técnicas, un tutorial y algunos ejemplos con gráficos que di por vistos.

Llegué al menú de entrada. El diseño era agradable y sencillo; se ofrecía ingresar de inmediato considerando varias opciones y algunas restricciones. La alternativa para saber qué botón convenía pulsar primero era regresar diez o quince páginas en el manual de uso: nadie haría eso, la red operaba cada vez más en modo intuitivo. Sin rodeos pulsé el primer botón, el de la izquierda.

Pasé un par de horas, que se me fueron como agua, llenando una serie de cuestionarios muy bien enlazados, pues toda respuesta abría de inmediato nuevos botones y casillas con preguntas que para mi sorpresa muchas veces incluían fotografías o nombres de personas conocidas mías —de algunas ya ni siquiera recordaba los apellidos— extraídas de quién sabe qué bases de datos, pero que de manera evidente procedían de lugares inesperados: cajeros automáticos, tiendas departamentales, el sistema de justicia, la seguridad social, cámaras de seguridad en bancos y calles.

Varias procedían de fiestas y paseos familiares, imágenes quizá obtenidas de las millones de páginas sociales colocadas en la red.

Llegó un momento en que a pesar de lo fascinante del viaje por mi pasado, el reencuentro con mi olvidada autobiografía, no tuve más remedio que detenerme ante lo insistente de los recordatorios de citas y llamadas con los cuales me importunaba mi computadora.

No hubo necesidad de guardar la información: el programa me señaló que ya lo había hecho por mí, y de manera automática se cerró para permitir que yo continuase con mis labores habituales. Quizá debí haber prestado más atención a ese detalle.

Conforme pasaron los días y se iba confrontando de manera natural la información que yo ingresaba contra la información que aportaba y procesaba el programa de manera automática, se iban abriendo múltiples ventanas de mi pasado que yo reconocía cada vez más como “mías”.

Al día siguiente, y por varios más, el programa se abrió de manera inteligente para seguir recolectando la información que yo mismo iba vertiendo en él, animado por la retroalimentación de los datos e imágenes que aparecían en pantalla y que mostraban cada vez más con más precisión el recorrido de mi vida hasta esos momentos: mi infancia toda, mis enfermedades, maestros, escuelas, amigos, rivales de amores, olvidadas novias y parientes muertos; así como también casas, lugares visitados, empleos, vacaciones, restaurantes y diversiones…

Era como escribir un libro en el que a cada afirmación mía surgían de inmediato decenas de sugerencias para corroborar o descartar hechos sucedidos, incluso situaciones que yo tenía por completamente olvidadas o que hasta entonces había preferido mantener en secreto.

Me empeñaba en cargar toda la información en el engendro, no me importaba ya si existía o no un acuerdo de confidencialidad, aunque recordaba vagamente haber leído algo al respecto.

Conforme pasaron los días y se iba confrontando de manera natural la información que yo ingresaba contra la información que aportaba y procesaba el programa de manera automática, se iban abriendo múltiples ventanas de mi pasado que yo reconocía cada vez más como “mías”.

Para entonces había transcurrido casi un mes en el que, exceptuando mi nuevo y febril quehacer, la vida había alcanzado un ritmo sosegado. Afuera todo transcurría de manera apacible, sin mayores sobresaltos. Las idas y venidas al trabajo eran amables. Mis jefes casi no se habían presentado a la oficina, o lo hacían de manera intermitente, lo cual favorecía el tiempo que yo dedicaba a mi interminable afición.

Era grato ir afirmando paso a paso todos los episodios de mi vida que creía perdidos para siempre. Pensé en algún momento si no estaría yo inventándome un personaje, una novela o un cuento, un deseo personal más allá de los hechos reales.

Sin embargo, en los cada vez más escasos momentos que dedicaba al sueño o a la comida, a estar en casa o a pasear con Lucía y los niños, reflexionaba en el hecho de que el calor del sol que estaba sintiendo en la cara procedía de una gigantesca masa de helio fusionado emitiendo rayos a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, las doradas manzanas del sol, o que el pasto húmedo que estaba pisando estaba tan verde como pudiese estarlo cualquier pasto en cualquier tarde luminosa de agosto. Era yo el que disponía, era yo el que sabía y nadie más: era mi vida.

Me inquietaba, sin embargo, el asunto de Lucía.

De manera un tanto borrosa al principio, pero perfilándose a partir de ciertos hechos sucedidos en nuestro pasado (que no voy a mencionar), crecía en mí la convicción de una gran insinceridad de parte de Lucía. La retroalimentación de los datos que hacía poco había ingresado en el programa reforzaba mi creencia.

Pasé entonces del frenesí a la tristeza, de la curiosidad a los celos. Y a la determinación de saber.

Solicité unas vacaciones para contar con la serenidad y la tranquilidad necesarias para afrontar la verdad, cualquiera que ésta fuese. No me costó ningún trabajo obtener la autorización: la recibí a vuelta de correo electrónico, pues los directivos de la empresa habían salido por una temporada.

Con tal de no fastidiar a nadie, sobre todo a Lucía, de la que me sentía cada vez más distanciado, a quien veía en la casa con una mezcla de desconfianza y repugnancia, y a la que a veces sorprendía observándome furtivamente con desprecio, me inventé un viaje de negocios a una ciudad cercana.

Me instalé en un hotelito de la costa, llevándome la computadora personal que utilizaba para hacer las presentaciones a mis clientes ocasionales, y que no había tenido necesidad de usar en días recientes, dada la tranquilidad del ambiente comercial que se extendía como una calma chicha a lo largo del país.

Para no distraerme, me aprovisioné de lo necesario para no salir de mi habitación en varios días: botellas de agua y algo de comida enlatada. Antes de encerrarme, sin embargo, no me fue ajeno el hecho de que hasta el aire parecía moverse lentamente, las hojas de los árboles cayendo en él como suspendidas por horas.

Encendí la máquina y me dirigí a la página. Ésta presumía de tener ya tres mil millones de usuarios y de haberse constituido en sólo un mes como el sitio favorito de medio planeta: personas que abandonaron de manera súbita las redes sociales para instalarse en la introspección de sus propias vidas desentendiéndose de las de otros. Se esperaba contar para el invierno con la primera versión en mandarín para el programa.

El fenómeno era atribuido a una explicable alternancia de ciclos: a partir de lo comunitario el mundo había vuelto de manera natural a lo individual, a la persona. Lo increíble es que desde hacía un mes poco habíamos hablado de ello entre nosotros. Todo había sido tan rápido. Todos estábamos concentrados, cada uno, en lo nuestro.

Al paso de los días que duró mi encierro, la información acumulada empezó a rendir sus frutos: pasé a la sección del simulador temporal. Éste consistía en una especie de calendario acompañado de una serie de mapas, donde uno podía ubicar de manera precisa cualquiera de los acontecimientos de su vida, los lugares y las personas que conocía, e incluso a las que conocería más tarde, éstas por el momento sólo señaladas por coordenadas en la fecha seleccionada.

Mediante un sencillo PLAY se generaba una película de alta definición completamente manipulable en tres dimensiones, con personajes que incluían voces muy aproximadas a las de los individuos que representaban, con el aspecto y manera de vestir correspondiente a su edad en las fechas elegidas, sosteniendo diálogos y ejecutando acciones de acuerdo con la información proporcionada por los confirmados recuerdos de los millones de usuarios de la página.

Cientos de videojuegos ya utilizaban técnicas similares para simular personajes y escenarios ficticios, incluso manejando cambios en las variables, lo que alteraba el resultado o las condiciones de los participantes. En esta ocasión la novedad radicaba en que se trataba de nuestras vidas, situaciones en las cuales personas de verdad ganaron o perdieron, se entristecieron o alegraron, mataron o murieron.

La extrapolación de tanta información acumulada había llegado a un refinamiento capaz de reproducir prácticamente en vivo el acontecer oculto, los detalles perdidos de la vida de cada uno de los que accedían a la página, así como también podían visualizarse las posibilidades de futuro de acuerdo con lo vivido hasta entonces.

Luego de varios intentos en los que ensayé algunas fechas con cierto nerviosismo, me ubiqué en los días y en los lugares de mis dudas. Los resultados fueron atroces.

Lloré frente a la pantalla, en la cual se representaba —literalmente frente a mis narices— una y otra vez el engaño de Lucía, con la diáfana claridad que tendría cualquier espectador que acudiera a un cine un domingo, y donde un ignorado detalle al final resplandecía como la evidencia irrefutable. Siempre estuvo ahí.

Yo sabía que algo estaba mal en todas partes desde que abandoné la ciudad, y podía sentir la tensión en el ambiente al aproximarme de regreso: la gente conducía con gesto triste o iracundo. No las caras largas de quienes están habitualmente fastidiados por el tráfico. Era algo más.

Pasado el trago amargo de la verdad se me agolpó un cúmulo de sentimientos que hicieron que el aire me faltara. Comencé a razonar a velocidad máxima. Los argumentos se sucedían a los fallidos intentos de justificación de mi estupidez, hasta desembocar en un acceso de cólera como pocas veces lo había tenido. Recogí todo y me marché de inmediato.

Yo sabía que algo estaba mal en todas partes desde que abandoné la ciudad, y podía sentir la tensión en el ambiente al aproximarme de regreso: la gente conducía con gesto triste o iracundo. No las caras largas de quienes están habitualmente fastidiados por el tráfico. Era algo más.

Un par de calles antes de llegar a la casa un nuevo sofoco hizo presa de mí. No estaba seguro de cuál iba a ser mi proceder con Lucía: en mi estado cualquier cosa era posible. Sin embargo, el ánimo no me daba para rehuir de la situación. Abrí la puerta dispuesto para lo peor.

Sobre el piso del departamento vacío resonó el eco de mis pasos. Tirada en el piso de lo que fue nuestro comedor destacaba una hoja blanca, donde Lucía dejó escrito con histéricos trazos:

¡IMBÉCIL!

¿CÓMO PUDISTE HACERME ESO?

Ella también se había inscrito a la página.

II

© Geremy Geddes

Esa fue mi historia: pequeña, dolorosa, insignificante. Como las miles de ellas que cada uno tuvimos que enfrentar: algunos por celos, otros por curiosidad; algunos quizás por morbo, por regodearse en un suceso determinado, pero todos deseosos de conocer la verdad de un pasado recuperado, o las posibilidades de vida que se habían dejado escapar.

Después de mi regreso a la ciudad, casi tan rápido como empezó todo, en el transcurso de un par de meses fueron sucediendo las cosas que nos llevaron al desastre.

Primero se multiplicaron los suicidios y los homicidios. Miles de familias se disgregaron. Empleados hubo que sin vergüenza asesinaron a sus patrones o bien les robaron con descaro al concluir que fueron estafados por años en sus percepciones económicas.

No faltaron escritores, músicos, pintores y artistas de toda laya que insistían en adjudicarse los premios que debieron habérseles entregado; que si no fue así, fue por una decisión momentáneamente mal dispuesta, decían. Y eso era demostrable. El arte hubiera sido otro. Ello generó agrias polémicas gremiales que en días disolvieron sindicatos enteros. Galerías, museos y bibliotecas fueron destruidos por neo anarquistas al grito de la consigna ¡El hubiera sí existe!

Hubo también peleas a muerte entre los hinchas de equipos de fútbol contrarios, pues fue posible conocer el resultado definitivo de partidos de campeonato en los que los árbitros habían marcado mal un penalti o expulsado sin razón a un jugador, por ejemplo. Una vez ajustadas esas variables —no marcar el penalti o permitir que el muchacho siguiera en el campo tras sólo una tarjeta amarilla—, todo era cuestión de que el simulador llegase hasta el final del partido para conocer el verdadero resultado, a veces insospechado y muy distinto a lo registrado en los almanaques.

Cientos de encolerizados ciudadanos de las provincias destituyeron en el mejor de los casos, y lincharon —en los peores— a alcaldes, diputados y empleados estatales al comprobar su corrupción, o visualizar que otros pudieron haber realizado mejor papel como servidores.

Algunos propusieron cancelar las votaciones de noviembre a cambio de correr previamente en el simulador las futuras acciones de gobierno de los posibles candidatos. El caos se generalizó cuando nadie aceptó autoridades ni candidatos. Para entonces ya hacía semanas que no teníamos noticia del paradero de nuestro presidente.

Otros buscaron en el cobijo de antiguos amores truncados la posibilidad de redención de una vida que hasta entonces les había negado la ternura. Sin embargo, no todos los hombres, ni todas las mujeres, ni sus hijos, estaban dispuestos a aceptar así como así la llegada de un extraño con la única explicación de que “nosotros hubiéramos sido felices”. Las violaciones y los secuestros se han multiplicado: la mitad de la población del país vaga ferozmente en busca de la otra mitad.

Sobra decir que en este desorden paulatinamente se han ido interrumpiendo los servicios. Comenzó por faltar el agua, luego la electricidad; la telefonía y la red fueron cayendo hasta estropearse del todo. Los caminos se encuentran bloqueados por automóviles inservibles. Miles de desesperados han saqueado los almacenes y las gasolineras. La basura se acumula en las esquinas y las epidemias han hecho su negra aparición.

El ejército, sin apenas dirección, comenzó por masacrar a los revoltosos hasta que sus elementos, asustados por la absurda matanza, han optado por retirarse discretamente uniéndose a la multitud o acuartelándose en las regiones más apartadas.

Estas últimas noches las calles han sido un incendio continuo, un baile de muerte y de placeres acompañado a todo pulmón por el alcoholizado cántico de la turba. La locura alcanza a todo el continente. Dicen que los chinos ya están en la costa. ®

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Publicado en: Narrativa, Noviembre 2011

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