Acapulco dealer

Crónicas de la narcoviolencia en Guerrero

Acapulco dealer [2011] son doce relatos periodísticos sobre cómo la violencia ha golpeado la vida diaria de la gente. Cómo ha cambiado su forma de vivir e incluso de concebir a la muerte. También es una radiografía de Acapulco —acaso el puerto mexicano más conocido en el mundo—, el Acapulco que está en medio de la guerra de los cárteles por un territorio de un millón de habitantes. Con autorización del autor publicamos un fragmento.

Violencia y desesperanza

3

Al otro lado de la calle donde velan a doña Rita un par de camionetas frena de golpe. Sus tripulantes entran a patadas a la casa de enfrente y salen como entraron: sin nada. Los dolientes y los acompañantes se dan cuenta; hay caras de extrañeza pero no de zozobra. Pasan quince minutos, quizás veinte, y los hombres regresan. Frenan de súbito, paran el tráfico de las cuatro de la tarde de un día de mayo: combis cafés, taxis y automóviles particulares.

La acción es diferente.

Los tripulantes han visto a su objetivo. Se bajan y atrapan al habitante de la casa que en esos momentos va llegando. Un hombre cuarentón, fornido, de estatura media. Se resiste y lo suben a golpes. Los hombres no usan capuchas ni están uniformados, sí armados. Gritan.

—¡Te subes, pendejo, o aquí te carga la chingada!

De un tirón le desgarran la camisa, lo golpean con las culatas de los rifles, lo someten y lo suben a la cajuela de unos de los vehículos.

La gente que está en el velorio está pasmada. Unas señoras que están en la acera se meten a empujones, como pueden, pasan casi encima de quienes se les atraviesan mordiéndose por dentro para no gritar. El temor les gana y no gritan. Cierran la puerta y entonces entran en catarsis.

—¡Lo están levantando, lo están levantando! —gritan adentro, de afuera hacia dentro de sí mismas, mejor dicho; encerradas en el miedo de ser escuchadas o identificadas como testigos de algo que prefieren no haber visto.

Una que tiene diabetes está en crisis. Su marido la auxilia y la saca al patio. La señora se controla y mejor se retiran. Aún está pálida y se santigua a cada rato con el “¡Jesús, Jesús!” en la boca, los ojos dilatados, muy abiertos.

Todo fue rápido, diez minutos a lo sumo; quizás ni eso.

Al otro día ningún diario, ni los más sensacionalistas, lo informaron. No hubo reporte ministerial porque ni la policía ni los militares alcanzaron a llegar. Al tercer día la foto del hombre se publicó en las secciones de nota roja. Su cuerpo muerto fue hallado torturado en una zona desplobada de Chilpancingo.

2

El rumbo es la central de autobuses. Son las tres de la mañana. Es junio, son las tres de la mañana y llueve en Chilpancingo. La esquina de Heroínas del Sur y 5 de Febrero está oscura. Dentro de una hora sale el camión al Distrito Federal y no pasa ni un taxi ni un automóvil ni un transeúnte, nada. La vía está desierta y si no fuera por el ruido de la llovizna la noche estaría en total silencio. Una cuadra abajo, en la calle Zaragoza, la vista es la misma: ni un taxi ni un automóvil ni un transeúnte, nada. Más abajo, en la calle Altamirano, por fin se acerca un taxi. Un tzuru con la vela encendida.

—¡Taxiiii! —y el taxi se para.

—Está solo esto.

—Está solo —responde parco el taxista—. ¿A dónde?

—A la terminal de autobuses. ¿No trabajan muchos a esta hora?

—No. Y tampoco la gente sale mucho. Las cosas están muy cabronas como para andar paseándose. Yo una media hora más y me voy a dormir.

La ciudad pasa como el viento por la ventanilla, veloz. Las casas con sus amantes de rutina y hoteles de orgasmos de paso cruzan fugaces también por el vidrio mojado. La lluvia arrecia y nubla la vista. El taxista baja la velocidad y cuenta.

—Ya no queremos salir a trabajar en la noche. Chilpancingo está cabrón, ya no sabes a quién te vas a encontrar, no sabes si vas a regresar a tu casa. Los mafiosos andan por todos lados.

—Sí.

—¿Sí?

—Sí. Tiene razón, esto se ha salido de control.

Yo di la vuelta primero, luego mi compañero. Cuando él buscó acomodarse en la calle para darse la vuelta alcanzó a iluminar la parte trasera de la camioneta. Tenían a un hombre o no sé a cuántos tendidos, no sé si muertos. Los batos estaban chingándoselos, y por poco les caemos.

—Yo diría que nos está cargando la chingada. Hace una hora, como a las dos de la mañana, se me ocurrió irme a meter a la colonia el Tomatal, por donde está la secundaria Wilfrido Massieu. Me fui por acá arriba, por las instalaciones de la feria, me metí a la Indeco y luego por rumbo a la Cooperativa. Todo estaba solo, entonces me fui hacia la avenida los Gobernadores y por allá, por la Curva se me emparejó otro compañero y me dio más valor porque ya me quería regresar. Íbamos casi juntos cuando a lo lejos vimos una camioneta atravesada con las luces encendidas. Pensé que algún accidente y le seguí, pero no. Ya más cerca unos hombres nos estaban haciendo señas con las manos en alto que nos diéramos la vuelta, que no había paso.

”Yo di la vuelta primero, luego mi compañero. Cuando él buscó acomodarse en la calle para darse la vuelta alcanzó a iluminar la parte trasera de la camioneta. Tenían a un hombre o no sé a cuántos tendidos, no sé si muertos. Los batos estaban chingándoselos, y por poco les caemos.

—O al revés.

—¿Cómo?

—Sí, o por poco ellos le caen a ustedes por haber visto eso.

—¡N’ombre! Pos por eso con la seña de que regresáramos yo me di la vuelta rapidito y no hice la lucha de voltear ni nada. Fue por el espejo retrovisor que miré a los hombres. Eran unos ocho, todos armados. Pero estaba tan oscuro que sólo alcancé a ver bultos y atrás los cuerpos tendidos y sin moverse. Me bajé en chinga y me vine a dar vueltas al centro. Es orita que subo que lo vine a encontrar a usted; pero pensaba llegar hasta la 5 de Febrero y de allí bajarme.

—Pues qué bueno que me encontró, porque ya se me estaba haciendo tarde. Mire, acá están todos sus compañeros.

—Sí, acá en la terminal no hay pierde. Aunque estemos parados, al menos hay mucho movimiento y la cosa se ve más segura.

—¿Más segura? ¿No recuerda cuando hubo la balacera acá abajo, por el hotel este, Paradise Inn, donde hirieron a un comandante?

—Sí, a mí me tocó la guardia ese día. Salimos hechos la chingada.

—Oiga, pues tiene mala suerte: le han tocado muchas cosas.

—Más bien buena suerte, porque con todo eso, imagínese una pinchi bala perdida… ni se lo estuviera contando.

El carro avanza entre los baches gigantes de la calle de la terminal, a vuelta de rueda.

—Tiene razón, jefe. Por aquí déjeme. ¿Cuánto le debo?

—Nomás 45 pesos.

—¿45? Ándele pues.

1

En julio siempre llueve. Todos los días, menos el martes 12, el día en que hubo la balacera en el mercado central de Chilpancingo. Fue alrededor de las seis de la tarde. La familia de comerciantes de ropa de la Nave 1 comía. El padre, Rodolfo Maldonado Marino, que también fue asesinado, jugaba conquián con otros comerciantes en el estacionamiento de la parte trasera, en el área de descarga.

Se pasaban la salsa y las tortillas cuando unos diez hombres armados entraron a la tienda por el hijo menor, de diecisiete, Ignacio Maldonado Gómez.

—¡Párate, pendejo; te vas con nosotros! —el chico se resistió, resistió todo lo que pudo.

—¡Te paras o aquí te partimos la madre! —su madre intervino también con gritos, con llantos. Con más gritos.

Déjenlo. Déjenlo, por el amor de dios —clamó primero, luego exigió—: ¡Déjenlo, hijos de la chingada! —lo jalaba de un brazo, se le asía, se le aferraba. Hasta que vinieron los disparos ¡bam, bam, bam!… y la huída de los sicarios en medio de los gritos de los demás comerciantes y algunos consumidores que curioseaban entre la ropa y los precios.

—Déjenlo. Déjenlo, por el amor de dios —clamó primero, luego exigió—: ¡Déjenlo, hijos de la chingada! —lo jalaba de un brazo, se le asía, se le aferraba. Hasta que vinieron los disparos ¡bam, bam, bam!… y la huída de los sicarios en medio de los gritos de los demás comerciantes y algunos consumidores que curioseaban entre la ropa y los precios.

A Ignacio (Nacho, como lo conocían en el mercado) le dieron en el estómago, y a su madre en la pierna y en un dedo.

—¡Están heridos! —gritaron algunos comerciantes que había corrido hacia ellos—. ¡Llamen a la ambulancia! ¡Llamen a la ambulancia!

Los pistoleros oyeron y regresaron a rematarlo. Le dieron más disparos, ahora en la cabeza. Fulminantes.

Salían corriendo hacia la parte de atrás cuando entró el padre pistola en mano y disparando. Mató a uno antes de que una bala le diera en la cabeza al tratar de huir del lugar cuando se quedó sin balas. En el estacionamiento otros los esperaban, y desde arriba les tiraron. Antes de subirse a la camioneta un pistolero más fue abatido. Quienes vieron dicen que los sicarios arrastraron desde dentro de la nave a su compañero muerto y lo subieron antes de arrancar junto con el recién herido.

Ese día de julio, cuando no llovió en Chilpancingo a pesar de que todos los días de julio ha estado lloviendo, hubo cuatro muertos y una herida en el mercado central (sólo dos muertos según el reporte de la policía). A las seis de la tarde, una hora en que ya no hay mucha gente, porque el mayor flujo de consumidores es de las siete de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde.

Ania atendía unos clientes. Vestía unos jeans ajustados a la cadera, una sudadera y unos tenis Converse de bota, porque aunque no llovía hacía frío, un frío como de diciembre.

—¡Dígame, qué van a llevar, qué le damos. Aquí le damos precio, entre sin compromiso!

—Ando buscando pantalones para niño, como él —le respondió su cliente, una mujer como de cuarenta años, y señaló a un niño como de ocho.

—Ahorita se los muestro —dijo y fue hacia la pared donde cuelgan la ropa de talla infantil.

En eso estaba, buscando ahora entre los bultos de pantalones, cuando vio de reojo que unos jóvenes entraron a la tienda de Nacho tirando unos envoltorios de jeans azules y playeras juveniles. Traían armas largas y pistolas en las manos. Su cliente se metió corriendo. Ella se alarmó y se pegó agachada a la pared, entre la ropa.

—Párate, pendejo, que te vas con nosotros. Te paras o aquí te partimos tu madre —entonces oyó.

Eran puros chavos, como de veintitantos, acaso menos. Oyó los gritos de Nacho y los gritos de la madre. Intervino.

—¡Déjenlo, él no ha hecho nada! —les gritó y les tiró una mesita de centro donde cobra.

—¡Tú te callas, chamaca pendeja, o también te carga la verga! —le gritaron. Y de una patada le regresaron el mueble. Ella se agachó como estaba e intentó por inercia tomar su celular.

—¡Bam, bam, bam! —escuchó los disparos y tiró el teléfono, los primeros que hirieron a sus vecinos; luego vio cuando los jóvenes sicarios se iban. Vio cuando los comerciantes de los alrededores corrieron hacia los heridos y se dieron cuenta de que aún vivían.

—¡Están heridos! ¡Llamen a la ambulancia! ¡Llamen a la ambulancia! —gritaron y los pistoleros oyeron la histeria y regresaron a rematar a Nacho con balazos en la cabeza.

Se iban corriendo, cuando los enfrentó Rodolfo. Se oyeron más disparos y gritos. Ania vio caer a uno de los pistoleros y cuando sus compañeros lo arrastraron. Vio el rastro de sangre en el piso.

A lo lejos más disparos, hondos, los últimos; y luego más gritos y llantos.

En eso estaba. La tarde era fresca, clara pero fresca. Los tres jugadores llevaban chamarras. La de Rodolfo era de piel con forro de borrego. Se oyeron los primeros disparos y alarmados buscaron donde esconderse. Luego otra serie más, ¡bam, bam, bam!

—Con esta tercia de reyes me los friego —dijo Rodolfo a sus dos contrincantes y rió con satisfacción; otros tres miraban. Había completado antes que ninguno sus nueve cartas sobre la mesa. Tercia de cuatros, tercia de ases y los tres reyes finales. El rey de espadas fue el último que le salió, con el que ganó el juego. La partida era de cien pesos.

—Ya nos chingaste otra vez —respondió uno de ellos y completó—: ahora yo barajo las cartas.

En eso estaba. La tarde era fresca, clara pero fresca. Los tres jugadores llevaban chamarras. La de Rodolfo era de piel con forro de borrego. Se oyeron los primeros disparos y alarmados buscaron donde esconderse. Luego otra serie más, ¡bam, bam, bam!

Todo fue muy rápido.

—¡Es aquí, es aquí! —gritó uno de ellos. Y salieron cada uno hacia sus comercios.

—¡Es en el puesto! —gritó Rodolfo, y salió corriendo con la mano en la cintura.

Entró echando balazos; alcanzó a darle a uno de los pistoleros antes de que se le acabaran las balas del único cargador que traía, antes de que, huyendo hacia la parte de atrás —tal vez para recargar su pistola—, otro le diera un tiro en la cabeza. Cayó muerto.

Quienes vieron dicen que eran unos diez los sicarios. Se subían a sus camionetas que dejaron atravesadas en la entrada de la zona de descarga, cuando desde la parte de arriba otros hombres los atacaron. No se supo si fueron policías, sicarios de otra banda o comerciantes. Ellos respondieron igual y arrancaron mientras subían a su muerto y al que en ese momento acaban de darle. Huyeron.

La acción tardó casi una hora ante los ojos de medio mundo, medio mundo, porque a esa hora, como a las seis de la tarde, no está todo el mundo en el mercado central de Chilpancingo. Luego llegó el Ejército, las policías y los peritos forenses que no acordonaron el área sino unos quince minutos después, al cerrar todo el mercado.

A las ocho de la noche los diarios sensacionalistas de la tarde vendían cientos de periódicos con la noticia y una foto de Rodolfo. La de Nacho no porque su familia no permitió que los fotógrafos entraran a su negocio a retratarlo en el lugar donde había caído, entre su sangre coagulada.

A las diez de la mañana del miércoles, el Ministerio Público aún no entregaba los cadáveres a su familia.

Serían sepultados a las cuatro de la tarde.

0

Chilpancingo es de las ciudades con mayores índices de delitos en Guerrero, sólo después de Acapulco. Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en Chilpancingo se han registrado 3 mil 941 delitos, contra 10 mil 694 de Acapulco. Sigue Iguala con 2 mil 40, luego Zihuatanejo, mil 414 delitos; Chilapa, 758; Taxco, 666; Tlapa, 604; Ometepec, 603; Técpan, 586; Atoyac, 440; Pungarabato, 380; Tixtla, 340; Ayutla, 329; Coyuca de Benítez, 306; Coyuca de Catalán, 244; Teloloapan, 234; Arcelia, 185; Cuajinicuilapa, 171; San Luis Acatlán, 171; La Unión, 154; Zumpango, 144; Huitzuco, 140; Quechultenango, 128; Petatlán, 128; Tecoanapa, 120; Marquelia, 114; Xochistlahuaca, 111; Tepecoacuilco, 110; San Jerónimo, 110; Ajuchitlán, 105; San Marcos, 102; Tlapehuala, 99; Cruz Grande, 96; Tierra Colorada, 85; Olinalá, 81; Copala, 81; Cutzamala, 80; Atlixtac, 75; Igualapa, 74; Tlacoachistlahuaca, 72; Zitlala, 71; Metlatónoc, 67; Mochitlán, 66; San Miguel Totolapan 58; Huamuxtitlán, 58; Cocula, 55; Buenavista de Cuéllar, 52; Cuautepec, 49; Zirándaro, 48; Zapotitlán Tablas, 48; Azoyú, 47; Malinaltepec, 46; Juchitán, 44; Ahuacuotzingo, 43; Tlacotepec, 38; Tlalchapa, 38; Pilcaya, 37; Chichihualco, 36; Cochoapa el Grande, 36; Xalpatláhuac, 33; Xochihuehuetlán, 28; Coahuayutla, 26; Alpoyeca, 26; Apango, 23; Tetipac, 23; Apaxtla, 23; Copanatoyac, 22; Alcozauca, 19; Acatepec 17; Tlacoapa, 17; Atenango del Río, 16; Copalillo, 15; Ixcateopan, 15; Hueycantenango, 11; Tlalixtaquilla, 11; Cualác, 11; Acapetlahuaya 9; Cuetzala del Progreso 9; Ixcapuzalco, 8; Iliatenco, 6; Atlamajalcingo del Monte, 4.

Pero estos sólo son números, los más frescos según el Inegi, registrados en 2009. Las historias son otras. ®

* El libro puede adquirirse aquí. Otras referencias pueden ser leídas acá.

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Publicado en: Libros y autores, Septiembre 2011

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