Al toro por los cuernos

¿Deben prohibirse las corridas de toros?

El autor niega que el toreo sea un deporte o un arte, más bien se trata de un espectáculo cruel en el que el toro lleva todas las desventajas. No es moral ni ético, por lo que debería prohibirse.

Fuera de los arrebatos pasionales por parte de taurinos y antitaurinos debe quedar claro que la pregunta a responderse es: ¿son éticas las corridas de toros? De la respuesta a esta pregunta se debiesen seguir cierto número de acciones normativas en nuestra vida ciudadana.

Uno de los principales argumentos a favor de las corridas de toros es que ellas son un patrimonio cultural de la humanidad, una experiencia culturalmente inmaterial que sólo existe cuando se representa en las plazas taurinas. Para los aficionados a la fiesta brava, si ella se perdiera se perdería parte del patrimonio cultural que forma la identidad humana.

Aun cuando la cultura es una manifestación inherente al ser humano, y cada pérdida de ella es significativa, lo importante es entender que nuestra capacidad racional nos permite enunciarnos y reflexionar sobre nuestras prácticas culturales, reconociendo que no todas ellas son buenas. Existen casos donde esas pérdidas culturales son significativamente positivas, como el caso de la cultura del esclavismo, la castración femenina o de los sacrificios humanos.

Cuando el ser humano pierde una manifestación cultural que de suyo es perjudicial no se debe caer en el error de olvidarla, pues corremos el riesgo de repetirla a falta de conciencia histórica.

Los defensores de las corridas de toros no deben de olvidar que ser un objeto cultural no es equivalente a ser un objeto al margen de la moralidad y al margen de las reflexiones éticas. Es por nuestra capacidad reflexiva racional como podemos detener, desmontar y condenar cierto tipo de prácticas, y el caso de las corridas de toros no debería ser la excepción, pues no está al margen de la moralidad ni de la eticidad. Los taurinos se tendrán que sentar en la mesa de la razón y departir mediante el diálogo.

Aun cuando la cultura es una manifestación inherente al ser humano, y cada pérdida de ella es significativa, lo importante es entender que nuestra capacidad racional nos permite enunciarnos y reflexionar sobre nuestras prácticas culturales, reconociendo que no todas ellas son buenas.

Muchos, como el empresario de la Plaza México Rafael Herrerías, el ahora detractor de la iniciativa de ley Christian Vargas o como la presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, aseveran que a la tauromaquia nadie está obligado a asistir, pero que aquellos que quisieran presenciar la fiesta brava deberían gozar de la libertad para divertirse de aquella manera. En este caso habrá que aseverar que el derecho a tener espacios de recreación no es un derecho que no conlleve ciertas obligaciones y que éstas pueden, en caso de demostrarlo, reconvenir ése o esos derechos. El derecho de los aficionados a los toros se opone al derecho a la vida y al no sufrimiento animal. De igual manera no hay forma de apelar a favor de los toros argumentado que ello es lo que quiere un mayor número de personas. El mal no se vuelve bien cuando aumenta su feligresía.

Uno de los indicios que nos podría hacer pensar en las corridas de toros como en una justa deportiva nace de la misma etimología de la palabra “tauromaquia”, ella proviene del griego: tauros: toro, y machomai: luchar. No todas las luchas son justas deportivas, pues bien podemos luchar para salvar nuestra vida, luchar para conseguir perfeccionarnos en alguna virtud moral o luchar para cazar nuestro alimento. Para que de hecho exista justa como deporte y no justa con otro significado se tiene que cumplir una serie de requisitos; examinémoslos para clarificar nuestras mentes en las cuestiones astadas.

En estricto sentido, para que exista deporte tiene que existir la intención de participar por parte de los ejecutantes. No existe deporte ni justa deportiva cuando se le obliga a alguien a participar en ella. Una de las diferencias principales entre los toros y otros deportes, donde compiten diversos participantes, es que en ésta el toro no ha decidido participar intencionalmente. El animal es obligado a enfrentarse a los matarifes, el toro no puede tirar la toalla, como un púgil, o simplemente dejar de asistir a la justa. Es por ello que desde este dato los toros no pueden ser calificados como un deporte. Una objeción al argumento anterior es que el toro, de hecho, no es un participante del toreo sino un instrumento. Esta idea concibe que el toro es como la jabalina o la flecha, un medio para conseguir un fin. Esta concepción, generalmente de carácter antropocéntrico, instrumentaliza al toro (es decir, lo toma como un utensilio, un objeto útil) y da por nulo cualquier valor moral que éste pudiera poseer.

El error de este argumento es suponer que al tildar a un animal de instrumento éste adquiere un valor moral nulo respecto del fin. El toro, siendo medio o no, tiene la capacidad de sufrir y el torero y los aficionados debiesen ser capaces de dar cuenta de este sufrimiento y ser empáticos. Hacer sufrir a un animal por cualquier causa es moralmente problemático, pero hacerlo sufrir por diversión o por espectáculo es flagrantemente inmoral. El torero no agrede al toro por estar acorralado; en cambio, el toro agrede por estar acorralado. Si el torero quisiera salir del peligro bastaría con que se refugiara en el burladero; por lo contrario, ¿a dónde irá el toro para refugiarse?

¿Qué tipo de luchas a muerte son las corridas de toros? El toro ante situaciones de estrés tiene el reflejo de huir o pelear y naturalmente su instinto le obligaría a huir, pero al estar en una plaza y estar siendo acosado por los bravos no se le deja más salida que enfrentarse a ellos. Enfrentarlos no para comerlos ni para dominar un territorio, sino para salvar su vida. La lucha a muerte que se da en las corridas de toros ni siquiera es una lucha a muerte, por ambos lados, en estricto sentido.

Primero porque los toros y los toreros no llegan en igualdad de condiciones físicas, entendiendo por ellas el funcionamiento normal de sus especies. Los grupos detractores aducen que los toros son maltratados de tal manera que llegan al ruedo disminuidos física y mentalmente, agravando la desigualdad del encuentro (por ejemplo con el rasurado de los cuernos, donde éstos son parcialmente cortados, o con las “divisas”, éstas son cintas unidas a un arponcillo que se clava en el lomo del toro). Si realmente quisiéramos que fuera una justa igualitaria, dentro de lo que cabe, el toro no podría llegar maltratado en ningún sentido pues sería inmoral que el torero lo enfrentara en tales condiciones. Para solucionarlo habría tres opciones: a) no torear a menos que se conociera a ciencia cierta que los toros no han sido disminuidos de ninguna manera; b) si esto se realizara para cuidar al torero, entonces se tendría que buscar toros más pequeños o dóciles, o c) no torear. Todas las opciones anteriores sólo serían operativas si el argumento final concluyera que la tauromaquia no es éticamente reprobable.

También es injusta la lucha porque así como al torero se le entrena para el enfrentamiento también al toro se le debería entrenar para lo mismo, en caso de apelar a la igualdad de circunstancias. Si se dijera que ya naturalmente el torero está en desventaja frente al toro y que este tipo de entrenamiento acrecentaría la desventaja entonces lo que no se debiera hacer es tener la justa, porque el deporte, en cuanto justa, debiese ser equitativo con las partes implicadas.

Muchos han visto, y quieren ver, en la fiesta brava una lucha a muerte desigual. Una lucha que en lugar de exaltar el valor y la gallardía de los toreros exalta la inmisericordia frente a un animal. La verdad es que es una lucha donde la balanza ya está inclinada a favor de los diestros. Cuando un toro es herido, como siempre y cada una de las veces sucede, nadie lo auxilia ni brinda aliento; pero cuando el torero es cornado rápidamente entran en escena una variedad de actores para auxiliarlo. Si la tauromaquia fuera una justa deportiva donde dos se enfrentan con igualdad de circunstancias, que en este caso serían sus vidas, pareciera que los dos debiesen poder ganar, para ser un deporte en sentido estricto, pero la realidad es que sólo interesa que uno de ellos gane. ¿Por qué no dejamos que los toros hagan lo mismo que los toreros hacen con ellos? ¿Acaso no los toreros aceptan el riesgo de morir? La reglamentación taurina debería contemplar este hecho, pues no es lo mismo que el torero muera a que el toro muera. Si el torero muere en la faena él ha decidido estar ahí y exponerse, mientras que si el toro muere, muere, como diría Antonio Machado, víctima de un holocausto a un dios desconocido.

El caso de los caballos, con los cuales rejonean los picadores, es todavía más alarmante. Los caballos no sólo no luchan sino que son utilizados como artefactos en esta danza mortal. Ellos son daño colateral y es por ello que también son objeto del argumento sobre la instrumentalidad que ya antes hemos esgrimido. El caballo no puede huir y la condición en la que se encuentra no le permite enfrentarse en situación de igualdad al toro. Este ser animal se instrumentaliza a costa de su existencia para luchar con otro que también se encuentra acorralado; él es sin duda la peor víctima, sin posibilidad de pelear y sin posibilidad de huir.

Siguiendo dentro de la idea de justa deportiva, otro de los argumentos que se esbozan en pro del ambiente taurino es que éste forja amistades y compañerismo basado en las experiencias de coraje y confrontación a la muerte. Esta manera de razonar nos toca en lo más profundo del ser humano pues es común y propio a nosotros tener la capacidad de enfrentar una naturaleza que nos sobrepasa y acongoja en nuestra limitada existencia, también porque se refiere a una de las capacidades que consideramos indispensables para la realización personal, la amistad. Al igual que los anteriores, erraríamos si aceptáramos este argumento como uno que defiende cabalmente a las corridas de toro. ¿Por qué?

Porque así como valoramos las amistades y el compañerismo que se forja mediante el coraje y la confrontación a la muerte que acaece en las guerras, desdeñamos y condenamos que ellas ocurran. Nadie en su sano juicio provocaría una guerra para que los lazos de amistad se constituyeran en cadenas perennes. Nos alegra que algo tan noble como la amistad exista entre las cuadrillas y la gente de toros, pero desdeñamos y rechazamos su caldo de cultivo. Como ya hemos dicho antes, no realizar ninguna acción para evitar que se haga sufrir a un animal por diversión es inmoral, aun cuando esto forje valores que consideramos buenos.

También es injusta la lucha porque así como al torero se le entrena para el enfrentamiento también al toro se le debería entrenar para lo mismo, en caso de apelar a la igualdad de circunstancias. Si se dijera que ya naturalmente el torero está en desventaja frente al toro y que este tipo de entrenamiento acrecentaría la desventaja entonces lo que no se debiera hacer es tener la justa, porque el deporte, en cuanto justa, debiese ser equitativo con las partes implicadas.

El argumento más débil, pero socialmente más relevante, en favor de los toros es que ellos emplean directamente, en México, a mil 200 personas. Es el más débil, desde un punto de vista filosófico, porque si una actividad es determinada como mala, después de una reflexión filosófica, no podemos dejar que se perpetúe porque entonces dejaríamos al mal libre de riendas y estaríamos haciéndolo nosotros mismos. Nadie aceptaría como buena la tala de las selvas y los bosques porque ella emplee, en diversos rubros, a muchas personas, ni nadie aceptaría el esclavismo o la trata de blancas por la misma razón. De ninguna manera estamos diciendo que estas mil 200 personas no merezcan un empleo. Lo que debiera hacerse, desde las instancias competentes, es reconvertir a la industria como ya se ha realizado en otros lugares.

Cuando se menciona que la cría de toros para corridas hace que ellos no se extingan y que se conserven las dehesas, flaco favor le hacemos a las capacidades humanas. Parece que las opciones son las corridas de toros o la extinción de ellos y también de las dehesas. Caer en estas opciones es caer en un secuestro de la racionalidad. Los toros de lidia y las dehesas debieran ser conservados y protegidos por su valor intrínseco a la naturaleza.

Ahora examinemos las corridas de desde la perspectiva artística. El argumento principal de la postura taurino-artística asevera que las corridas de toros no son un deporte y por lo tanto no deben juzgarse como tal, sino que las corridas de toros son un arte y, por lo tanto, es necesario juzgarse en tanto sus cualidades artísticas.

El error de esta postura es que la producción artística, en este caso el performance del toreo, no está exento de la moralidad. La producción de obras de arte no puede estar al margen de nuestras evaluaciones morales porque de ello se seguirían casos insostenibles. Pensemos por ejemplo que un fotógrafo, como parte de una obra de arte, siguiera a un violador y capturara los ataques de éste. Tenemos que afirmar que en este caso no existe un ambiente ficcional donde se produzca la obra de arte, el fotógrafo no es un pintor que puede imaginar y plasmar la peor de las escenas. El hecho es que el fotógrafo al estar operando en nuestra realidad, y no en un mundo ficticio, es objeto de las normas morales y éticas que atañen a todos los hombres y por lo tanto no puede pensarse ni actuar al margen de ellas.

El caso del toreo es análogo porque del hecho de que se le clasifique como un arte tampoco se sigue que él se encuentre al margen de nuestras evaluaciones éticas y, como ya hemos dicho con anterioridad, el causar daño a un animal para obtener un placer lúdico es inmoral.

Así, ¿qué es el toreo? Por definición no puede ser un deporte, tampoco puede llegar a ser arte pues el artista estaría compelido a intervenir para detenerlo o al menos no ser partícipe. La fiesta brava no es ninguno de los dos anteriores pero sí es un espectáculo. Sí lo es porque un espectáculo es todo aquello que se realiza para ser presenciado y provocar algún tipo de reacción en el espectador. La fiesta brava es espectáculo pero uno inmoral.

Si tuviéramos que calificar qué tipo de espectáculo es el toreo se tendría que decir que éste debiera ser connotado como un sacrificio ritual. Un sacrificio donde todos los elementos están dispuestos para generar, en la asistencia, una sensación de magnificencia exaltada, pero también uno donde no se cumple el objetivo. La concepción original de este ritual sacrificial es que si el toro es majestuoso y poderoso, aún más debe ser aquel que lo domina y lo somete.

El objetivo del toreo es mostrar la lucha entre potencias antagónicas que se enfrentan en igualdad de circunstancias pero realmente ello no es así. En este espectáculo los actores humanos se muestran siempre como inferiores al astado y su objetivo es mostrar cómo se domina esa potencia. La verdad es que sólo fingen ser inferiores, pues el torero goza de todas las ventajas ya dichas.

En conclusión, las corridas de toros, en cuanto práctica humana, no se encuentran al margen de la moralidad y por ende difícilmente pueden ser defendidas desde ninguno de los ámbitos antes mencionados. En todas y cada una de las ocasiones las corridas de toros son maltrato animal y éste es inmoral y debe a toda costa ser evitado. ®

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Publicado en: Marzo 2012, Política y sociedad

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