Apuntes para un siglo sin nombre

El entusiasmo por el futuro

El hastío y el desasosiego que permean este siglo de placeres efímeros es justamente lo que nos obliga a desear consciente o inconscientemente un Apocalipsis que nos redima y termine de una sola vez la tarea lenta y minuciosa de la descomposición.

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Siempre me gustaron los movimientos de vanguardia de principios del siglo pasado. Recuerdo que fue uno de los temas que más me apasionó durante mi paso por la Universidad, incluso llegué a considerarlo proyecto de tesis. Sí, es prácticamente un cliché que París, los cafés y la vida bohemia resulten deslumbrantes para cualquier adolescente con pretensiones literarias. Sin embargo, de las vanguardias mis favoritas siempre fueron el futurismo y, por supuesto, el movimiento estridentista. Ambos bastante alejados del amparo de Gertrude Stein. Lo que encontraba realmente fascinante de esos movimientos era en realidad su genuino entusiasmo por el futuro. A principios del siglo XX en la vida y en el arte se vivía un momento de verdadera confianza en el porvenir. Las revoluciones sociales eran jóvenes y avanzaban con paso firme. La promesa del socialismo aún brillaba en el horizonte y la ciencia y el progreso todavía anunciaban la prosperidad. Ese espíritu que caracterizó las primeras décadas del siglo pasado se respiraba más puro que nunca en sus movimientos de vanguardia. El deseo de romper con todo vestigio del pasado, la ingenua creencia de que uno se puede desanclar de la tradición, el ímpetu y el total compromiso con el trabajo. Todas ellas características de quien tiene fe en el mañana y lo ansía como la tierra prometida y fértil en la que han germinar sus anhelos.

La belleza de los movimientos de vanguardia reside en que más que auténticas rupturas canónicas o estéticas renovadoras significaron la esperanza en el arte como instrumento de cambio a las luces de un nuevo siglo. El posterior viraje del futurismo que lo llevaría a alinearse con las políticas fascistas de Mussolini o la fugaz existencia del estridentismo en México que ha provocado su desconocimiento a la par de su mitificación no han derruido el espíritu de esos movimientos mucho más que las dos Guerras Mundiales que los sucedieron y que, más allá de la esperanza, terminaron por asesinar el futuro.

El pensamiento posmoderno que siguió a las guerras nos ha arrojado al amanecer de un nuevo siglo completamente abatidos y desencantados. La primera década del siglo XXI podría caracterizarse por la absoluta desesperanza, la pérdida de toda certeza y la constante invocación de un Apocalipsis que nos purifique y nos libere.

Así, el tiempo parece haberse suspendido en un proceso de degradación perenne. El consumo exacerbado ha hecho que nada permanezca pero que nada termine. Y es posible proclamar entonces el fin de la Historia, el anquilosamiento de las Eras.

Recuerdo que hace no mucho comenté que, a diferencia de la mayoría de mis coetáneos, yo me encontraba cómoda de haber nacido en esta época sencillamente porque no creía tener el ánimo que se requiere para vivir en un tiempo donde la gente todavía creía en el futuro.

El hastío y el desasosiego que permean este siglo de placeres efímeros es justamente lo que nos obliga a desear consciente o inconscientemente un Apocalipsis que nos redima y termine de una sola vez la tarea lenta y minuciosa de la descomposición. Sin embargo, el tan anunciado final es todavía más una superstición que una promesa lejana, ni siquiera se nos ha permitido esa certidumbre.

Todo lo que alguna vez fue digno de enorgullecer al hombre se ha tornado en su contra. Todos los anhelos sembrados en el futuro han dado frutos envenenados. Las ciudades, principal manifestación del esplendor de una cultura, se han convertido en trampas de inmundicia. La ciencia y la tecnología están subordinadas a los caprichos de sus subsidiarios. Y el arte ha terminado siendo una herramienta cuya única finalidad es acariciar el ego del artista.

Así, el tiempo parece haberse suspendido en un proceso de degradación perenne. El consumo exacerbado ha hecho que nada permanezca pero que nada termine. Y es posible proclamar entonces el fin de la Historia, el anquilosamiento de las Eras. Nuestro tiempo es la vorágine de un ouroboros que se desgarra pero no termina nunca de devorarse. Aunque no es la Historia lo que ha desaparecido sino la dialéctica que la sostenía. Si algo caracteriza a la época en la que vivimos más allá de la desesperanza que nos orilla a refugiarnos en fetiches del pasado es la imposibilidad del diálogo en todos los niveles estructurales. Ésa es la verdadera ruptura y la verdadera pérdida. Así como en algún momento el hombre se quedó si Dios y sin metafísica y después la posmodernidad nos despojó incluso de la subjetividad, así este siglo sin nombre, esta época estancada y convulsa ha llegado para arrebatarnos al Otro. Y si aún existieran los poetas, estarían llorando su muerte. ®

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Publicado en: (Paréntesis), Febrero 2013

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