Así murió Pedro Infante

El Pulitzer que no llegó

La reportera le señaló que, si el relato era cierto —y ella insistía—, era Ruiz Cortines quien lo habría mandado golpear hasta dejarlo estúpido por estarse beneficiando a una de sus queridas, pero Pedro no recordaba nada.

Pedro Infante como Pepe el Toro.

Pedro Infante como Pepe el Toro.

A Pedro Infante nunca le llegaron las noticias de su muerte: estaba aturdido y ya jamás recordaría quién era luego de la golpiza que le mandó poner aquel presidente cornudo. Años después, muchos, fue la reportera obstinada quien le mostró los recortes de periódicos con el avión todo deshecho, panza arriba, en una calle de Mérida. PEDRO INFANTE MUERE CHAMUSCADO, decían los titulares. Un semanario de la época publicó una foto de la pulsera que llevaba su nombre, hallada en la muñeca de uno de los irreconocibles cadáveres. A Perico le movió algo en el pecho, pero ni así se convenció de que estaba muerto: dijo: Ese señor no soy yo, se negó en redondo a creer la absurda idea de él mismo, que temía subir más de dos escalones, pilotando un ex bombardero de la Segunda Guerra Mundial convertido en avión de carga, y, casi enfurecido, le mostró a la reportera que no podía ni silbar ni cantar “Amorcito corazón”, canción que, además, le parecía falta de gracia.

La reportera lo encontró viviendo como vagabundo en una cueva de cartón cerca de un río. Vestía harapos, se le dificultaba encadenar más de dos ideas a la vez y tartamudeaba. Olía a basura. Lo llevó a revisar para saber si llevaba la placa de metal en el cráneo que le colocaron tras otro accidente de avión. Era él. Pero él no sabía que era él. La reportera le llevó revistas, carteles de sus películas, fotografías de sus mujeres. Pedro suspiró al ver una o dos. Le mostró imágenes de objetos alusivos a su vida, pero sólo pareció lúcido cuando le mostraron una foto de él mismo en la gran mansión que llamaba Ciudad Infante haciendo las veces de barbero ante unos invitados sonrientes. Pedro se emocionó con la idea de afeitar a alguien.

Olía a basura. Lo llevó a revisar para saber si llevaba la placa de metal en el cráneo que le colocaron tras otro accidente de avión. Era él. Pero él no sabía que era él. La reportera le llevó revistas, carteles de sus películas, fotografías de sus mujeres. Pedro suspiró al ver una o dos.

Tras varios acercamientos breves donde le llevaba comida y bebida (aunque rechazaba categóricamente el alcohol), el vagabundo le relató a la reportera cómo había errado durante años enteros, cómo había sido catalogado como insano y recluido en una pequeña clínica para enfermos mentales hasta que huyó. Le dijo no saber nada de cómo era o al menos cómo se llamaba la mujer que con su infidelidad le ocasionó una vida sin memoria al activar la magnífica furia de su marido. La reportera le señaló que, si el relato era cierto —y ella insistía—, era Ruiz Cortines quien lo habría mandado golpear hasta dejarlo estúpido por estarse beneficiando a una de sus queridas, pero Pedro no recordaba nada.

Lo entrevistó varias veces y quiso hacer renacer su memoria a través de su espíritu artístico: le mostró sus películas pero también otras, actuales. Lo único que logró fue que el vagabundo se maravillara casi hasta un ataque de demencia con Gael García Bernal y Diego Luna.

Ella estaba convencida y ya acariciaba la idea del Pulitzer, pero Pedro ni se enteraba. En su locura lamentó muy poco su partida un día que buscaba alimento en el basurero y la vio llegar y caminar hasta él, sonriente…

Ella estaba convencida y ya acariciaba la idea del Pulitzer, pero Pedro ni se enteraba. En su locura lamentó muy poco su partida un día que buscaba alimento en el basurero y la vio llegar y caminar hasta él, sonriente, le pareció bella y le recordó a alguien, pero no supo a quién, justo antes de ser asesinada por dos balas salidas de la nada que le destrozaron el pecho. Dos hombres de trajes baratos con pin metálico del partido en las solapas fueron hasta él y le apuntaron. Pedro Infante les hizo una sonrisa sincera y les dijo, señalando su hogar de cartón: ¡Pasen, pasen, ándenle!, y se ofreció a rasurarlos con una hoja de árbol que se había encontrado en el suelo. Los matones se rieron y se declararon incapaces de hacerlo: convencidos de que no recordaba nada, lo dejaron vivir. Antes de irse, uno de ellos le regaló una navaja de bolsillo para que tuviera con qué rasurar a la gente y de paso con qué defenderse. También se tomó una foto con él.

Pedro Infante siguió hurgando los basureros varios años hasta que un día simplemente murió, de viejo. Sólo un perro sin dueño se acercó a su velorio sin plañideras ni asistentes ni veladoras, seguramente para ver si podía robarse algo, y si hubiera podido hablar contaría cómo el vagabundo empeñaba su último aliento en silbar con notable gallardía “Amorcito corazón”. ®

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Publicado en: Marzo 2014, Narrativa

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