Barbanegra el bueno

12 de marzo de 2010

© Bruce Mozert

Me encontraba de vuelta ahí, de pie, frente al mar al cual siempre había observado con temor; bajo el manto de una noche estrellada que iluminaba el borde oleado de esa franja de agua turbia y oscura, donde mi madre había elegido depositar toda su herencia fóbica durante mi infancia. Aunque ahora las siluetas de mis demonios se veían desdibujadas debido a tres décadas de un desencanto por demás perseverante, debajo de esas olas aún acechaban versiones diáfanas de calamares gigantes, del temible Barbanegra, de tiburones blancos coléricos, de anguilas eléctricas, de Moby Dick y, hasta donde puedo recordar, según mi madre incluso el zombi de Adolf Eichmann caminaba en el fondo de ese remolino infestado de aberraciones. Lo que me repelaba de aquel mar nunca fue su violento oleaje, ¡no! Siempre que me encuentro parado sobre la playa de Pie de la Cuesta y mis pies esquivan la espuma, lo que estoy tratando de eludir es el roce con una paranoia ancestral, milenaria. “El terror es más efectivo que la estadística”, parece haber sido la lógica que mi madre empleó para mantenerme distanciado de una posible muerte por ahogamiento.

13 de marzo de 2010

Las banderas negras que ondean a lo largo de la playa me sirven de coartada durante la mañana siguiente para poder mantener inmaculada la reputación de un escepticismo aparentemente inapelable que, por lo general se le asocia a mi persona. ¿Cómo explicarle a Yvonne y a Marizza —mi hermanastra y su novia, respectivamente— la sinrazón de mi aversión hacia ese mar sin sonar como un demente de la fila? La diferencia de estatura entre Yvonne y Marizza siempre logra llamar la atención de aquellos fetichistas de la asimetría. Los largos rizos negros, los pómulos pronunciados y los silvestres ojos verdes de Marizza son un plagio, una versión rejuvenecida de Zulema: la ex de Yvonne quien había muerto dos años atrás en un accidente de tren cuando intentaba llegar al norte de la India. Yvonne, por su parte, además de la ludopatía, de su cabellera rubia y ojos azules, había heredado de su madre —ahora la esposa de mi padre— una estatura poco común para las mujeres que habitan estas latitudes. “Sí, la verdad es que no tiene ningún caso jugársela con estas pinches olas”, secunda Yvonne mi consternación improvisada a la vez que observa la agitación violenta de la bandera que cachetea el aire a nuestro lado. Sus palabras logran amasar la tensión que se había acumulado en mis hombros desde el desayuno. Cubro mis ojos del sol y clavo la mirada sobre las olas para fingir un disgusto tibio que dura unos segundos para luego darme la media vuelta y retomar los Tres cuentos de Capote que descansan sobre la hamaca. Observo de reojo esa acuosidad contraindicada por mi madre desde una horizontalidad sumamente cómoda antes de volver a deslizar mis pupilas sobre la tinta.

“¿Ah, sí? Dejá de joder, a Diego también le fascina el rafting”, asegura la voz excitada de una de las esposas que forma parte de las dos parejas argentinas que —con esa empatía por omisión que comparten algunos connacionales una vez fuera de sus fronteras— decidieron entablar una conversación en la cual los lugares comunes se agolpaban como si estuvieran tratando de conquistar un calabozo. Para un oído medianamente maleado, aquel intercambio de preguntas y afirmaciones se asemejaba más a un formulario de Declaración de Aduanas que a una charla casual. “Dada la opción, en la inmensa mayoría de los casos las personas se van a inclinar a favor de la seguridad que ofrece lo predecible”, garabateo en la página 18 e inmediatamente le ofrezco una disculpa afásica al buen Truman. Si bien para fines de la autoestima a veces puede resultar reconfortante oír conversaciones ajenas, el vacío que le sigue a esa alegría fugaz –como toda alegría- al reconocerse minoría en un mundo ampliamente dominado por la imbecilidad es realmente inquietante, incluso vertiginoso.

El estilo depurado de Capote no tarda en imponerse sobre el tedio que genera ese tanteo de códigos incestuosos. Las voces son arrolladas con cada párrafo que las exprime para dejar al desnudo su contenido voluble que acaba desintegrándose en la brisa para desaparecer de mi hábitat conceptual.

—No es posible, ¡carajo! —exclama Pierre mientras se reclina hacia atrás para despegar los ojos de su laptop—; diez narcoejecuciones en un día, aquí a la vuelta, en Acapulco.

“Sí, la verdad es que no tiene ningún caso jugársela con estas pinches olas”, secunda Yvonne mi consternación improvisada a la vez que observa la agitación violenta de la bandera que cachetea el aire a nuestro lado.

Pierre es el encargado de La Evasión, el modesto hotel en donde Yvonne, Marizza y yo decidimos alojarnos durante el puente; atraídos, lo confieso, por el nombre del establecimiento. La idea de poder habitar un pleonasmo nos pareció entretenida, al menos hasta antes de que se disipara por completo el efecto de la hidropónica holandesa que pasaba de mano en mano en el Tsuru. Pierre Loranger es un quebequense retirado originario de Gatineau que llegó a las costas de Guerrero por invitación de Marie-Eve Racette, la dueña del hotel. “Pienso terminar mis días aquí. Desde que murió mi mujer lo único que me espera en Québec es un frío de perros y un hijo heroinómano”, me había confesado Loranger de manera imprevista la noche anterior. Yo no pude más que contestarle con una sonrisa descompuesta: un gesto involuntario que responde en mi lugar cada vez que me encuentro expuesto frente a la intimidad de un extraño.

Reconozco las siluetas borrosas de Yvonne y Marizza que caminan a lo lejos sobre la arena, sobre el borde superior de mi libro, acercándose a paso lento desde la playa. No es sino hasta que las cubre la sombra de la palapa cuando sus facciones cobran una nitidez palpable. Dejo descansar el libro sobre mi pecho. Yvonne me saluda agitando su brazo mientras que Marizza lo hace con una sonrisa amplia que se desvanece cuando ambas están sentadas en la mesa de enfrente. “¿Te pido una chela, carnal?”, me pregunta Yvonne y alza tres dedos al aire que Pierre registra de inmediato detrás de su laptop para hacérselo saber al mesero. Sigo con la mirada la mano que Yvonne utilizó para llamar la atención de Pierre y que ahora cae sobre el muslo de Marizza para deslizarse sigilosamente por debajo del traje de baño y encontrar su camino hasta la entrepierna de la copia de Zulema. Marizza aprieta los dedos de Yvonne contra su pubis y alza la mirada para percatarse de mi voyeurismo accidental. Yvonne se apresura en sacar su mano del bikini de Marizza como si acabara de tocar un pedazo de carbón rojo para golpearse los dedos con la esquina de la mesa. Marizza acerca las manos de Yvonne a su boca para besar sus dedos adoloridos. Me siento ausente, sorprendido por la indiferencia que me envuelve y que observa la escena con un par de ojos templados. Me acerco a la mesa un par de minutos después, al mismo tiempo que el mesero llega con las cervezas. Doy unas caladas al churro que me extiende Marizza mientras les comento sobre las narcoejecuciones y balaceras que, según Pierre, habían cobrado la vida de diez personas hacía unas horas a escasos kilómetros de donde estamos; todo esto sin despegar la vista del mar, mientras intento, secretamente, sorprender a uno de los monstruos confeccionados por mi madre asomándose por encima de las olas. “¡Venga, cabroncitos!, estoy atento, un solo movimiento en falso y los voy a exponer ante el mundo entero”, murmuro. En ese preciso instante logro percibir los matices que distinguen los cultivos hidropónicos de sus primos sedentarios. —El destierro es necesario para evolucionar —digo en voz alta e inmediatamente me topo con las miradas turulatas de Yvonne y Marizza que examinan el diámetro de dilatación de mis pupilas.

—Estás hasta el culo, chaparro —garantiza mi hermanastra y cuchichea algo en el oído de quien ahora estoy convencido que es Zulema para enseguida plantarle un beso largo. Llega una nueva pareja de huéspedes a la playa. Tanto él como ella comparten la misma piel color caoba y una delgadez dolorosa que expone sus vértebras como un haikú en alfabeto Braille. Cada cual sostiene las puntas contrarias de una sábana blanca inmaculada hasta desplegarla de manera simétrica sobre la arena. Ambos adoptan la “postura de la vela” —según nos explica Yvonne, nuestra autoridad en materia yoguística— en una sincronía perfecta y con un par de sonrisas que sólo un sedativo de alto calibre podría estimular en el semblante de alguien que no sea un perfecto imbécil. Vuelvo a la hamaca con la intención de dormir y saltarme lo que parece ser el inicio de un mal viaje, cuando de pronto la mujer de uno de los maridos aficionados-al-rafting entra en la palapa para informarle a Pierre que hay un pelícano herido varado en la playa. “Che, ¿no podríamos llamarle a un veterinario?”, le pregunta mientras que el resto de los palapeños —incluidas Yvonne y Marizza— salen rumbo al mar para estudiar la condición del pajarraco moribundo. “Esto pasa todo el tiempo, ma chérie, no hay nada que se pueda hacer”, le contesta Pierre sin quitar la vista de la pantalla. Lo último que alcanzan a ver mis ojos antes de cerrarse es la frustración dibujada en la cara de la futura ex del aficionado-al-rafting. Del catálogo de sueños que me asaltan resalta la secuencia de uno en específico en el que Barbanegra y Eichmann discuten sobre “el comercio justo” y la calidad del café de los Starbucks.

Me despierta el ruido que provoca la hielera al caer sobre la mesa. Veo a Yvonne hurgando entre los hielos frente a un sol rojizo. “Ya llegó la artillería pesada, papá”, me dice con una sonrisa bélica y saca una botella de Zubrowka que planta con violencia sobre el centro de la mesa. Marizza llega al poco rato con tres vasos. Observamos, entre sorbos largos, la silueta del pelícano moribundo que se dibuja contra el horizonte. Especulamos sobre el cómo y cuándo de su muerte y hacemos nuestras apuestas antes de desintegrarnos en la noche tropical como Alka-Seltzers negros.

14 de marzo de 2010

¡No lo puedo creer! —dice Pierre golpeándose la frente con su palma—. Otra vez la misma mierda; sólo que ahora son trece los muertos en Acapulco, ¿pueden creerlo? —preguntan los ojos que se asoman detrás de la laptop para posarse sobre nuestra mesa.

—¡No lo puedo creer! —dice Pierre golpeándose la frente con su palma—. Otra vez la misma mierda; sólo que ahora son trece los muertos en Acapulco, ¿pueden creerlo? —preguntan los ojos que se asoman detrás de la laptop para posarse sobre nuestra mesa. El sol está a punto de extinguirse por tercera tarde consecutiva. “No, no, no… Ésta sí que es una verdadera mamada”, nos dice Yvonne a Marizza y a mí y señala a la pareja de ultra-yoguistas famélicos que están parados a unos metros del pelícano. Él la abraza mientras ella ladea sus caderas lentamente y estira los brazos hacia el animal pretendiendo sanar las alas laceradas de éste con un masaje reiki. Me tallo los párpados en un intento por borrar de mis córneas aquella escena exasperante. Pero es inútil, los milagros están diseñados para los ciegos. Me pregunto lo mismo que parecen querer indagar los ojos de mi colega emplumado, quien sigue el movimiento de manos parsimonioso de aquella proxeneta de la demencia con una irritación cada vez más pronunciada. “¿En qué momento el mundo quedó en manos de los imbéciles?”, pregunto con una resignación tan profunda que logra provocar una carcajada simultánea en Yvonne y Marizza. La noche cae de golpe y las estrellas erupcionan en su piel como un brote alérgico que ahora tiñe nuestra ginebra de un azul-abismo. Los militantes del bienestar salen levitando hasta desaparecer en el otro extremo de la playa, dejando atrás a la más reciente víctima del orientalismo chic. Apenas y se puede percibir el contorno del animal torturado, quien ahora cuenta con mi empatía incondicional. “Ahora vuelvo, queridas”, anuncio a Yvonne, Marizza y Zulema. Agarro la botella de ginebra y me encamino hacia el mar. Me despido de mi camarada agonizante con una reverencia y humedezco mi tráquea con una generosa dosis de azul-abismo. Entro al agua y batallo para lograr pasar las olas y poder zambullirme hasta el fondo del mar. Ya sea la falta de oxígeno o una locura desatendida, pero el resultado es que puedo ver a Barbanegra con toda claridad. Me muestra su copa vacía. Qué bueno que traje la botella, esta noche pienso desmentir a mi madre. ®

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Publicado en: marzo 2011, Narrativa

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