BUSCANDO EL SPEED

Lo primero que le dijo cuando lo vio subido al árbol fue que así era como los francotiradores descubrían a los soldados en las trincheras. El Portu de inmediato le dijo a Jean Carlo que se callara, que no estaban en la maldita Primera Guerra Mundial. Jean Carlo no pudo ver la sonrisa con la que El Portu celebró su frase de saludo, pero sí continuó divisando la punta titilante del tabaco que éste se fumaba. Un lucero rojo en mitad de ese pequeño bosque donde ahora se encontraban. Jean Carlo logró dar con El Portu siguiendo señales en el camino, un sistema de indicaciones, descartes y hábitos esclarecedores en aquella noche sin luna y sin nadie en las calles. Para encontrar a El Portu tenía que imaginar qué se puede inventar en un mundo donde todo está inventado, y el tiempo —como el resto de los hombres— se ha echado a dormir. Para encontrar a El Portu tiene que recordar que viven en una ciudad llena de veredas vacías, que los perros son sus únicos habitantes y que a estas horas sólo se puede vivir escondido. Que en el más insospechado de los lugares aguarda siempre la aventura. O al menos ese despertar del sueño de otros que le auguró el brillo del tabaco de El Portu. Una luz que logró divisar a lo lejos no más entrar a ese parque lleno de árboles. Los árboles del Parque Los Libertadores. En esos árboles acostumbran esconderse los malandros cuando son perseguidos por la policía, en esos árboles acostumbran realizar sus encuentros furtivos las parejas de maricones que no pueden por el día, e incluso las patotas de coñoemadres a los que les gusta hacerlo con maricones. Y en esos árboles —arriba en sus ramas— también se divisan las avenidas de la ciudad, que afuera esperan que terminen su tabaco los carajos que acometen la noche sin miedo y con una puta sonrisa beatífica en medio del rostro.

En una noche como esa nunca pasa nada, pero puede ocurrir de todo. Una noche tan linda como esa se puede ir en fumarse un tabaco de sesenta centímetros enrollado en bolsas de panadería. En una noche, gracias a los poderes de ese tabaco, se puede caminar las calles de La Victoria, una, dos, y tres veces. Algunos insomnes desprevenidos los miran pasar por El Terreno camino al Parque Los Libertadores y saben cómo es la vaina. Si ese insomne les pregunta en qué andan, siempre recibe la misma respuesta. Aquí marico, buscando el speed. Tal como le pregunta Jean Carlo a El Portu, una vez que éste baja del árbol y lo saludo. Qué pasó, marico, ¿buscando el speed? El Portu le respondió pasándole el tabaco e iniciando la marcha en medio de los tallos que hacían el camino de salida. Caminaron con calma por la oscuridad y uno le relató al otro los hechos que le condujeron a ese encuentro. El pasaje por la vereda de la casa del Dani, la fiesta que no se terminaba en casa de Chancha, unos cohetes que habían conseguido en casa de Kevin, una tarde completa tomándose fotos porno con Cecilia para subirlas a internet. Nunca mencionaban el camino de retorno, el destino que les esperaba y que sabían. Sólo se limitaron a realizar un conteo de casillas previas a esa caminata en el Parque Los Libertadores.

Cuando pasaron por una de las casetas que tenía el parque, antes de  saltar las rejas metálicas, El Portu se percató de las piñatas. Le señaló a Jean Carlo, que ya tenía media pierna afuera, el grupo de muñecos que yacían en el suelo como si fueran un montón de cadáveres de cartón con ojos de papel. Un grupo de víctimas de una masacre que les miraban desde el infierno de las fiestas infantiles. Contaron hasta quince piñatas. Piñatas de perro, de gato, de pájaros y de varios monstruos indeterminados. No encontraron piñatas de burro. Todas destruidas a palazos por un ejército desconocido de niños anónimos que durante el día celebraron sus fiestas de cumpleaños con ese acto que a Jean Carlo y a El Portu les pareció vandálico, feroz, propio de animales del monte. Jean Carlo agarró una cabeza de pájaro —algo parecido a una lechuza, pero que por el respectivo maltrato era imposible de certificar— y se lo puso en la cabeza. El Portu prefirió no hacer lo mismo, sino que saltó la reja metálica casi si tocarla. Jean Carlo esperó unos minutos, lo vio saltar desde las hendiduras de su máscara y luego siguió sus pasos. O mejor sería decir, su salto.

A pocas veredas del parque pudieron ver Puente Llaguno. Ya desde la vereda del Dani se observaban los cables metálicos que sostenían la estructura, y cuando terminaron de salir a la calle se distinguía completo. Pero no lograron ver personas. Cruzaron la avenida. Vieron hacia los lados mientras cruzaban. Como un acto reflejo, Jean Carlo se quitó la cabeza de lechuza y le dio una patada. La cabeza de lechuza quedó tirada en mitad de la avenida vacía. Siguieron caminando, ya por la vereda que le llegaba por detrás al puente. Todavía seguían sin ver un alma. Desde ese lado, se veía la quebrada de agua que el puente —Puente Llaguno— atravesaba más adelante, se veía la avenida cruzada de a ratos por algún carro a toda velocidad. Se veían los concesionarios de automóviles con sus inmensas paredes de vidrios, increíblemente iluminadas, como cajas de una luz incandescente y atemporal. Llegaron hasta el mismísimo puente y aún nadie aparecía. Sólo la plataforma tendida en el aire esperando ser cruzada. Pero no se la cruzaban. Fue allí cuando escucharon el silbido.

De no haber sido por el silbido no los hubieran notado. Detrás de ellos, escondidos en unos arbustos, estaban los Papa Roach. Todos, sin faltar uno de los siete integrantes de la banda, estaban agachados entre los matorrales. Los Papa Roach se burlaban de ellos pero intentaban no realizar ruido alguno. Y en medio de las risas les hicieron gestos para que se acercaran hasta donde ellos estaban. Acto seguido, Jean Carlo y El Portu fueron a agacharse junto a los otros. Sabían que nada bueno andaban cocinando. Por eso se les unieron gustosos. En todas esas veredas siempre anda alguien enmisteriado. Y éstos, los Papa Roach, son de los peores. Este grupo de ociosos nunca sabe qué nueva maña inventar. Pero a esa hora, todos juntos y agachados seguro andan en una seria. ¿Qué hace una gente escondida en unos arbustos en una vereda vacía?

El Portu le pide razón a Pancholo, jefe de la banda. Éste a su vez le pide un jalón del tabaco que comienza a menguar. Pancholo toma el tabaco, aspira con ganas mientras la luz en la punta se aviva. Una fina línea de humo sale de esa punta y los ojos de Pancholo brillan como si reconocieran algo. Mientras sale el humo de su boca la confirma a El Portu lo que ellos saben. Mango Beach. Procede a contarle lo que sucede. Muy sencillo. Un pocote de tipos escondidos en una vereda, no son más que eso. Un grupo de carajos enmisteriados, ociosos. Una patota de gandules, de vagos, de haraganes, de granujas. Una pila de manganzones, todos fumados esperando que algo pase. O alguien. Exacto. Siete tipos escondidos en unos matorrales esperando que pase alguien. Que una persona en específico pase por allí, y se percate que a pocos pasos acaban de dejar una motocicleta sola. Una vespa Piaggio mal parada, presa fácil para los malandros. O para esos malandros del Sector 5 que andan dando vueltas, jodiendo en las casas, ladillando a las jevas que viven cerca del puente. Verga, sí, estamos esperando a esos carajos a ver si caen.

Y no tardan en aparecer. La suerte, la casualidad, el azar acompañan a El Portu y a Jean Carlo y nomás instalarse una sombra se acerca por la vereda. La sombra pasa junto a la vespa, la mira, vuelve un instante el rostro hacia atrás, pero no se detiene. Mientras, en los matorrales nadie se mueve. La sombra sigue y da la vuelta más adelante, al final de la vereda. Sigue caminando, ya del lado de la avenida, y ahora no deja de mirar la motocicleta estacionada. Se acerca al extremo del puente que da a la avenida, opuesto a los matorrales donde los Papa Roach, acompañados de El Portu y Jean Carlo no dejan de mirarla. Se detiene. Enciende un cigarrillo, comienza a mirar de forma despreocupada la avenida, casi como un vecino vería la tarde caer. Jean Carlo mira a Pancholo y éste le hace un gesto afirmativo. La sombra ahora comienza a cruzar el puente y a medida que lo cruza, producto de la iluminación de la estructura, nos revela por pasajes sus contornos. Moreno, no más de veinte años, con un bigotillo bastante peculiar, ojos claros. La silueta, ahora un rostro que quedará en la memoria de todos ellos, comienza a revisar los cables del encendido de la motocicleta. Logra hacer contacto. Se sube y pone un pie sobre el pedal del encendido.

Nomás poner el pie sobre ese pedal y ya los Papa Roach saltan desde los matorrales aullando como bestias. El ladrón recibe una patada en las costillas y cae el suelo. Producto de la potencia del impacto su cuerpo rueda por la quebrada y de inmediato los Papa Roach saltan en su busca. El ladrón intenta correr pero uno de los perseguidores le aplica una zancadilla. Pancholo comienza a darle patadas y se resbala. El ladrón tiene una segunda oportunidad y corre quebrada abajo. Los otros lo siguen gritando, y uno de ellos —que se quedó arriba, en la acera— le lanza un pedazo de ladrillo. La pieza golpea de lleno en la cabeza al corredor y todos aprovechan para darle alcance. Desde sus puestos de espectadores, sentados sobre el Puente Llaguno con los pies colgando en el aire, El Portu y Jean Carlo observan en silencio. Ven cómo las figuras se lanzan sobre el cuerpo tendido que intenta defenderse con los pies. Ven cómo no pueden distinguir quién lanza patadas, quién puños y quién espera para clavarle el destornillador al hombre recostado. El Portu intenta verle la cara al hombre, algún gesto que revele su estado, pero sólo ve una mancha que se mueve, no sabe si producto de la sangre y los golpes, o del tabaco que ya hace sus efectos sobre él. Le dice a Jean Carlo que la escena parece una araña montada sobre un hombre moribundo. Jean Carlo no dice nada. Mira la motocicleta, muy cerca de ellos, y se levanta. Le hace un gesto a El Portu, quien lo sigue. Encienden la motocicleta. Pasaron junto a los hombres que ahora repartían puñaladas sobre un cuerpo inerte. Se despidieron de ellos a toda velocidad, prometiéndoles devolver la moto. Jean Carlo jaló el acelerador y la moto gritó cuando salía de la vereda.

La vespa Piaggio parece una resplandeciente pieza de porcelana que flota por la avenida. Jean Carlo mira desde lejos —toda la avenida es una enorme recta protegida a los lados de edificios— y espera la luz del semáforo. Cuando la luz pasa a rojo acelera para cruzar a todo el gas que da el pequeño motor. Cierra los ojos en cada uno de esos cruces y escucha a su copiloto reírse a todo volumen mientras el viento golpea sobre sus caras. Hasta ahora no encuentran a nadie que se cruce en su camino, y en la Calle Sena la motocicleta gira y comienza el ascenso hacia el casco viejo de la ciudad. La remontada es breve, y mientras se adentran en las viejas calles de La Victoria aparecen producto de la iluminación de la moto rostros que flanquean las calles. Hacia donde se dirigen sí hay gente despierta.

Finalmente aparece El Callejón Uruguay. A la derecha se abre un pequeño flanco donde algunos faroles avisan una ruta que desciende. Jean Carlo acelera la moto, acelera tanto que el ruido les ensordece por unos segundos, quizá producto del eco que hacía el sonido contra las paredes de esa angosta vía, o por la jauría de perros que comenzó a seguirlos nomás tomar la dirección del callejón. No habían hablado de esto entre ellos, pero toda la noche sabían que iban a llegar hasta allá. La razón de todos sus movimientos desemboca aquí, aunque no termina necesariamente de esta forma. De alguna manera el final de este callejón oscuro es un inicio para ellos. Por eso Jean Carlo aceleró la vespa cuando vio al fondo la casa de Luis Nariz, pero al mismo tiempo sintió que habían pasado años intentando llegar hasta allí. Aunque habían realizado este periplo en incontables oportunidades algo les hacía saber que ésta era distinta. Y no era por el tabaco, o por la matanza que habían dejado atrás. Antes de pisar el freno y detenerse frente a la casa de rejas blancas Jean Carlo pensó en los cadáveres de las piñatas.

La casa de Luis Nariz no tiene seguros en las puertas, de hecho bastó un leve empujón para franquearlas. Un enorme pasillo sin paredes, una sola línea demarcada por luces a la altura de la cintura que llevan hasta el sillón donde tres personas miran fijamente a los recién llegados. El Portu y Jean Carlo caminan cagados de la risa hasta donde los esperan los otros que también sonríen. Nunca hay nadie en esa casa, por ahí pasa todo el mundo. Lo saben ellos porque han recomendado a media humanidad las pepas, los hielos, los clavos, los porros y toda cosa que se inyecte y fume y se esnife y se inhale que puede producir el cuartito de atrás donde Luis Nariz hace posible la magia. Está Luis Nariz con dos mujeres, no le pueden ver las caras hasta que terminan de caminar el pasillo. Cuando llegan hasta ellos está Luis Nariz, está una mujer que ellos no conocen, y está Cecilia. La saludan con un movimiento de cabeza, y Luis Nariz les pregunta en qué les puede servir. Los visitantes toman asiento en el piso y quien los viera desde afuera —quizá asomado desde la ventana de una casa vecina— pensaría que los dos jóvenes están consultando a un oráculo de tres cabezas. Le relatan cómo consiguieron una moto prestada por los Papa Roach y elogiaron la calidad del último Mango Beach que compraron por kilo. Por supuesto, ahora querían otro más. Luis Nariz no tardó en ir por la carga que le solicitaron, mientras El Portu miró a Cecilia como buscando una respuesta. Ésta lo miró fijo, pero no le dijo nada. Miró a la mujer que estaba al lado y detectó la misma lejanía en los ojos y sospecho que ambas estaban en otra parte, a pesar de que sus cuerpos ahora lo observaban a él y a Jean Carlo con aquella sonrisa condescendiente. No quiso imaginar cuánto tiempo tendrían esas mujeres en ese viaje imaginario ni pensar en lo que haría con ellas Luis Nariz una vez que los dejaran solos. Quizá se irían a follar los tres por todo el día, o a lo mejor comenzaban a probar más cosas de la fabulosa despensa que seguro tenían a disposición. El Portu pensó en las nalgas de Cecilia, en ese olor a ceniza y madera que tenía ella y en la forma rara que tenía de gemir cuando acababa. Cecilia follaba mejor cuando estaba hasta las patas de humo. No se explicaba cómo era posible que una mujer follara tan bien cada vez que estaba tan cerca de morirse. Porque si de algo estaba cerca Cecilia cuando se metía algo era más cerca de la muerte que del mismo orgasmo.

Todo esto lo pensó en el minuto que tardó Luis Nariz en traerle la panela de Mango Beach y ofrecerles —cordialmente— un obsequio por cuenta de la casa. Aceptan gustosamente. Cecilia saca un pequeña pipa y la acerca hasta ellos. Con una voz hueca, casi sin aire pronuncia el nombre de lo que están tomando. Les acerca a cada uno la pipa a la boca, les toma con una mano el rostro y con la otra enciende el mechero. Respiran de golpe cada uno, mientras Cecilia les dice susurrándoles el nombre de lo que toman. Hielo. Les dice hielo y a cada uno le mete un beso en la boca. Mientras los besa deja pasar la lengua suavemente hacia adentro para luego retirarse hasta el sofá donde Luiz Nariz y la otra mujer —hasta ahora no saben su nombre— no dejan de mirarlos. En un segundo EL Portu entendió las miradas de Cecilia y la mujer sin nombre, en otro intentó voltear hacia Jean Carlo, pero en ese segundo sintió un tirón desde la tierra y un fuego helado que subía hasta su cabeza. Hielo. Jean Carlo se levanta del suelo y siente que puede salir volando en cualquier instante. Se ríe un poco y toma a El Portu del hombro para salir. Cruzando el pasillo les parece que cada paso es una legua. Es posible que si miraran hacia atrás Cecilia, Luis Nariz, la mujer sin nombre ya fueran un continente perdido. Perdido en el hielo.

Salen muertos de risa del lugar. Tardaron un año en salir, maldita sea, dijo El Portu. No paran de reírse cuando se suben a la moto. No se detienen aun subidos a la vespa Piaggio que no arranca. Y no arranca porque Jean Carlo no deja de reírse e incluso le sube el volumen a sus carcajadas. Alguien les grita desde una ventana vecina y El Portu se baja de la moto, busca la ventana vecina y se ríe aún con más fuerzas. Jean Carlo lo sigue, se abraza a él y ambos comienzan a caminar a tumbos en dirección contraria por donde llegaron. Hacia El Sanjón. A medida que se acercan a la inmensa canal la iluminación del Callejón Uruguay comienza a amainar. Tanto que ya al final de la vía todo está a oscuras. Sólo pueden intuir que El Sanjón está cerca de ellos por el ruido del agua que baja a toda velocidad desde las montañas tras ellos, y por la fetidez que despiden en su viaje hacia el canal que va a la ciudad.

El Portu es el primero en tomar la orilla canal abajo. Jean Carlo le sigue y le dice que no ve un coño. El Portu le dice que ése es el efecto del hielo, que cierre los ojos y que tripee. Al costado las aguas no dejan de roncar como una boca podrida. Jean Carlo imaginó qué pasaría si se lanzara hacia abajo, si era posible que se matara con el golpe, o que su cuerpo —quebrado, producto de múltiples fracturas— quedara a merced de las ratas, los gatos, los perros e incluso los indigentes que habitan abajo. No se percata de que dos hombres se acercan hasta ellos, caminando con la misma calma y cuidado con que ellos lo hacen. Se da cuenta casi al final del camino, ya a punto de salir a la avenida. Se acercan a ellos dos policías.

El procedimiento es rápido. Y las burlas y advertencias de los policías hacen las cosas más fáciles. El Portu y Jean Carlo están petrificados, sin responder a lo que los otros le dicen, y de hecho con una inexpresividad rampante. El Sanjón, el hielo, los policías. Ahora son los otros quienes se ríen. A carcajadas les quitan el dinero, la mitad del Mango Beach, y hasta les quitan los zapatos. Les dicen que se vayan tranquilos a pasar la traba para otra parte. Los brazos de Jean Carlo, en alto, dejan pasar un sudor copioso como si se estuvieran derritiendo. Cuando El Portu intenta reírse uno de los policías no le deja continuar. El golpe que le propinó fue tan fuerte que lo tiró sobre Jean Carlo. Los dos quedaron boca arriba, mirando hacia los policías, como esperando una respuesta. Los uniformados no responden. Sólo siguen zanjón arriba hasta que desaparecen.

El retorno de Jean Carlo y El Portu es silencioso y —obviamente— descalzo. Tuvieron que esperar un par de horas en la avenida hasta que avistaron un microbús destartalado. Subieron a la cabina sin saludar a nadie y tomaron asiento en el suelo. Los otros pasajeros —cuatro en total— no les dirigieron la palabra, pero sí notaron con sus miradas los pies descalzos y mugrientos de esos dos. De igual manera si hubieran querido hablar no hubieran podido. En el interior de la cabina sólo se podían escuchar las canciones rancheras que ponía el conductor mientras manejaba. Eran corridos cantados por unas voces rasposas, gentes muy al tono de los viajeros que ahora estaban en el piso de ese microbús amanecido. Esas canciones retumbaban en el estómago del vehículo haciendo que —de alguna rara forma— su desplazamiento ya de por sí accidentado semejara al de un avión en mitad de una turbulencia.

El microbús se detuvo frente al Parque Los Libertadores. Jean Carlo le acercó dos monedas al conductor y éste las tomó sin volver el rostro. Jean Carlo y El Portu miraron cómo la camioneta se alejaba y seguidamente cada uno notó que continuaban sin zapatos. Cruzaron la avenida. Cruzaron El Terreno. Saltaron sin contratiempos la reja metálica. Y quizá por el amanecer que ya comenzaba no distinguieron de entrada el fulgor. Sólo cuando se internaron dentro del pequeño bosque de árboles —son mangos, ciruelos, tamarindos, algunas acacias— fue que se entendieron de donde provenía aquel olor y esa raro brillo.

Entre las ramas, y formando una hilera frente a ellos, los cadáveres de las piñatas guindaban encendidas en llamas. El Portu y Jean Carlo no se atrevieron a pronunciar palabra. Cada uno pensó que si era tan extraordinario y aterrador lo que sucedía, no era necesario despertar. Cada paso era la comprobación de un cadáver incinerándose. Las cenizas de las piñatas se expandían como una leve nevada negra. Con el amanecer esas cenizas se notaban aún más. Una nieve negra que caía sobre ellos. Sobre dos caminantes deslumbrados que seguían un sendero de fuego. Todo lo que había pasado hasta ahora cobraba el brillo del papel quemado. Y de un día que se incendia a fuego lento. Subieron al árbol donde se encontraron. Las ramas se sentían distintas al contacto de los pies descalzos y con el efecto del hielo aún en el cuerpo. El sol comenzaba a pegar en sus rostros. Jean Carlo notó el ojo amoratado de El Portu cuando estuvo junto a éste. Desde la última rama podían ver la avenida. El Portu buscó entre sus bolsillos y consiguió lo que buscaba. Sacó el tabaco y comenzó a encenderlo. Jean Carlo iba a recordarle a El Portu la historia de los francotiradores y las trincheras cuando un balazo le destrozó el cráneo. ®

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Publicado en: Julio 2010, Narrativa

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