Cine de viajes II

Hacia rutas salvajes, de Sean Penn

Todos lo oyeron pero nadie recordaría más tarde si había sido un grito de inmenso júbilo o un grito de profunda y definitiva desesperación.
—Michael Ende, Las catacumbas de Misraim

En 2007 Sean Penn estrenó Hacia rutas salvajes (Into the Wild), filme que narra el extraordinario viaje de Christopher McCandless. A pesar de estar basada en hechos y personas reales, creo que es la forma de presentarlos lo que convierte a esta obra en un homenaje a una búsqueda vital, evitando tanto la afectación como las soluciones simplistas y tranquilizadoras.

Chistopher fue un joven estadounidense que de pronto cortó todo contacto con su familia, donó sus ahorros y viajó durante más de dos años por América del Norte: conoció gente, aprendió oficios y se preparó para su principal objetivo: vivir en Alaska, alejado de la civilización. Aunque estas decisiones son sin duda temerarias y lo exponen a numeroso peligros, no creo que podamos considerarlo un héroe en ningún sentido tradicional. En primer lugar no se trata del “viaje del héroe”. Gabriela Onetto explicó con claridad en qué consiste este elemento habitual en los itinerarios heroicos: el descenso a los infiernos (https://revistareplicante.com/el-descenso-a-los-infiernos/) “Dentro de la mitología es frecuente encontrar en la aventura del héroe la fórmula que estructura los ritos de iniciación: separación – iniciación – retorno. Cuando empieza lo que será la hazaña, el viaje mismo del héroe, hay un tránsito del mundo cotidiano, el de todos los días, hacia un mundo sobrenatural lleno de portentos; allí se enfrentará a pruebas, tendrá aliados y adversarios, conocerá realidades asombrosas y sufrirá una transmutación interior de la que emergerá conociéndose mejor, teniendo mayor conciencia de sus fuerzas. Luego, el héroe regresará al mundo del que partiera al principio, pero con la posibilidad de entregar algún tipo de don, mensaje o guía a sus pares”.

El caso de 127 horas

Sin necesidad de alejarnos hacia fechas A.C., un claro ejemplo del descenso a los infiernos es el filme 127 horas (127 Hours, Danny Boyle, 2010), también basado en un hecho real: Aron es un montañista estadounidense que durante una excursión sufrió un accidente por el que su brazo quedó atrapado entre una roca y una pared, cuando estaba completamente solo. Dado que la historia es célebre, me atrevo a contar el final: cuando estaba al borde de la muerte por deshidratación para escapar debió cortarse el brazo. Aunque Aron critica explícitamente su imagen de héroe (es justamente por creerse un héroe que viajó solo, sin avisar a nadie a dónde iba) todo el filme muestra una imagen positiva del protagonista antes, durante y después del accidente: es divertido, atractivo (interpretado por James Franco), logra recuperar el control tras sus breves momentos de total desesperación y no hay ni un solo encuadre que lo ridiculice. Un héroe no es lo mismo hoy que en las antiguas mitologías, ni siquiera es lo mismo que hace veinte años, justamente porque lo que define al héroe son los atributos que valora cada cultura, pero lo que se mantiene constante es la hazaña: superar dificultades extraordinarias es lo que convierte al hombre en un ser extraordinario. Por eso su autocrítica es insignificante ante la admiración que provoca. Incluso su capacidad para admitir sus defectos es una característica que el público desea ver en un héroe de hoy.

El hecho de que un héroe desee superar terribles pruebas para regresar al mundo cotidiano le da valor a ese mundo. En el caso de Aron, cuando alucinó a su futuro hijo decidió que valía la pena someterse a la tortura de cortar su propio brazo. En el momento en que con música triunfal se suceden breves imágenes del alegre futuro de Aron, se incluyen también imágenes de masas humanas (un estadio, una estación de tren, una maratón e incluso un encierro de toros) que aparecieron al principio, pero su sentido cambió: al principio son de lo que hay que huir hacia los paisajes paradisíacos pero al final del filme se resignifican como aquello a lo que vale la pena volver. Es decir: el retorno del héroe se convierte en una legitimación del mundo al que regresa que, además, es el mundo del espectador.

Ni héroe ni antihéroe

Pero volvamos a Hacia rutas salvajes (también conocida como Camino salvaje), la historia de Christopher. Como señala Onetto, el héroe debe separarse del mundo cotidiano y luego regresar a él. Pero en primer lugar, el mundo del que se separa Christopher no es algo que él pueda añorar sino que se aleja de un ámbito de violencia. Me gustaría señalar que el maltrato al que Christopher y su hermana Carine no es algo excepcional y además la primera crítica que oímos a Christopher decir sobre su entorno podría haberla dirigido a cualquier sociedad capitalista: “No necesito un coche nuevo, no quiero un coche nuevo, no quiero ninguna cosa, estas cosas, cosas, cosas”. Lo dice en un tono que no puedo definir entre el asco y la exasperación. Christopher no transita su viaje con la añoranza del mítico Ulises y ésta es la primera característica que lo diferencia del héroe.

Cuando vi las últimas imágenes de Hacia rutas salvajes recordé el final de Easy Rider en que la toma se aleja del suelo para mostrar una imagen aérea de la carretera, el lugar donde los protagonistas, Wyatt y Billy, agonizan o acaban de morir (no vemos los cadáveres, pero la escena es de tal violencia que el resultado no podría ser otro).

Christopher no es indiscutible en sus acciones, no sabe lo que hace y en ningún momento está en control de la situación. Es coherente como personaje al caminar con la frente en alto, dejar atrás su coche y quemar su dinero sin dudar: un joven que toma esas decisiones necesita considerarse a sí mismo un héroe. Pero el filme se encarga de contradecirlo en varios detalles (que hacen evidente en el adulto restos de la infancia), pero voy a detenerme sólo en un ejemplo que lo diferencia claramente del héroe: el personaje de Wayne, el perfecto antihéroe. Además de jefe de Christopher, Wayne se convierte en un amigo y un modelo a seguir, ya que tiene todas las características que vimos en Aron, con la diferencia de que su éxito también se extiende a actividades ilegales. Luego de décadas de filmes que cruzan la acción y la comedia, en el cine el antihéroe es la forma más conocida de héroe, hasta el punto que su ejemplo extremo, Hancock (Peter Berg, 2008), ni siquiera sorprende. Por eso considero que Wayne es la figura más parecida a un héroe (sospechamos sus hazañas, pero deben permanecer ocultas) que contrasta con las limitaciones de Christopher, que por su parte es encantador y tiene la valentía y la integridad extrema propia de la juventud inexperta, no de los héroes. Pero esa misma inexperiencia y la curiosidad que conlleva impiden que tome una actitud de superioridad.

Creo que esta visión de Christopher como un ser con limitaciones es la misma que los otros personajes tienen sobre él. Uno de los aspectos del filme que me resultó más llamativo fue la clase de amor que se comparte: desde la adolescente enamorada al anciano que quiere adoptarlo para protegerlo, todos los personajes le dan a Christopher lo que tienen y obtienen de él lo que él ofrece: su trabajo, su visión, su cariño. Nadie le recrimina que vuelva a alejarse, incluso si demuestran cuánto lamentan su partida. Todos, en mayor o menor medida, son a la vez favorecidos y heridos por su paso.

Otro de los aspectos que diferencian a Christopher del héroe cinematográfico es la banda sonora que acompaña su viaje. Se evitan los sonidos obviamente digitales y se priorizan las cuerdas y la percusión, además de contar con canciones compuestas por Eddie Vedder exclusivamente para el filme. Lamentablemente no tengo el conocimiento necesario para analizar la banda sonora en profundidad, pero me gustaría destacar que a lo largo de toda la película sostiene un ritmo pausado. Creo que es una de las razones principales por las cuales no tenemos la sensación de estar ante una película de acción, mientras que 127 horas, a pesar de tener a su protagonista inmovilizado, sí da esa sensación justamente gracias a la banda sonora.

Sobre el final (sólo para quienes quieren conocerlo)

Cuando vi las últimas imágenes de Hacia rutas salvajes recordé el final de Easy Rider (estrenado en castellano como Buscando mi destino o Busco mi camino, Dennis Hopper, 1969) en que la toma se aleja del suelo para mostrar una imagen aérea de la carretera, el lugar donde los protagonistas, Wyatt y Billy, agonizan o acaban de morir (no vemos los cadáveres, pero la escena es de tal violencia que el resultado no podría ser otro). Su muerte se debe a un ataque en apariencia absurdo: los protagonistas viajaban por una carretera a bordo de sus motocicletas cuando dos hombres en una camioneta deciden dispararles para “asustarlos”, luego de hacer comentarios sobre el largo de su pelo. George, un compañero de viaje, les explicó que motoristas como ellos, con su apariencia y su estilo de vida, representan la libertad que otros envidian: “No le digan a nadie que ellos no son libres, porque entonces van a dedicarse a matar y mutilar para demostrar que sí lo son”. Aunque tenga un sentido muy claro y hayan sido hasta cierto punto previstas por el guión, estas muertes resultan absurdas: tan largo viaje para encontrar la muerte en la estúpida ocurrencia de un par de retrógrados.

Hacia rutas… termina casi con el mismo movimiento de cámara, pero con las posibilidades que la tecnología le dio al cine: del detalle de la sonrisa (casi podría jurar que es una sonrisa) del cadáver de Christopher el cuadro se amplía hasta mostrarnos el autobús abandonado donde el protagonista pasó sus últimos meses (alcanzando su objetivo: Alaska) y donde murió, y el maravilloso paisaje que lo rodea. Pero a diferencia de Wyatt y Billy, la muerte no lo toma por sorpresa, se ha preparado para esto e incluso escribió un mensaje de despedida, y es un mensaje de felicidad como si la muerte fuera, tras un viaje semejante, un final feliz.

Christopher sonríe pero también grita de dolor. Sin embargo, el grito no se oye. Hay un sufrimiento evidente y no se ahorran imágenes del cuerpo demacrado por la intoxicación que lo llevará a la muerte. Pero al reemplazar el sonido del grito por la voz calma de Christopher que le habla a sus padres el filme subraya el momento de claridad que el personaje atraviesa. En lugar de ese grito, mientras el cuadro se abre, como dijimos, ante el paisaje de Alaska, Eddie Vedder incluye entre los últimos sonidos del filme unos pocos segundos de su voz. Vedder no grita, canta (es un fragmento de la canción “Hard Sun”), y es la misma voz que oímos cantar cuando Christopher, en la cúspide de la felicidad, observaba Alaska a sus pies. A mi entender éste es un final feliz, implica que a pesar de que Christopher pagó con su vida el derecho a buscar su verdadero ser (el personaje insiste en su búsqueda de la verdad) ése es un precio justo (y éste vendría a ser un sentido exactamente opuesto al de 127 horas). Pero debo admitir que ésta es la opinión extremadamente parcial de alguien que eligió abandonar la ciudad para radicarse a orillas de un río en la Cordillera de los Andes. El filme no es tan evidente en sus valoraciones, no muestra a la naturaleza como el ámbito bucólico o misterioso del romanticismo, sino como una fuente de belleza pero también de peligros que no tienen nada de heroicos. Mil detalles que ahora no podría enumerar promueven una visión crítica de este viaje, pero en especial el dolor causado a la familia McCandless. Por eso les propongo que vean Hacia rutas salvajes y decidan ustedes si Christopher en verdad sonríe antes de morir. ®

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Publicado en: Cine, Junio 2012

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