Ciudad doliente de Dios

Fragmento de una novela

© Robert Doisneau

Muy bien. Llenemos el mundo de visiones. Si detrás de los objetos y criaturas ordinarios creemos percibir imágenes más dignas de nuestra contemplación, abrámosles la puerta. Si lo que nos rodea nos ha saturado los sentidos, si ya sólo percibimos sus líneas más deslucidas, su naturaleza más opaca y muerta, si nos tiene hartos, abramos la puerta a las visiones. Que suplanten este mundo que creemos de mentiras, que borren lo que es innoble, lo inarmónico, lo cruel y lo romo y lo vulgar, que arrasen con todo. ¡Instauremos el reino de la luz más alta! Abramos los ojos y dejémoslo entrar.

Siempre he dicho que esa es la parte más fácil. Si me afano, si me encadeno a una férrea disciplina, si exprimo hasta la última gota de aspiración sublime de mi espíritu, de mi intelecto, ¡ya verán! Es muy sencillo. Me siento aquí y contemplo; verdaderamente abro los ojos, veo para atravesar la realidad. Y entonces siento las caricias del mundo —el visible, el invisible—, me dejo tocar, los sentidos alerta y sin oponer resistencia. Luego reflexiono, imagino. Me preparo para el gran acto de la creación. Construyo un universo en un instante; ante constatación tan rotunda de los poderes de la imaginación no se puede más que creer. Lo que yo percibo es sin duda portentoso. Asomo a un universo de trazado perfecto, armónico, ¡vivo! Es infinito. Y me abraza. Soy todo admiración.

¡Basta! ¡Dejémonos de tonterías! Hay que aprender a desconfiar de las imágenes. Hay que aprender a leer una imagen de múltiples formas, interrogarla con los hierros de la razón hasta que estallen todos los significados, aunque ya no quede después entre sus restos nada qué creer. La cáscara vacía. Dije que era sencillo poblar la vida humana de visiones, pero en el fondo sé que es todo un engaño, o una realidad de tan múltiples rostros que al menos uno de ellos podría ser engaño: justo ese rostro de sublime belleza en que busco quedarme enganchado. Dije que era fácil como ignorando que sigo golpeándome la cabeza contra los muros —en sentido figurado— sin lograr armar el maldito rompecabezas. Empiezo a hablar rastreando el significado de las palabras que me salen a borbotones por la boca (pero no, esa es otra imagen. Estoy callado, llevo días sin hablar con nadie, sin pronunciar palabra, y el torrente estalla sólo en mi cabeza) y me arrastra la corriente, me pierdo en uno de los millares de caminos que se abren ante mis pies y justo cuando quiero apostarlo todo por la veracidad, la grandeza, la naturaleza sagrada de una imagen, tropiezo, caigo, fracaso.

Porque, como bien saben, existe en el éter pródigo todo tipo de imágenes. Pongamos un ejemplo. Asomemos a ésta. Veámosla bien, los sentidos abiertos, sin perder detalle. Y entonces me dirán qué es lo que queda:

Algún día —tarde o temprano, porque el horror no quedará oculto; no queda oculto nunca— vas a saber lo que sucedió una húmeda mañana de finales de diciembre en un lugar remoto, muy lejos de la ciudad arrogante y vencida, con sus palacios de cristal y su mugre y sus crímenes; un lugar que no aparecía en los mapas, invisible, que no apareció en el rostro ni en la conciencia del mundo hasta que fue teñido de sangre; una hondonada a la que se bajaba por una pendiente empinada y lodosa, un tosco camino que se abría junto a la carretera al pasar una de las curvas que se multiplicaban montaña arriba entre plantíos de café y árboles altos de hojas brillantes bajo la lluvia leve y tenaz, que hacía elevarse en el aire las fantásticas volutas de la bruma; un claro entre el conjunto de casuchas apiñadas al pie de la pendiente —tablas y plástico, chozas de refugiados— en esa especie de cuenco protector (pero esa cualidad era ilusión, era un engaño) excavado en la montaña que habría de convertirse en una trampa, la caldera donde herviría la sangre derramada por una fuerza de fiera desatada más oscura e incomprensible que el odio bajo el manto de la bruma que seguía peinando el follaje con sus dedos suaves de algodón, bajo un cielo plomizo por la lluvia y por la niebla que otra mañana se mostraría, quizá, límpido e inabarcable; un cielo extenso y puro que el campesino miraba alguna vez interrumpiendo su dura faena y pensaba quizá que era benigno —a pesar de la penuria y la pobreza: benigno, el cielo de su infancia, de sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos, en un paisaje de verdor y quietud que imponía su belleza aun entre los tristes jirones de la miseria—, desgranando la noción de eternidad que conocía entre los dedos ásperos que acariciaban las cuentas coloradas del café y la firmeza del maíz maduro mientras el alma se iba lejos, se abría camino entre la maleza y el lodo y la selva más allá, imaginando la libertad, su sabor dulce y agrio, porque habría de saber como la sangre.

Hay que aprender a desconfiar de las imágenes. Hay que aprender a leer una imagen de múltiples formas, interrogarla con los hierros de la razón hasta que estallen todos los significados, aunque ya no quede después entre sus restos nada qué creer. La cáscara vacía.

Sabrás, no tendrás más remedio que conocer la historia de aquellos hombres, mujeres y niños (sobre todo mujeres y niños) que rezaban aquel día de aquel húmedo diciembre, el corazón estrujado por el miedo luchando sin embargo por alzarse hasta las puertas de la fe, rezando por la paz y por sus vidas, mientras allá en la ciudad las luces, los gestos rituales y un tanto desgastados del amor y la fiesta eufórica pasaban un velo sobre los ojos de sus habitantes y despertaban un rumor incoherente que no les permitirían ver el último gesto de agonía ni escuchar, hasta que fuera tarde ya, el clamor de aquellos hombres, mujeres y niños que hundían las rodillas en la tierra apisonada y húmeda de su templo improvisado para orar y pedir clemencia por sus vidas —que en el temblor mismo del cuerpo se sabían amenazadas—, después de las casas incendiadas, calcinado hasta el último retazo de su pobreza; amenazadas aún después de la huída, el desarraigo, el terror, el frío y el hambre descalzos bajo lluvia y viento, andando y andando en el lodo traicionero, los niños en la espalda, los niños naciendo en el camino, muriendo en el camino (neumonía) y enterrados en el camino, y las madres sin nada qué comer; amenazadas, digo, pendiendo en ese momento del frágil hilo de la oración, un hilo límpido que corta aquello que no es destino, sino el odio insaciable de los hombres.

¿Por qué un grupo de hombres de uniforme y fuertemente armados se quedó detenido durante horas en esa curva de esa carretera, aguardando, mientras subían hasta ellos a través del aire que había sido limpio los alaridos de espanto y de dolor, los gritos de los heridos que morían a machetazos al descubrirse que no habían sido vencidos por las balas? ¿Por qué los soldados que seguían transitando por la carretera, ésos, los mismos que solían matar el tiempo espantándose las moscas unos metros atrás, en su puesto de control en la otra curva, las miradas oscuras iluminadas por una chispa fría como el metal, oyeron el clamor de aquellos a quienes decidieron de antemano condenados, vieron a los hombres de uniforme orgullosos en su impavidez, engreídos por su dureza, que aguardaron horas —porque fueron horas, seis, siete horas, los verdugos persiguiendo a sus víctimas hasta el último escondite, bajando tras las mujeres que rodaban por la pendiente lodosa con sus niños aún sujetos a la espalda—, hasta que se extinguió el último quejido y el último reguero de sangre impregnó el lodo, y no hicieron nada? ¿Por qué aquellas mujeres, hombres y niños fueron rodeados y atacados por la espalda mientras rezaban ante un humilde altar bajo papeles de colores en una iglesia hecha de tablas y láminas de asbesto y palos? ¿Por qué bajaron tantos hombres armados para la guerra, vestidos de negro y azul, tensos los músculos, una jauría furiosa corriendo pendiente abajo? ¿Por qué iban armados como para cruenta batalla contra gente indefensa: cuchillos, cuernos de chivo y hasta radios de comunicación? ¿Bajo las órdenes de quién, por quién organizados, aconsejados por quién de desayunar fuerte ese día porque les esperaba una tarea de barbarie que hubiera debido quitarles el apetito para siempre? ¿Por qué dispararon? ¿Por qué abrirían fuego sobre gente pacífica, indefensa, que rezaba? ¿Por qué persiguieron a los heridos hasta su último refugio entre ramas que se quiebran y sangre y lodo, donde se dieron cuenta de que no había más sitio a dónde correr? ¿Por qué las víctimas fueron rematadas con bala y machete? ¿Por qué fue abierto a machetazos el vientre de las mujeres encintas y expuesto su fruto, masacrado ya antes de ver la luz, ante la mirada de sus hijos, sus esposos? ¿Por qué ultrajaron así a las mujeres asesinadas, con saña que las palabras no podrán describir nunca, brutalidad sistemática que se repite en uno y otro lugar sobre la tierra con la misma lógica siniestra? ¿Por qué tuvieron que ver los niños cómo eran asesinados sus padres, sus hermanos? ¿Por qué murieron niños en los brazos de sus madres? ¿Por qué los que quedaron vivos tuvieron que ocultarse durante las largas horas que le colgaban al día bajo cadáveres, bajo los cuerpos de su familia asesinada y el lúgubre silencio, sin oír ya más que el golpe de sus propios corazones desbocados contra el pecho, el sonido atropellado de su llanto preso, estertores de espanto que a duras penas pueden contener y el estallido de la incredulidad y del horror resonando como un cañón inmenso en su interior, una ola gigantesca de indecible violencia que va creciendo, creciendo, hinchándose hasta derrumbarse en la playa golpeando al que la observa, quebrando sus huesos, reventando su boca, borrando toda luz, así, así durante toda la eternidad del día, hasta que se hizo de noche y se atrevieron a deslizarse sigilosos y alertas, como animales perseguidos, alejados del camino y sus escasas luces, del campamento militar cuyos soldados, de advertir su movimiento, los habrían quizá matado como conejos? ¿Por qué se movió a los cadáveres antes de que ninguna autoridad tuviera tiempo de llegar al lugar del crimen? ¿Por qué se les llevó a la ciudad más cercana apilados en la parte trasera de una troca, sin miramiento alguno, como se apilan las reses desolladas de los carniceros? ¿Por qué los soldados lavaban al día siguiente los muros de la iglesia, tratando de ocultar la sangre? ¿Por qué la impenetrable soledad que acompañará para siempre a los sobrevivientes? ¿Por qué los huérfanos? ¿Por qué los asesinos libres, por qué libres, innombrables, los que dieron las órdenes, aunque los veamos llenarse de honores y poder y fortuna por los amnésicos caminos del mundo, y por qué el simulacro policiaco y la risa burlona y el alcohol que embrutece borrando en la conciencia las manchas de la sangre y de la culpa y unas míseras monedas envenenando la pobre mesa en que comen la mujer y los hijos del asesino, con los ojos envenenados de mudo espanto? ¿Por qué una niña ciega con el rostro atravesado por la grotesca cicatriz que dejó el machete al abrir la carne? ¿Por qué la mujer de sonrisa aún dulce que cuenta, bordando, dejando perder a ratos la mirada en la montaña, cómo ese día murió toda su familia y se quedó así como nos habla, sola?

Las palabras de los hombres nunca lograrán articular respuestas, ni una sola. Jamás. ¿Qué lenguaje podría contener una verdad así? El oleaje incesante del mundo jamás otorgará descanso a la conciencia del crimen, ni el desgastado lenguaje de la prensa será una tumba justa para esos muertos que los vivos terminarán prefiriendo hundir en un imposible olvido. Los mismos vivos no llegarán a entender nunca cómo el peso del silencio y el olvido oprimirá su corazón, rodeando sus vidas de tinieblas, hundiéndolos en un sopor que es doloroso y sangra y sin embargo ignoran, porque reconocerlo volvería la vida intolerable.

¿Qué lenguaje podría contener una verdad así? El oleaje incesante del mundo jamás otorgará descanso a la conciencia del crimen, ni el desgastado lenguaje de la prensa será una tumba justa para esos muertos que los vivos terminarán prefiriendo hundir en un imposible olvido.

Pero conocieron la historia, días después. La verían inmortalizada como un espectáculo grotesco en las imágenes obsesivamente repetidas de las víctimas. En los humildes zapatos de plástico abandonados en la huída, las prendas de ropa ensangrentada atoradas en las ramas de los árboles. Pagarían su cuota de pertenecer al universo de lo humano con ese estremecimiento que estruja las entrañas; no sabrían dónde esconder las manos para ocultar su temblor, la lengua pastosa y seca paladeando el sabor acre del miedo, del horror como una fuerza omnipotente que rebasa el mundo, cualquier manifestación natural del mundo; pagarían con la incapacidad abismal de comprender, de mirar a hombres y mujeres a su alrededor y creer que criaturas así son capaces de cargar el crimen en sus espaldas y seguir adelante, dormir con sosiego mientras el sueño borra las líneas de sus rostros y parece —cómplice, brutal— convertirlos en ángeles.

Miras la imagen sabiendo que ésos, los que siguen adelante con las manos teñidas de sangre, son tus semejantes. Una luz se apaga para siempre. Pasas el resto de tu vida interrogando a los objetos de la creación y encuentras fuentes cristalinas, manantiales deliciosos de renovada pureza dónde abrevar, pero nunca más esa luz impoluta que había brillado en tu jardín de inalterada armonía, aún si solitario; aun si, en la soledad, sombrío.

Ponle un nombre, si puedes, a este fantasma de mil cabezas, al fresco monumental y terrible que va pintando, envenenando a todo aquel que deja atrás la ciega, ciega inocencia. ®

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Publicado en: Junio 2011, Narrativa

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