Contra la lectura

Reflexiones de un vendedor de libros

En el siglo XXI nadie puede confiarse así como así a eso llamado “cultura”. No al menos a ojos cerrados y sin una coraza de burlón escepticismo ante quienes la glorifican con discursetes bienpensantes mientras se llenan la panza y los bolsillos.

"Lectura obligatoria", ilustración de Pavel Kuczynski.

«Lectura obligatoria», ilustración de Pavel Kuczynski.

Los discursos, hoy abundantes, que enaltecen la actividad de la lectura hasta convertirla en una especie de operación religiosa —como, en efecto, alguna vez lo fue—, están tan grotescamente signados por la hipocresía que más valdría ahora exponer argumentos en su contra. El que la lectura sea considerada, según estos discursos, una actividad “de conocimiento de sí mismo y de los demás” —sólo por citar una entre un sinnúmero de frases charlatanas—, acaba transformando a quienes se dedican a ella —los críticos, los escritores, los académicos— en curiosos depositarios de la verdad de la vida, una carga tan pesada como la misma autocomplacencia con que esta gente la asume.

Pero eso es lo de menos.

Se podría señalar la procedencia de esta hipocresía en la propia comercialización del libro, en las mismas campañas publicitarias —verdaderas cruzadas— emprendidas por las megaeditoriales y las grandes librerías, que por obvias razones logran sacar de la manga cualquier frase para el bronce de la lectura. Por supuesto, como ya lo consignaba Raymond Chandler en El simple arte de matar (1944), se trata de una promoción del best–seller por parte de “ciertos grupos de presión demasiado poderosos, cuyo negocio consiste en vender libros, aunque prefieren que uno crea que están estimulando la cultura”. Desde luego que sí, pero tal vez la idea misma de la lectura en cuanto modo de perfeccionamiento personal provenga de más lejos.

En algunos pasajes de El nacimiento de la tragedia hay un marcado desprecio hacia la excesiva lectura, en la medida en que se huele en ella un tufo de pesimismo ilustrado y, por tanto, de nihilismo: leyendo está el “hombre teórico”, aquel producto socrático, reblandecido, pesimista…

Séneca, por ejemplo, recomendaba leer y transcribir lo leído como una forma de autoconocimiento, y más aún, tal cual advirtió Foucault, en tanto acción determinante en la búsqueda de la constitución de un “cuerpo”: “No como un cuerpo de doctrina, sino como el propio cuerpo de quien, al transcribir sus lecturas, se las apropia y hace suya su verdad”. Es cierto que Séneca, hasta donde hay noticias, no fungía como agente de ventas de editorial alguna —aunque sí como pilluelo malversador de fondos muy cercano al poder—; es cierto, también, que sus prescripciones se centraban en la lectura de sólo uno o dos autores en profundidad, pero su tan alta —y ciertamente categórica— valoración de la lectura no deja de resonar en los tan bienintencionados discursos de hoy. ¿Acaso siempre es preferible leer a no leer?

Si para Séneca se trataba nada menos que de constituirse un cuerpo y acceder al cultivo de sí a través de la lectura —entre otras acciones, como escribir y conversar consigo mismo—, siglos después, para otros como Nietzsche, la lectura será considerada un fuerte signo de la pérdida de vitalidad. En algunos pasajes de El nacimiento de la tragedia hay un marcado desprecio hacia la excesiva lectura, en la medida en que se huele en ella un tufo de pesimismo ilustrado y, por tanto, de nihilismo: leyendo está el “hombre teórico”, aquel producto socrático, reblandecido, pesimista, que en su dudoso afán de cultura “no se atreve ya a confiarse a la terrible corriente helada de la existencia”.

La advertencia de Nietzsche se enmarca dentro de un siglo que le apostó enfermizamente todas sus fichas a la cultura. Hoy suena algo anacrónica, tal vez, pero uno como vendedor de libros viejos a veces cree, guarecido en su local, que de pronto hay algo de eso en su tendencia a parapetarse ahí, entre los libros, a salvo de la terrible, de la en ocasiones aburridísima, complicada y cabrona corriente cálida de la existencia: leyendo, leyendo incluso a quienes recomiendan no leer o, por lo menos, no leer como si en ello se nos fuera, literalmente, la vida.

De cualquier manera, en el siglo XXI nadie puede confiarse así como así a eso llamado “cultura”. No al menos a ojos cerrados y sin una coraza de burlón escepticismo ante quienes la glorifican con discursetes bienpensantes mientras se llenan la panza y los bolsillos: “Atrásese un poco en sus pagos —concluía Raymond Chandler— y descubrirá cuán idealistas son”. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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