Crear un mundo autónomo

Chéri, de Stephen Frears

Un acierto en la elección de sus actrices y sus actores, el de Stephen Frears, quien con elegancia y donaire sabe retratar ese amor entre edades contrastantes, casi entre padres e hijos…

Hay algo en las relaciones íntimas entre viejos y jóvenes que repele y al mismo tiempo provoca reacciones secundarias encontradas; por una parte, la franca mofa, por otra parte, cuando se reflexiona con detenimiento, una profunda ternura. Ante todo, se impone la burla ante el interés de dos individualistas que persiguen fines particulares mediante la mutua explotación de sí mismos. Las personas de edad, por lo general, cuentan con dinero, poder, experiencia, son aquellos que hacen que las cosas sucedan. La juventud contribuye con su lozanía, docilidad de pensamiento y espíritu inclinado al juego. La combinación, cuando se da, de unos y otros elementos conduce a una de las síntesis sentimentales más perfectas aunque, como todos los convenios humanos de carácter informal, dura poco tiempo. A Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954), quien a sus escasos veinte años contrajera nupcias con el musicógrafo y humorista Henri Gauthier-Villars, apodado Monsieur Willy, una experiencia similar no debió resultarle desconocida. Colette fue una novelista que exploró el amor, la sensualidad y los celos, a través de la visión de una serie de personajes femeninos que caen de lleno en el libertinismo, más que el libertinaje, es decir, la exploración personal de los alcances de la propia libertad, casi concebida como postura de principio y filosofía de vida.

Con cierto retraso llega a las pantallas la cinta Chéri (2009) de Stephen Frears quien, junto con el libretista Christopher Hampton, ya había hecho una magnífica adaptación de Les liasons dangereuses (1782) de Choderlos de la Clos, titulada Dangerous Liaisons (1988), muy superior al Valmont (1989) de Milos Forman, basada en esta ocasión en dos novelas de Colette, Chéri (1920) y La fin de Chéri (1926). En Dangerous Liaisons Glenn Close, John Malkovich y Michelle Pfeiffer son los protagonistas, el carácter de la obra, su dramático final y los lamentables decesos establecen un punto de contraste con Chéri, si bien también existen similitudes o puntos de coincidencia. El más obvio de ellos sería que en ambos casos se trata de autores franceses que abordan relaciones íntimas, ubicados en un pasado más o menos distante, con un elemento humano en común, la presencia de Michelle Pfeiffer (1958), en la primera cinta en sus despampanantes treinta, en esta última en sus gloriosos cincuenta. Antes los gloriosos eran los cuarenta, como antesala de una estrepitosa decadencia, ahora con la dieta adecuada y el ejercicio, la tolerancia ha ido en aumento. Michelle Pfeiffer hace el personaje de Léa de Lonval, una afamada cortesana y buena administradora de sus bienes, quien en sus primeros años de retiro decide ayudar a otra compañera en el oficio, Charlotte Peloux (Kathy Bates), también adinerada, y entretenerle a su flamante y joven hijo, al que llaman cariñosamente Chéri (querido), muy aficionado al dinero fácil y al opio, interpretado por el pronto treintañero Rupert Friend.

Michelle Pfeiffer hace el personaje de Léa de Lonval, una afamada cortesana y buena administradora de sus bienes, quien en sus primeros años de retiro decide ayudar a otra compañera en el oficio, Charlotte Peloux (Kathy Bates), también adinerada, y entretenerle a su flamante y joven hijo, al que llaman cariñosamente Chéri (querido), muy aficionado al dinero fácil y al opio, interpretado por el pronto treintañero Rupert Friend.

En la novela Chéri tiene diecinueve y Léa 49 años, cuando da inicio un amasiato que durará seis largos años, en los cuales Chéri se hace hombre y Léa prácticamente anciana. Buenos años que la cortesana pudo utilizar para brillar por última vez en sociedad y atraer algún partido que incrementara todavía más su nutrida fortuna. Léa decide reservarse ese tiempo para ella misma. Siempre ha estado al servicio de los hombres y ahora tiene un hombre a su servicio. Un hombre, quizá no por entero, puesto que Chéri sigue comportándose como un niño mimado, deja su ropa desparramada entre el baño y el boudoir, hasta juega con el collar de perlas de madame. Colette, que en su vida conocería tres maridos y varios amantes, entre hombres y mujeres, juega con los roles de lo masculino y lo femenino. En momentos es Chéri la parte débil, ridícula y hasta vanidosa. La acción de la novela se sitúa en 1912, al final de la Belle époque, que culminará en 1914 con el estallido de la Primera Guerra. El art nouveau está en su apogeo. Darius Khondji, quien se ocupó de la fotografía, junto con un ejército de decoradores, vestuaristas, maquillistas y pintores de cámara, logra un efecto que en su recargamiento, ese horror vacui, muy propio del gusto francés, no resulta abrumador. Una nota de ironía y de mesura prevalece en todo el proyecto. Frears es un maestro de las atmósferas de época románticamente coloreadas, con la contención y el buen gusto que contar una historia y hacer drama reclaman.

Tras seis años de morar en el paraíso, de una casa solariega a mitad del campo, atendidos por una hueste de servidores quienes les leen los deseos de los ojos, la pareja debe separarse ante el cómico pero ventajoso matrimonio que Charlotte Peloux ha arreglado con Marie-Laure (Iben Hjejle) para unir a Chéri con Edmée (Felicity Jones), hija de la otra cortesana. Todo este acuerdo entre cofrades y miembros de una sociedad dentro de la sociedad que tiene sus propias reglas y se concede sus propias permisiones. En realidad, Chéri es un gigoló, una puta alquilada por otra. En ese mundo sin caretas ni cortapisas dos libertinos conocen la dicha y la intimidad. Desoyendo los consejos de Léa, Chéri se casará con Edmée y comenzará a llevar una existencia, asegurada de antemano pero desdichada. En este personaje, el de la pobre esposa, joven y engañada, también se retrata Colette, víctima de incontables infidelidades por parte de su primer y añoso marido, de ahí todas las consideraciones humanitarias que Léa le hace al futuro esposo: no hay que hacerla sufrir, no la descuides, puede hasta darte un hijo. En abierta rivalidad, herida en su amor propio, Léa de Lonval se dirige al mar y a la luz del sol que pretende hallar en Biarritz, en aquel famoso hotel y palacio donde acostumbrada parar Eugenia de Montijo, la consorte española de Napoleón III. Ahí no le es difícil, aun a sus años, agenciarse un joven y musculoso amante.

Los placeres del lecho no son los mismos para Léa y Chéri, una vez separados y en compañía de sus nuevas parejas. Una gran nostalgia surge en los dos por volver a unirse. Luego Léa se entera de que Chéri ha dejado a su mujer y regresa de inmediato a París con la esperanza de recuperarlo. Cuando casi lo tiene entre sus redes, de nueva cuenta, Chéri cobra conciencia de la realidad y declina la oferta de escaparse con ella. Léa comprende, por fin Chéri ha despertado. Ella había querido mantenerlo como una criatura a la que todo se le soluciona pero ahora ha llegado el momento de la emancipación. Por la voz del narrador uno vendrá a enterarse que Chéri fue a la guerra y volvió sano y salvo, hasta que un buen día, ante la nulidad de su existencia, decide pegarse un tiro. Hay mucho de biográfico y mucho de fantasía en las novelas de Colette. Los diálogos son insuperables e intentan reflejar ese difícil matiz del lenguaje coloquial.

Michelle Pfeiffer, con su piel algo ajada, ojeras profundas y mirada triste, logra imprimir mucho de su propia vida en el personaje. La película es casi un homenaje personal. En un inglés realmente notable, que no abraza el modelo británico pero que se mantiene en una corrección norteamericana neutra y muy decorosa, recita líneas de una ironía y un gracejo singulares. El tono grotesco y perdulario, además de otras actrices del reparto, con las que el director pretende hacer un reconocimiento a las grandes coquettes de la época, lo da el personaje de la inigualable Kathy Bates, tampoco sin alambicamientos artificiosos queriendo afectar el acento de inglesa. Un acierto en la elección de sus actrices y sus actores, el de Stephen Frears, quien con elegancia y donaire sabe retratar ese amor entre edades contrastantes, casi entre padres e hijos, una de las formas que asume el amour fou, una de las más sublimes por cierto, con todo lo controvertida que pueda parecer contemplada desde ciertos ángulos. Un trabajo muy digno de disfrutarse, que apela directamente a todos los libertinos, una sociedad dentro de la sociedad, con todos los códigos de conducta e identitarios que se quiera. La ilusión de crear un mundo autónomo, paralelo al de la gran mayoría, pero también diverso en tantos aspectos. Una cinta que muestra la tolerancia hacia existencias diversas y el profundo deleite por la vida. ®

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Publicado en: Cine, Octubre 2011

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