CRÓNICAS DEL MÁS ACA (II)

Una joven mexicana persigue la música en Francia

Franceses gritones, croissants, Ron Ayers (un maestro del vibráfono), el Jardín de las Tullerías y un tren, esperan a nuestra cronista en esta segunda entrega de su viaje por Europa.

Cuando terminó el concierto fuimos a cenar a un restaurante japonés cercano al Glazart. Detrás estaban sentados dos hombres con gorra, uno de ellos vino hacia nuestra mesa y nos preguntó si teníamos hachís. El hombre se presentó con inaugural soberbia y así supimos que era músico y que se llamaba Roy Ayers. Después de un pequeño regalo, nos invitó al concierto que daría el día siguiente.

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Roy Ayers

Aunque se dice que lo toca desde los diecisiete, Ayers utiliza el vibráfono con auténtica emoción y entrega. En el concierto los parisinos se dejaron a las seducciones del sonido y siguieron los altibajos del show aplaudiendo, bailando y cantando los pocos coros que se sabían. Me di cuenta de que no sólo pasa en México eso del pochismo —Agua güich agua güich you güerhir —pues los franceses también cantan con una pronunciación sólo aceptable en un coro masivo, un detalle que considero deleitable pues recuerda que la música no conoce idiomas. Parte de este audio es una muestra de la atención receptiva de los parisinos, otro de tantos sígueme: ídolo dice-fanáticos responden, juego que comparo con una muletilla en el habla, pues se elabora cuando los músicos están cansados y todavía no es tiempo para salir del escenario. Y aunque Ayers formuló la dinámica desde una perspectiva burlesca, creo que no deja de ser una práctica despiadada, pues aunque el fanatismo en sí es un hábito fetichista, cuando un músico te lo restriega en la cara es porque necesitaba una dosis para aplacar su vanidad, o de plano le hacían falta varios minutos para completar su setlist.

El reloj biológico sonó a las siete —estoy en París—, me levanté de la cama de inmediato. Después de bañarme salí a comprar algo de fruta. Era día de tianguis, en la avenida Jean Jaures los africanos montaban sus puestos con todo tipo de accesorios de belleza y telas floreadas. Los hombres se gritaban unos a otros y las mujeres arrastraban a sus hijos. Me encontré una panadería, y al entrar  pensé que si los mejores sueños tuvieran un olor sería a pan recién horneado. Pedí dos croissants y al pagar la señora en la caja me preguntó que si era turca.

—Non, je suis mexicaine.

—¡Oh! ¡Mexicaine!

Hay veces que París me recuerda a Buenos Aires, en las dos ciudades hablan demasiado alto para tan tempranas horas de la mañana.

Al parecer a todos les intriga de dónde soy, y aquí en la Courneuve me camuflajeo por los rasgos turco-hindúes-latinos que, supongo, he de tener. Me gusta pensar que podría ser turca. Después de la panadería entré al mercado y vi a varias señoras que parecían de caricatura: chaparras, canosas, vestidas con una gabardina que les llega a la pantorrilla, con cara de pocos amigos y que van jalando un carrito de acero para el mandado. Compré uvas y el vendedor también quiso saber mi nacionalidad, aquel pensó que era colombiana. De regreso divisé un café en la esquina que estaba lleno de hombres y al entrar me di cuenta de que sí, solamente había hombres. La mayoría estaban en la barra y apuraban su café, había otros dos que tomaban una cerveza y charlaban (eran las ocho de la mañana). Pedí un expreso de 1.25 euros, me tomé la mitad y fui a sentarme junto a la ventana. El muchacho de la barra se acercó y me dijo que lo disculpara, pero que no me podía sentar en una mesa porque yo había pagado precio de barra, el precio de mesa es de dos euros. Intenté hacer la conversión en la cabeza y me parecieron razonables cuatro pesos por una mesa, pues sería el equivalente a dejar propina, pero en el preciso momento de cálculo se me quitaron las ganas de sentarme tranquilamente a tomar un café mañanero, entonces me paré, me lo empiné, le sonreí al muchacho y me fui. Hay veces que París me recuerda a Buenos Aires, en las dos ciudades hablan demasiado alto para tan tempranas horas de la mañana.

[wpaudio url=»https://revistareplicante.com/audio/anapaula/tuileries_1-2.mp3″ text=»Turistas en el Jardín de las Tullerías» dl=»0″]

El Jardín de la Tullerías

En el Jardín de la Tullerías me siento frente a una fuente y me pongo a pensar en la simetría, en el asombro y el encanto que me provoca lo simétrico. El orden de las flores, el buen estado de cada cajete, la abundancia de especies, la estética en su repartición; el intachable trabajo del jardinero me abruma al grado de que lo que veo han dejado de ser flores, ahora las miro disimular, hacerse las flores mientras cumplen un servicio social y contribuyen a que no decaiga el título de la ciudad del amor. Miro derecho, ahí está: la simetría de los Campos Elíseos, entonces me siento ficticia, sentada ahí en el jardín, en la silla que pusieron para que yo también me alineara con el Arco del Triunfo. Después recuerdo la iglesia de Saint-Denis y el momento en que sentí que las columnas se movían hacia mí y después iban hacia el altar, una ilusión óptica entre luz y matemática. Esta reflexión sólo me lleva a un punto: demasiado orden promueve incredulidad.

El plan era quedarme un par de días más en París pero hoy desperté y supe que era hora de tomar un tren. Me dirigí a Gare de Lyon, compre un boleto, el destino: Dijon. ¿Qué me llevó a elegir Dijon? Solamente la iconografía de verdor en el mapa de Francia y la extraña necesidad de salir de París. Anoche caminé por las calles cerca de Clignancourt y sentí la misma adrenalina que sentía en la Ciudad de México cuando la colonia Roma Norte se aproxima a la Doctores. Iba escuchando los piropos de los musulmanes como si fuesen los de los defeños, de pronto sus haras haras se convirtieron en mamacitas y sentí el mismo nervio en la espalda y el mismo instinto de apurar el paso mientras caminaba a La Courneuve. Las ciudades viejas tienen pelusas en cada rincón, por ahora mejor moverse. Un tren y de pronto: un horizonte menos poblado. En la ventana el paisaje, se parece tanto a esta canción:

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Septiembre 2010

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