DE CÓMO LLEGÓ EL SOFISTA A LOS CAMPOS DE FUTBOL Y TAL Y TAL

Un balonazo en la cara

De cómo llegó el sofista a los campos de futbol para dar instrucciones de vivir, desvivirse y dejar de vivir, se diluyó en emociones dispersas cuan diversas, vino a dar pie al de la muerte y a otros temas, mató la magia a un mago y la depositó en la extraña fabulación de que esto trata.

A Monique et nôtre malicien
La representación puede empezar
cuando se desee o de un momento a otro;
también puede no empezar jamás,
que el mundo rueda a espaldas de las acciones y las pasiones de los hombres.
—Camilo José Cela, Once cuentos de fútbol

1. Futbol

Zenón de Elea entra de recambio en tiempo de reposición, cuando el silbato ya está en la boca del árbitro, el defensa se ha barrido hacia la trayectoria del esférico, el portero se ha lanzado en el mismo sentido y el balón se abre en comba con un efecto que por fracciones de grados, metros y segundos puede colarse en la base del poste, chocar contra él o ser despejado como si se diera una patada al culo de la vida. El corazón del delantero va del sístole al diástole en el transcurso; con él va el pulso mío y de una parte del género humano. El barullo de las gradas se ahoga en la gran carcajada de Zenón de Elea.

2. Ontología

A diferencia de la mayoría entre los de mi generación, mi primer acercamiento al futbol no fue un padre fastidiado de la vida berreando estupideces frente a un televisor. Tampoco fueron un balneario, el patio del colegio o un descampado cercano a la casona familiar —esto fue después. Mi primer contacto con el futbol, y más específicamente con la pelota, fue un balonazo en la cara. También fue ése el detonador de mi primera incursión en los catorrazos a mano limpia. Fue, además, mi primer vislumbre de una sensación que muchos años más tarde me sería tan habitual como conmocionante: la del inexorable arribo del fin de mes sin dinero para afrontarlo ni alma a la que embaucar con un sablazo. Aquel instructivo balonazo fue una inmersión tan definitiva en el mundo futbolístico que lo he evocado cada vez que mi equipo —mi cuerpo, mi espíritu— queda eliminado por un puto pénalti fallado —ese universo emocional que se deposita en el empeine de un jugador con la fe que llevó a los primeros cristianos a convertirse en mierda de león. Un balonazo en la cara; el balón en los guantes de un portero: la psique a sólo once metros de la debacle o la sublimación.

3. Genealogía

He llegado a una edad en la que muchas cosas me emocionan pero muy pocas me sobresaltan hasta hacerme temblar, producirme insomnio o tomar mis sueños por asalto. Si la sangre que brotó de las entrañas de mi abuela al morir en mis brazos hace precisamente once meses me hizo estallar en llanto cuando me creía seco para siempre, siete meses antes pude ser yo el que muriera gracias a lo que algunos califican como “once idiotas detrás de una pelota” (once son los metros que separan el punto penal de la línea de meta, once los meses de que murió mi abuela en un vómito de sangre, y siete es el número dilecto de los supersticiosos y es el emblemático de los grandes de Chamartín). Para llegar al quid vivencial de esto sugiero echar ojo a los últimos minutos de los respectivos partidos jugados por el Real Madrid y el Barça el 9 y el 17 de junio de 2007. Quien lo vio no lo olvida: pocas veces el futbol sin balón tuvo la grandeza que alcanzó en la actitud del capitán merengue, Raúl González Blanco, quien desde el banquillo parecía dirigir una orquesta de gladiadores angélicos dispuestos a tomar el campo de juego (no “el cielo por asalto”, tampoco la embajada de un país “enemigo”).

4. Patología

Un año antes Zinedine Zidane había dejado el futbol. Se despidió de la liga española, de las filas del Real Madrid, harto de darlo todo y no ganar nada, fastidiado de hacer magia intrascendente. El momento mágico prescindió de su magia. La magia de Zizou: magia blanca —magia triste: bleu, blue— en un mundo donde sólo entra en los libros la bitácora de los truquillos negros —si no es que grises o sepias— que hacen fondo al baño de oro y la bisutería —“vidrios rotos”. Zizou decidió —quizá sin saberlo, movido por la cólera aquilea de Zenón y como siempre o casi siempre— no llegar, no ser él quien levantara esa copa, quien bebiera el vino del triunfo y padeciera la resaca de la gloria. ®

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Publicado en: El lado oscuro del balón, Junio 2010

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