DE CONFUSIONES E ICONOCLASTAS

Cien años de confusión. México en el siglo XX, de Macario Schettino

Cien años de confusión. México en el siglo XX es plausible por su aliento iconoclasta (en el mejor sentido de la palabra) y alcance (cobertura y penetración temporales); exitoso por su puntual revisión de la literatura académica sobre varios aspectos de los periodos revolucionario y posrevolucionario mexicanos, así como por sus originales y atinados juicios al respecto.

Y así estamos. ¿Sirven las experiencias para no repetir los mismos errores? No sé, siento que, a pesar de todo, vuelve el subjetivismo como ideología, la necesidad de mostrarse optimista al precio de cerrar los ojos, el apego a fórmulas caducas… Es nuevamente la misma cuestión, el evalúo de la correlación de fuerzas donde los deseos se toman por realidades. Y las preguntas quedan sin respuestas.
—Marcos Winocur
Mientras sigamos borrachos de mentiras patrióticas vulgares, no asomará en nuestro cielo la esperanza.
—José Vasconcelos
Pero no tiene por qué ser sonriente, ni amable, quien se aboca en cuerpo y alma a evitar el avance del desierto.
—Rafael Gumucio

Paisajes del nuevo régimen (Océano, 2002) es un libro de Macario Schettino que recibió de mi parte dos reseñas críticas que, siguiendo una a la otra, no concluyen a favor del autor. Para decirlo rápidamente: el tema (la transición democrática y sus perspectivas) merecía y reclamaba una aproximación politológica adecuada, sólida y profunda que Schettino no llevó a cabo, o ignoró. El resultado fue la suma de lagunas e inconsistencias teórico-explicativas. Un libro fallido —vistas las cosas desde la ciencia política. Unos años después, Schettino ha entregado un libro diferente: en general, plausible y exitoso. Cien años de confusión. México en el siglo XX es plausible por su aliento iconoclasta (en el mejor sentido de la palabra) y alcance (cobertura y penetración temporales); exitoso por su puntual revisión de la literatura académica sobre varios aspectos de los periodos revolucionario y posrevolucionario mexicanos, así como por sus originales y atinados juicios al respecto. Y soy objetivo: no tengo compromiso alguno con Schettino y critiqué (critico) con argumentos uno de sus trabajos; no tengo conflicto alguno con él y aplaudo a partir de argumentos otro de ellos; no soy su amigo y concuerdo con él en algunas cosas; no soy su enemigo y lo he confrontado (analíticamente).

Epistemológicamente, el constructivismo es una visión que niega la existencia objetiva de una (toda) realidad, sea física o social: los hechos no serían sino culturales, es decir, no existirían, en sí y por sí, fuera de la cabeza de los individuos, con independencia de ellos. Desde esta perspectiva, hermanada con el relativismo posmoderno y que ha dado lugar a la sociología constructivista-relativista (una seudociencia según Mario Bunge), todo se reduciría a discursos (ideológicos). De ahí sigue algo como esto: si no hay realidad “real” alguna, no puede haber verdad objetiva alguna, y entonces la teorización empírica y el rigor metodológico son ociosos, o hasta virtuales. La ciencia no puede ser. No es. Pero —no le demos vueltas— el constructivismo es falso. Y falsable. La naturaleza y las sociedades presentan facticidad autónoma de los sujetos que las conocen. Por lo mismo, es posible producir conocimiento objetivo sobre ellas y la ciencia no sólo es sino que se necesita. Por y con el constructivismo, si fuese cierto, podríamos desaparecer la pobreza, la corrupción, las guerras. Porque sólo estarían en nuestras cabezas, sólo habría que sacarlas de ahí para dejar de sufrir sus efectos. Bastaría con quererlo individualmente y convenirlo mayoritariamente. La lógica muestra la tontería del constructivismo mediante sus implicaciones. Por ejemplo, ¿los pobres extremos no lo son si su cultura no los hace entenderse así, aunque su salud sea precaria y hasta mueran por una diarrea? ¿Esos pobres no sufren las consecuencias negativas de su condición si la “olvidan” o racionalizan como les sea posible?1 ¿El cuerpo humano no se deteriorará si la persona es “joven de espíritu”? ¿Ninguna enfermedad es objetiva, real? ¿Cómo se explica la muerte? (¿O acaso no existe?). Otro ejemplo: ¿gobiernos autoritarios como el de Mario Marín dejarían de existir si todos sus reprimidos e inconformes negociamos entre nosotros un acuerdo en ese sentido para convertirlo en hecho, más allá de la crítica pública, la organización civil y la acción político-electoral, tanto propia como ajena? Evidentemente no. Porque la realidad “está ahí”, nos guste o no, a pesar de nosotros como grupo y nuestras preferencias y expectativas. Si se quiere transformarla hay que ubicarse en ella y actuar, bajo las circunstancias todas, junto, frente y contra una gran cantidad de voluntades no alineadas entre sí (de ahí la dificultad de la tarea y la inutilidad del voluntarismo y las meras buenas intenciones). Tal es la realidad (sociopolítica en este caso). Ahora bien, siendo falso el constructivismo como tal —es decir, en términos absolutos— lo que sí es posible afirmar es esto: que la cultura llegue a dar lugar a ciertas realidades superpuestas a una objetiva que lo serán mientras así sean percibidas. O, de igual forma, que el poder político cree e imponga culturalmente un discurso que, al volverse a su vez cultura, haga aparecer una realidad percibida diferente a la objetiva, sin que ello obste para negar que esta última “esté ahí”, aun cuando no se le aprehenda a cabalidad o generalizadamente.2 ¿Un ejemplo? La Revolución Mexicana. Macario Schettino lo dice en la primera página de su más reciente libro, Cien años de confusión…: “es un concepto, no un hecho histórico. La Revolución que marca el siglo en nuestro país nunca existió. […]. Es una construcción cultural que sin duda toma los hechos históricos y les da un sentido, pero que no se corresponde con ellos” (formalmente, p. 13).

Siendo falso el constructivismo como tal —es decir, en términos absolutos— lo que sí es posible afirmar es esto: que la cultura llegue a dar lugar a ciertas realidades superpuestas a una objetiva que lo serán mientras así sean percibidas.

Desde la ciencia social, la empresa de Schettino no es otra que revisar y desmontar el discurso de la Revolución Mexicana en contraste con los datos (disponibles para hoy) para exhibir el mito y argumentarlo. Hay una realidad objetiva de lo que se llama “Revolución Mexicana”, así como del periodo posrevolucionario, y nuestro autor va tras ella. (De hecho, al hablarse de un “mito” se reconoce que atrás o en el fondo hay una realidad objetiva en contraste.) ¿Por qué llevar a cabo esa empresa? Porque el régimen político que instrumentalizó el mito revolucionario ha muerto pero no el mito. Dicho de otro modo, sus instituciones definitorias han desaparecido, no la cultura que formaron. Ésta sigue viva en muchos sectores de la sociedad. Y como las instituciones forman cultura y la cultura moldea instituciones, y bloquea o hace posible su reforma, tengo para mí que lo que Schettino busca, además de conocer y dar a conocer un proceso histórico, es hacer una aportación al combate de una cultura política que no abona a la ciudadanización y, por tanto, favorece las inercias autoritarias antirreformistas y obstaculiza la profundización y ampliación de la democratización.

Desde la ciencia social, la empresa de Schettino no es otra que revisar y desmontar el discurso de la Revolución Mexicana en contraste con los datos (disponibles para hoy) para exhibir el mito y argumentarlo.

Estamos ante un libro contra el provincianismo en tres presentaciones, la metodológica, la histórica y la que Bertrand Russell llamó “temporal”. No es provinciano metodológicamente porque echa mano de supuestos y hallazgos teórico-empíricos de la historia, la economía y, en menor medida, de la ciencia política, procediendo comparativamente cuando el análisis lo pide, cosa que permite dimensionar los datos. No es provinciano en sentido histórico o, mejor dicho, historiográfico puesto que es contrario a la “historia de bronce”, que Luis González y González define como aquella que “presenta los hechos desligados de causas, como simples monumentos dignos de imitación”.3 Por último, no es temporalmente provinciano porque no juzga el pasado desde el presente, a priori y sin contextualización. Como sí lo hicieron las elites del régimen posrevolucionario para levantar, precisamente, una “historia de bronce” como fuente de legitimidad (y como lo siguen haciendo los priistas, dentro y fuera del PRI en cuanto partido político). Tampoco lo es (provinciano temporal) porque no desprecia al pasado, mucho menos lo ignora (obviamente). Se trata de algo distinto: no quiere vivir en él —ni que se viva de él. ¿Ya lo “pasado pasado”, como dice José José, famoso provinciano temporal? Si y sólo si nos referimos al deseo de Schettino, que comparto. No, analítica y críticamente; porque el pasado siempre está en el presente: el primero no se entiende sin el segundo; aún más: el primero se entiende por el segundo. Hay que estudiar el pasado para comprender por qué el presente es como es y abrir racionalmente cursos de acción, no para justificarlo ni para consolarnos orgullosamente ni para cebarnos en él, tampoco para envalentonarnos en su nostalgia. No se olvide que el presente viene del pasado pero no es él. En fin. La combinación y aplicación de los tres, digámoslo así, antiprovincianismos de Schettino es lo que le lleva a tener éxito en su empresa: efectivamente desnuda el mito de la Revolución Mexicana. En general, sí queda correctamente sustentada la irrealidad histórica de las bases de la narrativa oficial sobre las luchas armadas y el régimen político que las sucedió. O, lo que es lo mismo, que la Revolución Mexicana de la que se habla y se enseña no es más que un dispositivo lingüístico-visual hecho cultura que sirvió para invisibilizar socialmente situaciones políticas, militares y económicas objetivas en beneficio de la institucionalización de un juego de relaciones de poder.

En cuanto al mito, ¿qué es con exactitud? ¿Cuáles son sus interiores? A decir verdad, es un conjunto de mentiras e imprecisiones referidas a las guerras postPorfirio y a la institucionalidad política resultante y su desempeño. Por un lado, que la Revolución es una lucha del pueblo, por el pueblo y para el pueblo: la parte campesina del pueblo pelea por recuperar su tierra y la obrera para emanciparse del capital, enfrentando, naturalmente antiimperialistas ambas, a Díaz, el malo vendepatria. Por otro lado, que el régimen mejor conocido como priista es una democracia de excepción, a la mexicana, continuación de lo mejor de la historia nacional y del que emanan un Estado y gobiernos que mejoran extraordinariamente la vida socioeconómica. En su andar desmitificador, Schettino nos recuerda —a otros les revelará— que las huelgas de Río Blanco y Cananea no son antecedentes de la revolución. Que ésta “tiene únicamente causas políticas. Se trata de un mal manejo de cambio de régimen que destruye la estabilidad política, genera una crisis económica, replantea las lealtades y produce una guerra civil” (p. 49). Que Zapata y Villa no se levantan contra Díaz sino contra Carranza. Que “la revolución no se inició porque los salarios fueron bajos: los salarios fueron bajos a causa de ella. La revolución empobreció a los obreros” (p. 167). Que el orden económico porfirista no será destruido ni sustituido hasta el gobierno de Cárdenas. Que, como es obvio, en el priato jamás hubo un verdadero Estado de bienestar (quienes dicen lo contrario son o unos mentirosos o unos ignorantes, gente que no tiene la menor idea de lo que es un Estado de bienestar). Que durante el “desarrollo estabilizador” aumentan la clase media y la desigualdad y no hay crecimiento económico ni ingreso per capita superiores a los del resto del mundo. Que “el crecimiento económico estable de esas décadas benefició a todos, pero más que nada a los ricos. Así, es el puro impulso de la economía el que va reduciendo la pobreza extrema, pero no parece existir evidencia de que además hubiese algún esfuerzo serio del gobierno orientado a reducir la pobreza” (p. 332). Por tanto, que al “milagro mexicano” le sobra —o le falta, como se quiera ver— milagrosidad. Que “el régimen revolucionario es un retroceso frente al liberalismo autoritario de Juárez y Díaz” (p. 14). Todo debidamente sustentado. A los que no les guste, que no se quejen, que refuten, que presenten verdaderas pruebas en contra. (¿Por qué no lo han hecho?)

Tiene razón Schettino: “la historia es, como siempre, menos y más de lo que cuentan los mitos. Es menos poesía, menos romanticismo, menos David. […] Es más codicia, más soberbia, más violencia y destrucción, más naturaleza humana. Y también más fortuita” (p. 31). Este libro demuestra que no todo pasado fue mejor; que no es cierto que nuestro antes sea un paraíso a extrañar. Que lo que se tiene que hacer es construir un auténtico futuro en un presente con el pasado en claro. La priista no fue una “época de oro”, mucho menos una necesidad o inevitabilidad histórica. Sus logros reales, además de escasos, parciales, fragmentados y no duraderos, son incapaces de superar, ocultar, minimizar o siquiera compensar sus omisiones, simulaciones, deficiencias, equivocaciones, trampas e incluso crímenes. ¿Paz y prosperidad constantes para todos? Por favor. ¿Cómo pueden olvidarse la negligencia, la ineficiencia, la corrupción, la antidemocracia y la represión que marcan el tiempo total de la dominación priista? ¿Cómo? Es una época indigna de imitación, que no puede siquiera ser fuente de inspiración. Democráticamente, prosocialmente, ¿qué puede haber de valor en un sistema que entregó años como 1968, 1971, 1982, 1985, 1988 y 1994, amén de varios de la década de los cincuenta?

Desde luego, hay algunos desacuerdos con este libro, debidos a mi perspectiva politológica: no comparto que no se dedique más espacio a discutir la formación del PNR (no simpatizo con la idea de que se crea porque Calles quiere, sin más), que se haya dejado de lado el papel de la no reelección legislativa inmediata en la consecución de la disciplina del partido y el debilitamiento de los poderes políticos locales (que estaban representados en el Congreso federal), que no se aborde el sistema electoral cuando las elecciones (controladas por el partido oficial) eran el método de transmisión del poder político-público y un mecanismo de legitimación de la correlación de fuerzas, ni cómo se usa el término “corporativismo”. Pero no ahondaré en estos puntos porque no hay espacio para ello. Por lo demás, estos desacuerdos no componen uno mayor con respecto a la visión histórica general de nuestro siglo XX y su conclusión para los momentos revolucionario y posrevolucionario en que me concentro aquí (no en el de la transición del autoritarismo a la democracia, que es el que ve aflorar divergencias de planteamiento, resolución y proyección).

Este libro de Schettino es uno que vale la pena. Es un buen libro, máxime si se toma en cuenta, en este país de confundidos, que es uno que dice de forma directa y dura lo que prácticamente nadie había dicho, que hace pensar, y que podría servir para cimentar discusiones necesarias. En pocas palabras, es un libro de batalla dentro y contra la confusión histórica mexicana. ®

Notas
Publicado originalmente en Replicante no. 17, “El lado B de la historia”, invierno de 2008-2009.
Esta es una versión adicionada del texto leído en la presentación del libro Cien años de confusión. México en el siglo XX (Taurus, 2007) en la ciudad de Puebla, el 24 de abril de 2008. v 1. El marxismo no es constructivista. v 2. Para abundar en la crítica lógico-empírico-histórica del constructivismo, puede verse, de mi autoría, “El constructivismo y las ciencias. Una mirada crítica”, Opción, ITAM, núm. 145, octubre 2007. v 3. “De la múltiple utilización de la Historia”, en Historia, ¿para qué?, Siglo XXI, 2002 [1982], pp. 64-65.
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Publicado en: Agosto 2010, Hemeroteca

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