Discretas dosis del desarraigo

Viñetas de una mexicana en Buenos Aires

“Pienso en la palabra tributo e imagino a un emperador prehispánico sentado majestuosamente en la cima de una pirámide mientras contempla una panorámica de su reino, con la plaza principal colmada de hordas de habitantes de pueblos sometidos que llegan a entregar su contribución obligatoria.”

Sábado de gloria

La mujer come pan con jamón y cuando me acerco me da la espalda. Tal vez se avergüenza de que la sorprenda en plena actividad alimentaria. Elijo un paquete de queso roquefort y, echando una rápida ojeada al cartel que anuncia las ofertas, pido 250 gramos del queso fresco más barato.

Roquefort fresco...

Roquefort fresco…

Me atiende un hombre joven que habla en mandarín con la mujer, su compañera de trabajo. Veo cómo ella, para prepararse otro sándwich, toma del refrigerador un frasco de mayonesa. Pienso que la persona encargada del supermercado podría reprenderla por colocar una mayonesa abierta junto a los jamones, quesos y embutidos dispuestos ordenadamente para el consumo de los clientes, pero apenas termina de untar su pan ella coloca el frasco en un rincón estratégico del refrigerador, de modo que no pueda ser visto por nadie.

El hombre carga un gran bloque de queso y se lo da a oler a la mujer al tiempo que le dice algo en mandarín.

Internamente deseo que no sea ése el queso que yo le pedí.

Para mi alivio, el queso que rebana y que me entrega en una bandeja plástica es otro.

Voy a la caja y me topo con una tableta de semillas caramelizadas. La proyecto como postre y me gusta la idea. Pregunto el precio y decido no llevarla.

Extraigo un fajo de billetes arrugados y los cuento. Mientras tanto, el hombre de la fiambrería llega con un queso rebanado que da a oler al cajero. Los dos hablan en mandarín. En la fila hay un niño gordo que, impaciente, desenvuelve un huevo de pascua junto a su madre. Mientras espero el cambio, me asalta la leyenda estampada en la playera de la mujer del sándwich:

“Love is for bastards”.

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A menos que se vaya directamente a la ferretería, la gomita circular y el tornillo necesarios para arreglar la tapa descolocada del inodoro son objetos difíciles de conseguir en los negocios que frecuentamos en la cotidianidad.

Puede pasar, sin embargo, encontrarnos de pronto ante una tienda de contenido variado y dispar: en un mismo espacio atestiguamos la convivencia de estampas de Winnie Pooh, audífonos chinos, latas de alimentos no perecederos, alhajeros, pósters de futbol, floreros, cuadernos, shampoo y, por qué no, gomitas y tornillos para arreglar inodoros rotos.

Fue así como el heterogéneo aparador de un almacén hizo frenar mi caminata bonaerense un día nublado. La mayoría de los productos que allí se exhibían estaban acompañados de carteles escritos a mano que definitivamente me invitaban a entrar, deseo que no pude satisfacer por tratarse de un día festivo que decreta no trabajar.

En un mismo espacio atestiguamos la convivencia de estampas de Winnie Pooh, audífonos chinos, latas de alimentos no perecederos, alhajeros, pósters de futbol, floreros, cuadernos, shampoo y, por qué no, gomitas y tornillos para arreglar inodoros rotos.

Así, la leyenda principal, más grande y visible que las demás, rezaba:

“Liquido todo por exceso de feriado”.

Junto a un juego de platos con cubiertos descansaba un cartel:

“Lo vendo. No tengo ni para comer”.

Al lado de un pequeño paraguas: “¿Qué es eso que cuando no hace calor, siempre llevas en el bolso, mi amor?”

Y junto a un minúsculo gancho de ropa para el baño, un consejo amoroso para los hombres jóvenes de hoy: “Muchacho: que nunca falte una bombachita colgada en la canilla de la ducha”.

“Muchacho: que nunca falte una bombachita colgada en la canilla de la ducha.”

“Muchacho: que nunca falte una bombachita colgada en la canilla de la ducha.”

La jerarquía de mis necesidades de consumo cambió de pronto. El inodoro roto puede esperar.

Retórica argentina

Pagar impuestos no agrada a nadie.

Estamos todos en la fila. Hay que hacer trámites en la Agencia Federal de Ingresos Públicos. En la vida general, pero principalmente en la vida de ciudad, difícilmente alguien escapa a la burocracia. Un tipo con gafas gruesas atiende detrás del mostrador.

Una señora entrega documentos. Sellos, firmas, letras pequeñas, números: el desglose de la obligación es infinito; el resultado, uno solo: pagas o te jodes.

No se vaya a asustar, pero tiene una araña en el brazo, le advierte una mujer, también formada, a la que está siendo atendida. El insecto pareciera un prendedor en la blusa azul de la mujer, que sin embargo se nota bastante tranquila.

Permítame, señora, anuncia el tipo de las gafas gruesas. ¡Zas! Le pega con un documento repentinamente convertido en arma. Enjundia. ¡Zas zas zas! Los sellos, firmas, letras pequeñas y números atacan el brazo de la contribuyente.

La araña muere aplastada por el gravamen.

En lo que llega mi turno ojeo un folleto con información necesaria para los monotributistas, concepto que engloba a todos los trabajadores independientes. Pienso en la palabra tributo e imagino a un emperador prehispánico sentado majestuosamente en la cima de una pirámide mientras contempla una panorámica de su reino, con la plaza principal colmada de hordas de habitantes de pueblos sometidos que llegan a entregar su contribución obligatoria.

La fila avanza poco a poco y una vez que me encuentro más cerca del asesino de arañas, veo detrás suyo una columna con un cartel pegado:

“19 de mayo. Día del trabajador impositivo.”

Pagar impuestos no agrada a nadie, aunque una renovación en el uso de la terminología por parte de la instancia arancelaria podría ayudar a la psique del contribuyente.

Al menos.

Picnic familiar

Sentada en el pasto, la madre le indica al nene dónde jugar: él no debe alejarse de la zona de visión de ella.

Ella tiene flojera de jugar con él: se concentra en los sándwiches.

El niño de cinco años años juega solo: no le interesa comer.

“Cuidado con esa rama, no vayas a lastimar a alguien.”

Día de otoño con sol. El ambiente sonoro liderado por los pájaros y el suave murmullo de la gente recibe de pronto el aporte gutural de un hombre y su gargajo.

Ahora la madre come un alfajor. Al terminar, le ofrece uno al niño.

“¿Querés, Feli?”

Al pibe sólo le importa la rama, su espada imaginaria.

“¿Querés o se lo come mamá?”

¡Los alfajores!

¡Los alfajores!

El niño no dice nada. La madre engulle el alfajor.

(Unos perros se aparean, dos mujeres sueltan una carcajada, un hombre tiene los labios resecos y lee un libro.)

El papel y la bolsa plástica que alguna vez cubrieron los sándwiches —ahora convertidos en mero bolo alimenticio— danzan sobre el pasto con una ráfaga de viento.

La madre siente un repentino deseo de jugar con el crío.

“¡Feli! ¡Feli! ¡Se escapa la bolsita! ¡Tenés que rescatarla!”

El niño corre feliz tras la basura y se la entrega a su madre a modo de trofeo.

“¡Eso mi amor! ¡Muy bien!”

La mujer enciende un cigarrillo y habla por teléfono. El nene vuelve a la rama: una vez que el favor oculto se cumplió, el juego maternal terminó.

Magda

Me encontré con la vecina de enfrente en la parada del transporte público hoy en la mañana.

Magda, 62 años, repostera.

(Resulta que tiene una pastelería en el barrio de Olivos.)

Su esposo ruso es dueño de una pescadería.

En un lapso de cinco minutos ya me había leído su carta de presentación.

—¿Y vos, querida? ¿Estás contenta aquí en Vicente López? ¿A tu novio le gusta el barrio?

(Nunca habíamos vivido aquí, le respondo. Está bien, es muy tranquilo y lindo, pero en algunos sentidos no es un barrio práctico, está lejos de todo. El pueblito de San Isidro qué hermoso es, etcétera.)

—Yo me casé en la catedral de San Isidro hace cuarenta años. No sabés lo que fue esa fiesta. Todavía tengo mi vestido de bodas. Está todo apolillado pero no pienso tirarlo a la basura ni regalarlo. Durante un tiempo lo tenía en la sala, puesto en un maniquí, pero los espacios van cambiando, y ahora está guardado en el clóset.

Viejo vestido de boda.

Viejo vestido de boda.

(No quiero que llegue el colectivo. No me importa llegar tarde al trabajo con tal de seguir escuchando a esta mujer. Le pregunto más sobre la boda y ella deriva el tema a la pastelería.)

—Cuando me casé, mi papá me regaló una confitería. Él era repostero. Desde pequeña yo le ayudaba y así fui aprendiendo. Me encantaba preparar pasteles, sobretodo cuando eran de muchos pisos. Una vez un tipo de mucho dinero encargó uno para el cumpleaños de su hijo. Lo quería de trece pisos porque eran los años que el pibe cumplía. Estuvimos como una semana haciendo esa pastel. Yo tenía diez años. El día que lo entregamos, yo dije: “Éste es el pastel más tumefacto que hemos hecho”. Mi papá y el cliente se echaron a reír. Yo no sabía qué quería decir esa palabra, pero ese día la había escuchado por primera vez. Mi mamá estaba leyendo el diario después del desayuno y la llamaron por teléfono. Recuerdo que dijo “Ester se cayó por las escaleras y le quedó toda la espalda tumefacta”.

(Magda se ríe llevándose las manos a la boca. Noto que le falta un dedo meñique.)

—Pero, bueno, mi padre nunca quiso que yo fuera repostera. Decía que no me convenía porque era un negocio muy inestable. Por eso me regaló una confitería. “Hojaldres, masitas y pan dulce podés vender todos los días. En cambio un pastel sólo te lo encargan en ocasiones especiales”. Cuando él murió yo agarré los hornos y las máquinas y armé mi pastelería. Estoy segura de que él estaría contento con mi decisión.

(Mi anonadamiento se rompe abruptamente cuando el tema inminente sale a flote: la ventana abierta.)

—Laura, aprovecho que te veo para decirte una cosita. Cuando vivís en un apartamento, tenés que convivir con más gente, como los guardias del edificio, los vecinos, los empleados… A veces es difícil mantener la privacidad, no es fácil vivir junto a tantas personas, pero si sos cuidadoso y bien organizado se puede…

(Ahora rezo para que llegue el colectivo.)

—Yo el otro día vi a tu novio y a vos en la habitación. Fue sin querer, no creas que estaba espiando ni nada. Y, bueno, querida, a mí me encanta saber que hay jóvenes enamorados, pero hay que cuidar un poco la privacidad. Te lo digo como un consejo. Simplemente cerrás la ventana y ya.

(Brevemente ofrezco disculpas mezcladas con sonrisa de desconcierto.)

(El colectivo sigue sin aparecer.)

(Agradezco la invitación. Nos imagino a los cuatro cenando y charlando en una agradable velada tácitamente presidida por el recuerdo de una felación descubierta involuntariamente a través de una ventana. Me gusta la idea.)

—Pero, bueno, querida, no es para ponernos serias. Es algo natural, no pasa nada. Si querés un día vengan vos y tu novio a comer a casa, a mi marido y a mí nos encantaría.

(Agradezco la invitación. Nos imagino a los cuatro cenando y charlando en una agradable velada tácitamente presidida por el recuerdo de una felación descubierta involuntariamente a través de una ventana. Me gusta la idea.)

Llega el 168. Me despido de Magda. Ella espera el 29.

(Ciao, Magda, un gusto.)

—Ciao, querida, arreglemos para la semana que viene. Decíme cuándo te queda bien y mi marido y yo les preparamos algo rico. Yo creo que vos sos de buen comer.

En el colectivo voy rumiando las altas probabilidades de un significado oculto en las últimas palabras de Magda. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Julio 2013

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