Editor de novelas

La novela, el novelista y su editor, de Thomas McCormack

Es imposible aprenderla de una manera formal en una universidad o escuela especializada. El editor de novela en particular, en el cual McCormack centra sus reflexiones y puntos de vista, debe contar con sensibilidad, oficio e incluso arte.

Aspirar a ser narrador, en particular novelista, es una tentación difícilmente resistible. Jóvenes y viejos por igual, hombres y mujeres, gente muy culta o muy ignorante, todos están sedientos de notoriedad y pretenden alcanzarla contando historias por medio de personajes presuntamente seductores y jugosos. Con un valiente manuscrito bajo el brazo, lo único que debe hallar un autor es un editor, quien habrá de contratar, promover y apoyar su trabajo. Este encuentro es tan inusual como el de un par de enamorados que se unen para estar juntos toda la vida o, al menos en principio, ésa era la idea, o el de un médico competente y el enfermo idóneo, o bien un director espiritual compadecido y un alma extraviada. En suma, algo que rara vez sucede. La labor de los editores consiste en leer, analizar y sugerir posibles mejoras. Al menos así se la concibe en el mundo anglosajón, en el que se edita el mayor número de libros, en los rubros y disciplinas más dispares. Thomas McCormack, editor y dramaturgo bostoniano, alguna vez al frente del prestigioso sello St. Martin’s Press, tuvo a bien recoger sus experiencias en un breve y enjundioso opúsculo, La novela, el novelista y su editor [FCE, 2010].

McCormack afirma que, si bien la mayoría de sus colegas editores se hallará en desacuerdo, existen elementos del oficio plenamente objetivos que son susceptibles de estudio y aprendizaje. No existe, por supuesto, la carrera de editor. Es imposible aprenderla de una manera formal en una universidad o escuela especializada. El editor de novela en particular, en el cual McCormack centra sus reflexiones y puntos de vista, debe contar con sensibilidad, oficio e incluso arte. La edición de una novela exige repetidas lecturas del manuscrito: en la primera de ellas es la sensibilidad lectora del editor la que le hará saber si la obra funciona o no, si causa fatiga, si es vaga o redundante. Mediante estas impresiones o sensaciones de carácter general, aquel editor que conoce su oficio es capaz de detectar los pasajes o elementos dudosos, y las supresiones o adiciones que son necesarias. El arte es la capacidad suprema que no todos los editores poseen la cual, basada en su sensibilidad como lectores y en su experiencia en el oficio, conduce al acertado diagnóstico y a sugerir al autor soluciones que no minen el valor de su obra sino, al contrario, permitan que ésta brille en toda su grandeza.

McCormack señala que en su experiencia profesional descubrió algunos elementos de análisis que resultan de mucho provecho. La prelibación, un tecnicismo que él acuñó en relación con la edición si bien ya existía en el derecho, representa el deseo de provocar un efecto determinado en el lector. Se genera en la mente del escritor, fruto de alguna observación precisa que se imprime con fuerza en su memoria y evoca asociaciones con objetos diversos. La sensibilidad gustativa es la facultad que, en el lector, lo hace probar y determinar a qué sabe algo. La sensibilidad salivatoria entraña, además de apetencia, curiosidad y aprensión, exige cabal cumplimiento; gracias a ella, un editor sensible e inteligente puede guiar a un autor hacia el fin ideal al que tiende éste pero que, por alguna razón, no logra alcanzar de una manera contundente y definitiva.

Casi siempre las prelibaciones se suscitan como detonadores o gérmenes, como los llamaba Henry James, chispazos, observaciones fugaces y fulgurantes que echan a andar la imaginación del autor, la cual dará con el elemento narrativo indicado e incluso se encaminará hacia una formulación verbal. Muchas novelas fracasan porque el circuito de personajes no está bien trazado, es decir, las relaciones entre ellos, que deben responder preguntas fundamentales como qué prometen, cuál es su objetivo, cómo se relaciona éste con aquél, presentan algún defecto. La situación es el escenario, el cual comprende el lugar y el tiempo en que se desarrolla la acción, el circuito de personajes, además de su caracterización. Los accidentes son los acontecimientos que provoca el autor e impone a los personajes. Un novelista y su editor, especialmente cuando la obra parece no avanzar, deben plantearse cuál es el efecto principal deseado, que puede resumirse en unas cuantas frases que encierran lo que el autor quiso despertar en la mente de los lectores, en particular ese lector ideal, que debe tener en mente el autor, independientemente si existe en el mundo o no (hallarlo es igualmente tarea del editor).

La sensibilidad gustativa es la facultad que, en el lector, lo hace probar y determinar a qué sabe algo. La sensibilidad salivatoria entraña, además de apetencia, curiosidad y aprensión, exige cabal cumplimiento; gracias a ella, un editor sensible e inteligente puede guiar a un autor hacia el fin ideal al que tiende éste pero que, por alguna razón, no logra alcanzar de una manera contundente y definitiva.

El ámbito de expresión hispánica, para bien o para mal, difiere en varios puntos del anglosajón. La relativa falta de pujanza que se refleja en los ridículos volúmenes de material procesado se compensa, hasta cierto punto, con el apego a prácticas tradicionales, respetuosas de la omnisapiencia del autor. El editor de narrativa en español no tiene tanto trabajo como su colega en inglés, si bien debería contar con una preparación igualmente sólida. Es verdad que en los últimos decenios la industria editorial en el mundo se ha visto influida por el know how de los de habla inglesa. Más que en la labor de a pie, llevada a cabo tras bambalinas, de corregir el texto y mejorar la calidad del producto, se ha puesto el énfasis en el carácter llamativo de las portadas, el sabio uso de los medios de promoción, aunque no el incremento sustancial de los puntos ni volúmenes de venta, ni mucho menos el acceso general de las novedades, incluso en bibliotecas de acceso público. La tarea del editor en el ámbito de lengua inglesa puede compararse a aquella del director de escena en relación con el trabajo del dramaturgo. ¿Qué hace un director de escena en primera línea? Lo mismo que cualquiera que ve o contempla —en el mejor caso— la obra, ser un simple espectador. Desde luego, el director es un espectador crítico, ultrasensible, capaz de rebasar el cielo bajo de sus propios gustos y detectar los deseos y preferencias del público en general. Un editor es, ante todo, igualmente un lector sin más. Después da comienzo su labor de especialista —siempre por el lado del lector no del escritor— sugiriendo sí cambios, más que realizando por sí solo las supresiones y adiciones que parece demandar el caso. Hay autores que hacen gala de una gran inventiva pero escasa sensibilidad hacia las apetencias y antojos de sus lectores. Tarea primordial del editor es recordar a estos autores la relevancia de tener en claro el objetivo principal de la novela. Un autor, más que en hallar editores que lo lancen al éxito, o bien dar con nuevas ideas para componer libros más atractivos, debería concentrarse en averiguar cuál es el fin que se propone lograr en una determinada novela, para así cortar o añadir todo lo que sea menester.

McCormack aclara en su libro que su intención no fue la de redactar un manual de edición, sino más bien realizar una serie de reflexiones de carácter general, con fundamento en su experiencia de ambos lados, como editor y como autor dramático. A partir de las cuatro etapas de la escritura creativa —prelibación, imaginación del material, conjuro de las palabras que lo expresan y selección final— el autor trata de meterse en la cabeza de sus colegas editores con el fin de comunicarles algunas de las pistas para orientar a los creadores y ayudarlos, hasta cierto punto, a que consigan su objetivo de una forma más clara, menos tortuosa, más compresible para la mayoría de los posibles y anhelados lectores. Las reflexiones generales y los consejos de McCormack están pensados, desde luego, para la narrativa que se edita en lengua inglesa la cual, en su abrumadora mayoría, consiste en libros de entretenimiento y adquisición de habilidades prácticas. Desde luego, también están los grandes autores (pero éstos cuentan en tanto pasan a formar parte de un consenso general o main stream), más próximo a la edición de narrativa comercial —tantas veces deleznable— que a las obras excepcionales o de genio. En resumen, muchas de las fórmulas y recomendaciones prácticas del libro se vuelven absurdas cuando el lector de narrativa seria piensa en autores como Marcel Proust, Robert Musil, Thomas Bernhard o Philippe Sollers. Los anómalos que han hecho ir más allá el arte de narrar. De aquí la insistencia de McCormack para sus colegas, editores en inglés, de como buenos galenos, tener en mente el juramento hipocrático y jamás dañar con los remedios prescritos —ni la obra en cuestión— ni mucho menos pretender matar al autor. Es por eso de importancia capital que aprendan bien el oficio, no sólo fundado en instinto y sensibilidad, como los más arguyen, sino en ciertos elementos estructurales de naturaleza abstracta que pueden ser perfectamente focalizados e incluso ejercitados antes de aplicarse a rajatabla contra las indefensas obras de tantos autores. Por desgracia, los candidatos o ocupar el puesto de editor llegan de las profesiones más disímbolas, casi todos con alguna frustración a cuestas —en su elección de carrera— e intentan hacerse de un nombre no entendiendo prácticamente nada del oficio.

Centrándose en el libro, cuyo título original era The Fiction Editor, al cual luego se le hizo el añadido The Novel and the Novelist [Philadelphia: Paul Dry Books, 1978], para circunscribir un poco más el campo temático, tanto por honestidad profesional (no se dice nada del cuento, la crónica u otras formas narrativas) como por criterios mercantiles (el volumen lo estaban comprando más escritores que editores en el mundo de habla inglesa), el libro es más una introducción de esas típicas que abundan en inglés, sin mucho cuidado en la elegancia de la formulación tanto verbal como conceptual, ilustrada con profusión de casos o ejemplos (no tantos que a los glotones del género no les parecieran más bien escasos, otros editores rivales, se entiende). La traducción es funcional, si bien no libre de ciertas calcas y false cognates, realizada por Juana Inés Dehesa, hija del recientemente desparecido humorista Germán Dehesa, la cual viene a sumarse a otras tantas versiones del inglés y algunos libros compuestos originalmente en español de carácter más bien rudimentario, aparecidos en la colección Libros sobre Libros, que aborda desde temas de cierto trasfondo cultural, como la historia de la tipografía, hasta otros más apremiantes de urgencia práctica, como derechos de autor, manuales de estilo, contratación de libros, edición literaria y no literaria. Un esfuerzo encomiable, aunque quizá demasiado orientado hacia el mundo anglosajón, que tiene como antecedente en México la colección de libros de la Universidad Nacional bautizada como Biblioteca del Editor. ®

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Publicado en: Blogs, Libros y autores, Noviembre 2011

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