Einstein on the Beach

El violín, la niña y la playa

Philip Glass y el director de escena Robert Wilson hicieron del minimalismo un juego macabro en Einstein on the Beach, ópera dividida en cuatro actos que dura cerca de cuatro horas y media. La partitura expone partículas melódicas promisorias de sensualidad pero, una vez que el oído se acerca atraído, lo atrapan en un mecanismo perverso de repetición obsesiva.

Cuadro primero

Una y otra vez el coro repite tres cuentas que salen del uno hasta el cuatro, hasta el ocho y hasta el seis. Una mujer está atrapada en una danza perpendicular mientras su hijo avienta desde una torre avioncitos de papel. El tren llega y el tren se va con lenta insistencia, ruidosa, melancólica, desapegada, etérea.

Arte cíclico

En el minimalismo musical el tiempo sirve para acumular cosas. Presentar cada una con calma, estirarla, introducir otra, variar la primera, estirar la segunda, meter una tercera, variar la segunda y aislarla mientras la primera y la tercera interactúan y esa relación las cambia en algo diferente que en realidad es el principio, lo que había antes que la primera cosa existiera; entonces el ciclo comienza de nuevo.

Cuadro segundo

Philip Glass

Un hombre y una mujer ven la noche en la parte posterior de un tren; piensan en las estrellas, las ven ahí, inmóviles, brillantes y serenas pero imaginan cómo arden y se colisionan en guerras secretas. La mujer, de movimientos abstractos, pálida como una magnolia, se va y llega otra (“¿O acaso es la misma?”, él se pregunta) de cuerpo elástico y ardiente mirada que lleva una concha de mar entre las manos. El hombre, cautivado por esta realidad femenina más física y salvaje, imagina que aborda una nave espacial con ella y aterrizan juntos en las estrellas.

Nueva tonalidad

Los minimalistas creen en la melodía pero le construyen un imperio estructurado en torno a la repetición. Siguen dos premisas: limitar los materiales (el extremo al que llegó John Cage en 4’33” es la ausencia de contenido) y construir secuencias de naturaleza obsesiva desarrolladas con frecuencia en los intervalos microtonales que ofrece la música electrónica. Defienden una postura estética que promulga el desapego entre el compositor y su obra, por lo tanto su escritura sigue una clara y concisa exploración matemática. Arrebatos e inspiración son variables calculadas; ideas y sentimientos meros eslabones. Sobre todas estas cosas laten las yertas normas de un proceso sonoro perfecto, de líneas y modelos científicos.

Cuadro tercero

Por la ventana de un edificio de ladrillo se puede ver a una mujer que calcula el espacio con el dedo índice de la mano izquierda apuntando hacia el cielo. Un saxofón tenor interpreta una canción muy triste, que oscila entre la desesperación y el lamento. Personas silenciosas de pantalón oscuro, camisa blanca y tirantes negros se detienen delante del edificio. Son 22 y todas ven el piso, excepto un hombre que tiene un tic en el cuello y lee con atención un libro negro; también hay un niño sobre una patineta roja. Detrás de la ventana la mujer sigue calculando inmóvil y el saxofón tenor hace más lento el ritmo, disminuye el volumen y le quita matices a la desdicha, permanece en un monótono sollozo, hace pensar en una tristeza que perdió la fuerza para seguir llorando y lentamente se desintegra en un vacío implacable. Una a una las personas se alejan, la mujer desaparece de la ventana y el edificio de ladrillo queda desnudo ante la noche.

La ratonera

El compositor Philip Glass (1937) y el director de escena Robert Wilson (1941) hicieron del minimalismo un juego macabro en Einstein on the Beach, ópera dividida en cuatro actos que dura cerca de cuatro horas y media. La partitura (escrita para sintetizador, coro mixto, violín solista, teclado, tres flautas, dos saxofones tenor, saxofón soprano, piccolo, clarinete bajo, un actor, tres sopranos, dos actrices y once bailarines) expone partículas melódicas promisorias de sensualidad pero, una vez que el oído se acerca atraído, lo atrapan en un mecanismo perverso de repetición obsesiva. Sobre esta implacable ratonera musical se erigen múltiples caminos literarios y visuales que ofrecen al espectador la ilusión de encontrar salidas narrativas que le permitan dar algún sentido a la obra; mas son salidas falsas, construcciones aisladas que parecen no llevar a ninguna parte.

Cuadro cuarto

Todos calculan en el interior de una nave espacial de veinte cuartos que está a punto de llegar a otra galaxia. Entre figuras geométricas de fuego hay mujeres con linternas y telescopios, un hombre que vuela, otro que duerme en una cama brillante que tardó media hora en desplegarse y una bailarina está atrapada en un elevador horizontal. Afuera las estrellas chocan y estallan; el universo se expande.

Los cuatro cuadros

Los cuatro cuadros que pueden identificarse en Einstein on the Beach (uno en el primer acto, otro en el tercero y dos en el cuarto) comparten la característica de estar poblados por misteriosos personajes encerrados en mundos íntimos llenos de manías y extravagancias que no interactúan y por arriba de ellos la continua presencia del tren propone a esta máquina nostálgica como la metáfora esencial, cuyo entendimiento soluciona el enigma de todos los demás destinos.

En México

Einstein on the beach 1

Einstein On the Beach se presentó en su versión original (concebida en 1976 y repuesta en 1984 y 1992) en el Palacio de Bellas Artes el 9, 10, 11 de noviembre de 2012 con el apoyo del INBA. Al frente del Philip Glass Ensemble estuvo Michael Riesman. Se trata de una producción hipnótica, legendaria, que tantas veces ha dado la vuelta al mundo que no tiene errores. Aunque tardó 36 años en llegar a México, es sin lugar a dudas la producción más moderna, ambiciosa y arriesgada que se ha montado en el país. Los boletos para las tres funciones se agotaron desde febrero. Las cuatro horas y media de duración corrieron sin intermedios y letreros pegados en todas las puertas anunciaban que el público “podrá —de manera silenciosa— salir y entrar libremente de la sala”. Las dos primeras horas acontecieron con el teatro lleno, de la segunda a la tercera hora la gente se salió continuamente por decenas; para el tramo final algunos regresaron y en los aplausos más de tres cuartos de los asientos del teatro estaban ocupados.

Las danzas

Entre los cuadros hay dos danzas de Lucinda Childs (una abre el segundo acto y la otra cierra el tercero) para ocho bailarines vestidos de blanco cuyo diseño está basado en el “teatro de movimiento total”, concepto acuñado por Alwin Nikolais a mediados del siglo pasado que busca enfocar la atención del público en el diseño integral de la coreografía y no en aislados movimientos de bailarines solistas. Lejos de introducir cierta sensación de liberación, como podría pensarse, las danzas están plenamente regidas por la partitura y los cuerpos humanos sufren la misma condena que los sonidos: repetir patrones una y otra vez en ciclos obsesivos. Son ballets angustiantes; el espectador espera encontrar en el movimiento de los bailarines humanidad, emociones, fragilidad, un boleto que lo saque de la máquina rígida, disciplinada, perfecta y dura, hallar imágenes de belleza instintiva que agujereen este inquietante mundo de un malvado dios robótico.

Explicación de Glass sobre su Einstein

Einstein on the beach 2

En la edición enero-febrero 2011 de la revista Pro Ópera María Eugenia Sevilla le pregunta a Philip Glas sobre sus intenciones en Einstein on the Beach, y el autor le responde que cuando él y Robert Wilson la crearon no sabían nada de ópera, “¡Ni siquiera sabíamos que habíamos escrito una!” Sin embargo con Einstein se inició la impresionante producción operística de Glass, que se compone de cerca de 24 óperas que abarcan todos los formatos imaginables: para gran orquesta, para tres actores, de cámara, para bailarines o para diseño escenográfico creado en animación 3D. El concepto de Einstein inspiró particularmente, dentro del repertorio de su autor, una serie de acercamientos operísticos donde se explora un personaje trascendente en la historia del mundo y se expone su figura sin narraciones lineales, “son especies de retratos psicológicos, de cómo era y cómo pensaba el personaje. Aquí los eventos biográficos no pueden aparecer siquiera”. Además de a Einstein, Glass ha retratado a Gandhi, Akenatón, Kepler y a finales de 2012 estrenó una ópera sobre Walt Disney, personaje que le interesó porque construyó un democrático imperio de fantasía pero no aceptaba trabajar con afroamericanos o mujeres.

Christopher Knowles

El tren y las danzas no son las únicas pistas de continuidad en Einstein on the Beach. Desde el principio hasta al final, intermitentemente a través de las escenas, varios actores recitan fragmentos escritos por Christopher Knowles, un autista que en 1976 tenía catorce años. Su prosa es errática, extravagante y está construida a partir de frases sueltas e imágenes fugaces cuya repetición obsesiva transmiten, dentro de la escritura musical de Glass, una sutil y misteriosa belleza. Lo que al principio no tenía sentido, como “Y tomará el velero algún viento. Y lo tendrá ya que es. Puede vías de tren tener estos trabajadores. Y puede donde es. Puede que Franky, puede ser Franky puede ser frescamente limpio. Puede ser un globo. Todos estos días amigos y serán los días de amigos. Y tomará el velero algún viento…”, poco a poco se convierte en una especie de hermoso himno ambiguo que ya no confunde y de pronto se convierte en la senda más fiable para encontrar una escapatoria. Los textos de Knowles sirven también para representar dos juicios orales. Uno en el primer acto, donde está involucrado un tal Mr. Bojanglers que tiene que ver unos pantalones holgados gigantescamente y le conviene saber que fue un violín a contestar el teléfono y si alguien pregunta por favor son árboles; otro en el tercer acto (al que en 1984 se le añadió un texto alternativo de Samuel M. Johnson sobre una feminista en Kalamazoo, Michigan) donde la joven jueza construye por partes la última respuesta: “Y… Y tomará el… Y tomará el velero… Y tomará el velero algún… Y tomará el velero algún viento”.

La niña y el anciano

Al final de la función en el Palacio de Bellas Artes un hombre acostumbrado a las historias de infidelidad de Mozart, el burbujeo rossiniano y a las arias de bravura de los héroes de Verdi, preguntó furibundo: “¿Y qué hay que entender aquí, si se puede saber?” En el asiento de atrás, una niña de once años le respondió divertida, con una sonrisa: “Señor, imagínese que Einstein está sentado sobre la arena; tiene el cabello alborotado y la lengua de fuera. En el cielo hay estrellas y él ve el mar; brillan sus ojos infantiles. No le puede decir nada porque está resolviendo el misterio del mundo. Imagine que se sienta cerca de él sin que él pueda verlo; se sienta cerca de Einstein en la playa y entonces usted comienza a imaginar todo lo que ese hombre fascinante está pensando… ¿Cómo imagina que sería?, pues yo creo que algo así como esta ópera, todo este estatismo, esta gente rara, estos sonidos, este enigma y este violín de donde al final salió el amor”.

Un final de amor y esperanza

En la ópera, Einstein es un violín solista que está solo en una esquina del escenario a lo largo de toda la función y toca por lapsos durante casi dos horas. Todos los pasajes del violín parecen ser una pieza más de la ratonera; no obstante, en la última escena soluciona el enigma a través de una melodía desconcertante, que no pierde nunca la naturaleza repetitiva pero está llena de un conmovedor lirismo sobre el cual un chofer de camión cuenta la historia de dos amantes cuyo amor es tan grande que resulta imposible medirlo. Y de pronto este amor disparatado, que parece provenir de un lugar lejano, se convierte en el final lógico de esta telaraña de metal, en el final lógico que cabría esperar de un alma como la de Einstein: después de los números, después de la ciencia, su vida propone un final de esperanza. ®

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Publicado en: Artes escénicas, Febrero 2013

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