EL APPROACH A FINKELSTEIN

La ópera prima de Muhammad Alí

Muhammad Alí (derecha)

El rebe de Luvabitchescribe que la novela The approach to Finkelstein del boxeador Mister Muhammad Alí, de Kentucky, “es una cintura cósmica de tiempo bastante larga (a rather long cosmic waist of time), como acostumbran serlo las primeras novelas de autores que desconocen el uso correcto de los signos de puntuación y que acaban de escribir y leer a un mismo tiempo el primer libro de sus vidas”. Antes, el rabí Shankar había denunciado a Muhammad por haberle hecho perder cinco minutos con la primera de sus oraciones, donde resuenan “el inverosímil inglés de Carlos Tevez y la elocuencia de Lionel Messi” —fundada acusación que el rebe, por su parte, repitió sin agregar una coma ante los sagrados rollos de la Torá sin obtener respuesta. Esencialmente, ambos rabinos concuerdan: los dos indican el valor de la obra como combustible y sus applications higiénicas parangonables a las del bidé (bidet). Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con un lápiz con goma; ya comprobaremos que el lápiz es mucho más útil y valioso.

La editio princeps del Approach a Finkelstein apareció en Brooklyn, a fines de lavar dinero. El papel era casi papel de diario pero sin noticias; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela judía, ambientada en Buenos Aires, escrita por un musulmán norteamericano. Es evidentemente que Muhammad interpretó a pie juntillas y sin tropiezos la frase de Maradona: “todos los yanquis tienen a un judío del Once adentro (LTA)”. En pocos meses, un lector desocupado pudo terminar uno de los cuatro ejemplares vendidos que encontró tirado en el Central Park. La Brooklyn Centennial Review y el Brooklyn Mench dispensaron sus advertencias. Entonces, para recuperar algo de dinero, Muhhamad publicó una edición que incluía fotos de su pelea con Foreman en el Madison Square Garden (El Jardín cuadrilátero de Madison que no se bifurca), que tituló The Uppercut of a woman called Finkelstein y que subtituló hermosamente: A game with boxing gloves (Un juego con guantes que boxean.) Esa edición se agotó juntó con el Sports Illustrated de Estados Unidos campeón del mundo de soccer. La que yo tengo a la vista, por desgracia, es la primera; no he logrado juntarme con la segunda, idónea para hojear en cualquier baño o sala de espera, y que a todas luces –menos las de neón que cansan la vista – presiento muy superior. A ello me autoriza el apéndice que tuvieron que extirparme por haberme empecinado en terminar la primera. Antes de examinarla –y escupirla una vez más- conviene que yo indique a cuantos grados Celsius equivalen 451 grados de Fahrenheit, para que el lector pueda quemar el libro en su hogar o en el horno, según prefiera.

Su protagonista invisible –nada se nos dice de las razones de este portento, aunque intuimos que debió de ser algo muy reciente, porque el héroe, evidentemente no habituado a su nueva condición, se demora en un kiosco en busca de monedas para el colectivo- es un estudiante del Seminario Rabínico Marshall Meyer del barrio de Belgrano. Blasfematoriamente, descree de la fe judía de sus padres (había elegido esa institución porque era malo para las matemáticas, ignorando que las letras hebreas tienen valor numérico), pero al declinar la catorceava noche del mes de Nisán se recuerda que esa noche es la primera de la pascua judía y que su familia lo espera en el barrio de Eleven (Once) para celebrar el séder de Pésaj. En el apuro por llegar a casa de sus padres antes que el profeta Elías, se halla en el centro de un tumulto de sefaradíes y asheknazíes que acababan de salir de dos sinagogas ubicadas sobre una misma vereda de la calle Pasteur. Es noche de hierbas amargas y matzes; entre la muchedumbre adversa, los bigotes prematuros y los solideos de cuero sefaradíes se abren camino. Un ladrillazo peruano vuela de una azotea; alguien hunde una mano en un glúteo coreano que justo pasaba por ahí; alguien ¿turco, ruso? intenta recoger del suelo una billetera y es pisoteado. Dos hombres y un sefaradí pelean: rollos de tela contra libros de administración de empresas, kibes y lajmashines contra rebanadas de guefilte fish con jrein, Dios el indivisible contra los 24 tomos de las obras completas de Freud. Afónico, el estudiante invisible entra en la trifulca sin que nadie perciba sus gritos ni sus golpes. Con pecosas manos invisibles, mata (o piensa haber matado) a un mosquito que le estaba picando el codo. Atolondrada, motorizada, semisatisfecha por dos grandes de muzzarella, la policía del Mauri interviene con pistolas eléctricas imparcialmente antisemitas. Huye el estudiante, casi bajo las ruedas de un colectivo de la línea 95. Busca los arrabales últimos del Once, ahí donde se convierte en Barrio Norte. Atraviesa dos avenidas Pueyrredón, o una sola que ahora es mano y contramano. Escala la tapia de un desordenado jardín de infantes, con un póster (poster) del Dinosaurio Barney en el fondo. Una chusma de shikse color de schwartze (A gossipy shartzecoloured shiksa) emerge del ascensor de servicio del edificio de sus padres. Acostado, recuerda que es invisible y que no tiene necesidad de esconderse de los vecinos ni de ocultarle a su madre las manchas de su camisa. Sube por una escalera de fierro –solo después de haber intentado en vano guiar su dedo hasta el botón del piso de sus padres- y, al abrir la puerta del departamento, es confundido con el profeta Elías. El único que lo reconoce es la nueva pareja de su tía, un shleper alcohólico a quien nunca antes había visto y que, desoyendo todas las advertencias y recomendaciones, había caído en saco roto (in a torn cardigan). Ese hombre le confía que su profesión es profanar tumbas en el cementerio de La Tablada. Refiere otros antecedentes laborales y menciona que hace catorce noches que no fornica con la tía del estudiante, porque descubrió que la mujer llevaba en el cuello un colgante que tenía inscripta una palabra en hebreo que significa vida y no un saludo nazi. Habla con exacerbado rencor de evidentes judíos homosexuales de Tigre, “comedores de knishes y de varenikes, hombres tan infames como tu padre o como vos”. La familia no interviene porque cree que el hombre está hablando solo después de beberse las cuatro copas rituales con el estómago vacío. El estudiante percibe un repentino apagón en todo el barrio: en realidad uno de sus primos menores acaba de golpearlo en la nuca con la raqueta que le regalaron hace unos instantes por haber encontrado el aficomán. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el profanador pero su tía sigue en el departamento, llorando. Han desaparecido también un par de güisquis (whiskies) que el padre del estudiante había escondido para celebrar cuando enviudara y unos dólares (lochshums) que había separado en esa misma esperanza. Ante las imprecaciones recibidas la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en el tercer cinturón del conurbano. Piensa que se ha mostrado capaz de matar a un mosquito, pero no de saber con certidumbre si ese mosquito era capaz de inocular el paludismo. El nombre de Tigre no lo deja, y el de una bume (mujer sefaradí de casta muy poco casta) de Hacoaj, muy preferida por el odio y la lujuria del profanador de tumbas. Arguye que el odio de un hombre tan minuciosamente shleper y goi importa un comino. Resuelve –sin ayuda de nadie- buscarla y pagarle para venga con él al séder de la noche siguiente, para así reivindicarse de las acusaciones del profanador y demostrarle a su familia que no se ha hecho gay ni goi, y que todavía está con vida a pesar de su invisibilidad y de no haber obtenido un diploma universitario. Ante el estupor de su hermana, mueve el vientre con estruendo y con la puerta del baño abierta —poco a poco va descubriendo las ventajas de su nueva condición— y emprende, ya más ligero, el largo camino a Tigre. Así acaba la segunda página de la obra.

El argumento es este: Un hombre, el estudiante invisible y sin título que conocemos, cae entre las mujeres más viles de Hacoaj y se acomoda a ellas, en una especie de certamen de infamias.

Imposible trazar las peripecias de la página siguiente. Hay una vertiginosa pululación de mujeres judías – para no hablar de una de ellas en particular que parece agotar todos los clichés del estereotipo (desde el colorado cabello encrespado hasta las pecas en los pómulos) y de una cuyos glúteos prematuramente comprenden la vasta geografía de los municipios de Victoria y San Fernando. La historia comenzada en Belgrano sigue en las casas bajas del club de campo de Hacoaj, se demora una tarde y una noche en el club house de madera, narra la muerte de un dentista ciego en el polvo de ladrillo, conspira en el green del hoyo catorce anotándole un golpe de más a un rival, reza y se masturba para vivir en carne propia las experiencias de Onán, mira nacer los días en el arco de una cancha de fútbol, mira morir las tardes en la misma cancha de fútbol pero en el arco de enfrente, vacila y mata un sapo con la bicicleta y cierra la órbita de sus ojos cuando las ruedas delanteras se clavan en un lomo de burro, para caer a pocos pasos de otra shikse color de shwartze. El argumento es este: Un hombre, el estudiante invisible y sin título que conocemos, cae entre las mujeres más viles de Hacoaj y se acomoda a ellas, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de un goi ante el espectáculo de un miembro circunciso— percibe alguna mitigación de esa infamia: una ternura, una sonrisa ante una ironía, un silencio, en una de esas mujeres aborrecibles. “Fué como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor capaz de la sinapsis”. Sabe que la mujer vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que ésta ha reflejado a una amiga, o a la prima de un amiga. Repensando el problema, llega a una convicción improbable: En algún lugar de Hacoaj hay una mujer capaz de quererme aunque yo no tenga título universitario y no veranee en Punta del Este; en algún punto de Hacoaj está esa mujer que es todo lo contrario a mi hermana. El estudiante resuelve dedicar toda la tarde siguiente a encontrarla.

Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de una alma gemela a través de inefectivos approaches (approaches): en el principio, tenues piropos susurrados al pasar desde la impunidad invisible; en el fin, chabacanerías soeces y crecientes de la desesperación, del celo y de la misoginia. A medidas que las mujeres interpeladas han conocido más de cerca a Finkelstein, su porción de enojo es mayor, pero se entiende que no golpeen al estudiante porque no lo pueden ver. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargosa novela de Muhammad es un suplicio ascendente, cuyo final es el presentido “uppercut de la mujer que se llama Sharon Finkelstein”. La inmediata antecesora de Finkelstein es una psicóloga ashkenazí con glúteos firmes pero busto casi tan invisible como el del estudiante; la que la precede es una productora de televisión sefaradí que es una santa… Al cabo de las horas, el estudiante llega al vestuario de damas “en cuyo fondo hay una puerta batiente con una mezuzá y atrás un vaho de vapor”. El estudiante se golpea las manos una y dos veces contra la pared y pregunta por Finkelstein: “¿está Sharon? Una voz de silbato –la increíble voz de Sharon Finkelstein- lo insta a pasar. El estudiante empuja la puerta y ve venir un guante de box a su quijada. En ese punto la novela concluye.

Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la de saber leer y escribir; otra, la de conocer el tema sobre el que está escribiendo. Muhammad satisface a duras penas la primera; definitivamente no la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado protagonista debería ser un judío del once real, con un marcado y definido sentimiento de culpa, y no un desorden de lugares comunes propios de una película de Burman con guión de Birmajer. En la primera versión, las fotografías ralean: “la mujer llamada Finkelstein” insinúa un busto prominente pero debemos conformarnos con imaginarlo. Desgraciadamente, esos relieves no aparecen en ninguna de las fotos de la segunda —de la que solo he oído hablar—, en donde, me han comentado, solo se ven ganchos y jabs de Muhammad pero ninguna derecha cruzada de Foreman que haga realidad el deseo más profundo de los lectores. Finkelstein es emblema de una Diosa judía y por eso no aparece su imagen; los puntuales itinerarios del héroe son los que hace todo socio de Hacoaj cada uno de los fines de semana que no está en Miami ni en Punta del Este. Hay pormenores afligentes: un judío negro a quien el intendente del club expulsa en nombre de la comisión directiva; un cristiano que usa vaqueros (jeans) sin ropa anterior para ver si en un descuido se flagela y deja de ser el centro de atención del vestuario de hombres; un lama que se afeita toda la cabeza menos un mechón de pelo circular para no tener que ponerse una kipá cada vez que lo invitan a un casamiento judío o a un entierro. Esos personajes quieren insinuar que en Hacoaj hay un puñado de gois, pero que todos ellos tienen, al menos, un amigo o compañero de dobles judío. La idea es poco creíble, a mi ver: ¿para qué pagar una cuota tan alta para ir a un club judío cuando uno tiene la posibilidad de acceder al Jockey? No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que Sharon Finkelstein no es judía, y que simplemente ha adoptado ese nombre artístico para poder bailar rikudim y conseguirse un marido que la mantenga. Finkelstein (el nombre del profético auditor que le recomendó a Beraja llamar con urgencia a los abogados de Madoff) quiere decir etimológicamente La falsa bailarina. En la primera versión, el hecho de que el protagonista fuera invisible justifica la dificultad de las mujeres para asestarle un cross en la mandíbula (golpe que Finkelstein concreta gracias a Dios y a que el vaho de vapor recorta la silueta del estudiante contra los azulejos del vestuario); en la segunda, el lector abandona inevitablemente la lectura al promediar la segunda oración atraído por las fotografías de Muhammad y Foreman en el Madison Square Garden. Mister Muhammad Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del escritor: la de saber escribir.

Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante los defectos del libro. Hay, a pesar de todo, un par de rasgos muy civilizados: por ejemplo, la aclaración en tapa de que no se aceptan devoluciones, y cierto epígrafe de una de las fotografías en donde Muhammad aclara que solo una vez ha resuelto una discusión conyugal a las trompadas, “para no tener razón de un modo triunfal”.

*

Se entiende que es deshonroso que un libro actual se venda en la misma mesa de saldos que los libros antiguos: ya que a nadie le gusta (como dijo Magic Johnson) deberle aún dinero a los editores y ver que los periodistas de los suplementos culturales ya han arrojado la obra de uno al cesto (basket). Los repetidos pero infructuosos llamados de Muhhamad a los periódicos judíos de Buenos Aires y Nueva York siguen escuchando —todos sabemos por qué— el tono de ocupado; no obstante, tengo entendido que Muhammad ya está trabajando en la segunda parte de su saga, que lleva el título provisorio de En busca del aficomán perdido. Otros planes para obras futuras no le faltan. Algún inquisidor ya se ha apuntado para darle caza a Muhammad ni bien la Santa Sede lo declare judío. Muhhamad admite que la novela tiene cierto aire semítico, pero alega que sería muy anormal que una obra impresa no tuviera ninguna relación con el Pueblo del libro… Yo, con toda humildad, señalo la necesidad de ajusticiarlo y sugiero utilizar el mismo método de tortura ideado por el cabalista Domingo Felipe Luria, que en la década del noventa propaló a millones de desdichados que el alma valía menos que un buen calzado nuevo. Reebok se llamaba esa variedad de zapatillas.[1] ®


[1] En el transcurso de esta noticia, me he referido dos veces al aficomán. Quizá no huelgue la CTA de Luis D’elia si me digno a explicarle al público goi lo que esta palabra significa. Al comienzo del séder de Pésaj, se parte en dos una de las tres matzot rituales. El trozo más pequeño (valga el oxímoron) se envuelve en una servilleta blanca y se lo esconde, para que luego los niños, al final de la velada, compitan por encontrarlo. Quien encuentra el aficomán recibe una recompensa del zeide de la casa. El objetivo es mantener despiertos a los niños hasta el final del séder. Hay quienes ven en este juego una alegoría de la busca de esposa. Según ellos, la novia equivale a un pedazo de comida envuelto en una tela blanca, capaz de mantener a los hombres (niños eternos) despiertos en este séder que es la vida. Quien encuentra una mujer para casarse recibe una recompensa en forma de regalos de casamiento, solo para descubrir que el séder (la vida) en realidad recién ha comenzado, y que ni bien se descuide (o dejemos de cuidarse) llegarán los verdaderos niños, esos que le impedirán conciliar el sueño por unos cuantos años. Todo esto lo explica el Shulján Aruj, tratado cuyo título en hebreo significa “mesa larga como para no oír las quejas de tu mujer”. Para esta nota no he consultado el Shulján Aruj pero sí mi reloj, y creo estoy llegando tarde a mi clase de yoga.

Los contactos del Shuljan Aruj con la novela de Mister Muhammad Alí no son excesivos: apenas tienen en común el hecho de comenzar los dos en la primera página. En la página dos de la novela, unos poemas atribuidos por la productora de televisión sefaradí a Finkelstein son, quizá, la magnificación de su propia estupidez; esta y otras fallidas expresiones artísticas pueden significar que muchas veces conviene dedicarse a labores más prosaicas como arrancar muelas; pueden también significar la identidad del buscado y del buscador, en cuyo caso estaríamos ante la forma más patológica del narcisismo. Otro capítulo insinúa que Finkelstein es el mosquito que el estudiante cree haber matado, o que Finkelstein tiene un cerebro de las mismas dimensiones y características que el del insecto. ®

Notas
1)En el transcurso de esta noticia, me he referido dos veces al aficomán. Quizá no huelgue la CTA de Luis D’elia si me digno a explicarle al público goi lo que esta palabra significa. Al comienzo del séder de Pésaj, se parte en dos una de las tres matzot rituales. El trozo más pequeño (valga el oxímoron) se envuelve en una servilleta blanca y se lo esconde, para que luego los niños, al final de la velada, compitan por encontrarlo. Quien encuentra el aficomán recibe una recompensa del zeide de la casa. El objetivo es mantener despiertos a los niños hasta el final del séder. Hay quienes ven en este juego una alegoría de la busca de esposa. Según ellos, la novia equivale a un pedazo de comida envuelto en una tela blanca, capaz de mantener a los hombres (niños eternos) despiertos en este séder que es la vida. Quien encuentra una mujer para casarse recibe una recompensa en forma de regalos de casamiento, solo para descubrir que el séder (la vida) en realidad recién ha comenzado, y que ni bien se descuide (o dejemos de cuidarse) llegarán los verdaderos niños, esos que le impedirán conciliar el sueño por unos cuantos años. Todo esto lo explica el Shulján Aruj, tratado cuyo título en hebreo significa “mesa larga como para no oír las quejas de tu mujer”. Para esta nota no he consultado el Shulján Aruj pero sí mi reloj, y creo estoy llegando tarde a mi clase de yoga.
Los contactos del Shuljan Aruj con la novela de Mister Muhammad Alí no son excesivos: apenas tienen en común el hecho de comenzar los dos en la primera página. En la página dos de la novela, unos poemas atribuidos por la productora de televisión sefaradí a Finkelstein son, quizá, la magnificación de su propia estupidez; esta y otras fallidas expresiones artísticas pueden significar que muchas veces conviene dedicarse a labores más prosaicas como arrancar muelas; pueden también significar la identidad del buscado y del buscador, en cuyo caso estaríamos ante la forma más patológica del narcisismo. Otro capítulo insinúa que Finkelstein es el mosquito que el estudiante cree haber matado, o que Finkelstein tiene un cerebro de las mismas dimensiones y características que el del insecto.
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Publicado en: Narrativa, Noviembre 2010

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