El contexto de la acción

y la necesidad de los códigos de comportamiento organizacionales

Cada una de nuestras acciones tiene un suceso psicológico que la precede, la acompaña o le sigue; sin un determinado conjunto de sucesos mentales perceptibles, la acción racional sería imposible. A esto se le conoce en la ciencia cognitiva y en la filosofía de la mente con el nombre de intenciones.

1. Intención, acción, interacción

Todos y cada uno de nosotros somos seres racionales. Contamos con creencias, deseos, motivos y perspectivas que nos impulsan a actuar, a tener este o aquel comportamiento; a realizar determinadas acciones y a evitar otras.

Cada una de nuestras acciones tiene un suceso psicológico que la precede, la acompaña o le sigue; sin un determinado conjunto de sucesos mentales perceptibles, la acción racional1 sería imposible. A esto se le conoce en la ciencia cognitiva y en la filosofía de la mente con el nombre de intenciones.

De las intenciones debe subrayarse que es un concepto genérico que se utiliza en sentido técnico para nombrar un amplio conjunto de eventos mentales que influyen en nuestro comportamiento y en nuestra vida consciente en general.2 De éstos, los más comunes, presentes en la cotidianidad, son las creencias y los deseos. Por regla general nuestra vida ordinaria es un cúmulo de creencias y deseos —y de otras intenciones varias—, algunas permanentes y pertinaces, otras cambiantes y efímeras.

No todas nuestras creencias y deseos e intenciones en general desembocan en acciones (por ejemplo, J puede creer que existe vida inteligente en otra galaxia o que los ancestros de su familia eran mexicanos sin que ello implique una acción de su parte); pero a la inversa, toda acción está relacionada con algún tipo de intención, principalmente creencias y deseos. Por ejemplo, (1) E salió de su casa y compró un pastel de chocolate porque tenía el deseo de comerse un buen trozo de éste. (2) D se preparó para el examen de admisión al bachillerato porque quería continuar con sus estudios. (3) Z se acostó con el líder de la secta porque tenía la esperanza de que eso la acercara más a Dios, etcétera.

De manera que todas nuestras acciones se hallan en el contexto de un sistema grande y complejo de intenciones; éstas las determinan, las provocan y, al mismo tiempo, se retroalimentan con ellas. Ejemplificando, F tiene la creencia de que es más corpulento y veloz que su rival durante un juego de futbol americano; en consecuencia, juega ya bien a ganarle en campo abierto, ya bien a eludirlo con un knock and run; no obstante, durante el transcurso del partido se percata de que no puede hacer ni lo uno ni lo otro, entonces adquiere la nueva creencia de que su rival es más veloz y corpulento que él.

Todo ello mezclado, acciones e intenciones y el entramado relacional entre ellas, nos hace ser sistemas psíquicos racionales. Cada sistema psíquico entra en contacto con frecuencia con sistemas semejantes. Decimos entonces que interactúa. Genera cadenas de acciones en las que se halla como participante, como un eslabón entre muchos otros. Cuando esta dinámica ocurre, los involucrados generalmente:

a) comunican o llevan a cabo una acción comunicativa, y

b) persiguen un fin o llevan a cabo una acción instrumental.3

Estas dos clases de interacción a su vez se subdividen en 1) informales, y 2) formales. Un caso clásico de a1 es la comunicación de los sentimientos y emociones: A le dice a B, de manera espontánea (a la mitad de una función de cine, al inicio de un baile o en la sobremesa) “Te amo”, al tiempo que enumera algunas cualidades de su interlocutor. Similarmente, un caso común de b1 es que Q quiere deshacerse de un tlacuache [zarigüeya] que atosiga sus costales de maíz desgranado; lo oye por la noche, toma su linterna y su escopeta y le pega dos tiros en un rincón de la bodega.

De manera que todas nuestras acciones se hallan en el contexto de un sistema grande y complejo de intenciones; éstas las determinan, las provocan y, al mismo tiempo, se retroalimentan con ellas.

Como se nota, el giro informal de a y b generalmente se encuentra guiado por motivos personales (en algún sentido importante egoístas) en contextos de acción flexibles y laxos.

Contrariamente, los casos formales exigen cálculos más precisos y reglas de comportamiento mucho más acotadas. Así, una instancia típica de a2 es la comunicación que se lleva a cabo entre los órganos gubernamentales. Si la institución Ñ desea hacer saber, digamos, su balance financiero y los requerimientos presupuestales anuales a la Secretaría encargada de ello, necesita elaborar oficios con firmas autorizadas y validaciones internas de la información que ha puesto en circulación intra gubernamental. O, para b2, supongamos que la fuerza aérea rusa necesita mejorar los aditamentos cibernéticos de sus cazas MIG 29; será necesario que sus ingenieros sigan una serie de pasos absolutamente planificados para lograrlo (pruebas técnicas, revisión de planos técnicos, verificación de materiales, informes pormenorizados de desempeño, etcétera).

Estamos, pues, en el nivel de la interacción organizacional. Hasta ahora hemos hablado indiscriminadamente de acciones en los más diversos contextos; de las acciones personales a las complejas acciones organizacionales en su vertiente industrial, pasando por las que se desarrollan en organizaciones espectáculo-deportivas. Es tiempo de clasificarlas con más detalle.

2. Libertad de acción, interacción organizacional y cauces de la acción

Hemos establecido que los seres humanos se caracterizan por tener acciones e intenciones, que éstas pueden ser subjetivas o pueden establecerse en conjunto con otros sujetos para formar cadenas de interacción, y que la interacción tiene cuatro formas básicas que, en última instancia, diferencian entre contextos de acción relajados y estrictos. Así, en la cotidianidad realizamos una serie desmesurada de acciones. La mayoría de ellas espontáneas e impredecibles.4 Ejemplificando:

(1) K se halla comiendo con su familia en una tarde calurosa. Todos beben limonada con hielo. De pronto K decide que le vendría mejor para calmar la sed y el bochorno una cerveza helada. Se para de la mesa, abre el refrigerador y toma una lata de su bebida preferida (la cerveza, por supuesto).

(2) P se encuentra que durante el trayecto cotidiano a su oficina un grupo de manifestantes ha bloqueado la avenida principal de su recorrido; metros antes de entrar de lleno al embotellamiento vira súbitamente hacia la última calle perpendicular libre antes del tapón humano, salvando así la espera y la demora para llegar a su trabajo.

(3) V está con un grupo de amigos contando las incidencias del partido de futbol al que asistió un día antes como espectador. Mientras narra una jugada hace una pausa y afirma que un determinado movimiento del goleador de su equipo le recordó uno igualmente espectacular que hiciera hace un par de años otro jugador, de otro equipo, en otro partido de otro torneo. Recuerda la anécdota y dedica varios minutos a relatarla; pasado ese tiempo, retoma su narración original del encuentro reciente.

La “arbitrariedad” de nuestras acciones comunes es un rasgo esencial de nuestra vida. De un momento a otro decidimos tomar este o aquel curso de acción. (Con todo, nuestro comportamiento, en un nivel global, adquiere con el paso del tiempo cierta estandarización que reduce su complejidad potencial.) Al mismo tiempo, somos un complejo psicológico que nos lleva a tener un cúmulo dispar de intereses, deseos, apetitos, creencias, etcétera —es decir, un complejo de intenciones. Así, por igual, podemos ser aficionados a la lectura, al cine, a los videojuegos y a las cintas para adultos; a jugar futbol con los amigos, a practicar natación, tenis o juegos de mesa; ir al templo de manera cotidiana, leer libros de autoayuda y revistas de automóviles o de moda, etcétera. Asistir un día a un concierto de rock y una semana después a la ópera, interesarnos con un documental sobre la vida de los murciélagos y morir de risa con una cinta protagonizada por Ben Stiller. Todo junto.

La característica fundamental de todo ello es que poseemos y ejercemos la libertad de acción.5 Tomamos decisiones soberanas y actuamos en consecuencia. El entorno social pone a nuestra disposición un conjunto potencialmente infinito de vías de comportamiento a elegir. Entre ellas, tenemos la oportunidad, por ejemplo, de seguir las normas o de pasarlas por alto; de buscar ante todo nuestro beneficio personal o el bien ajeno; comprometernos con una ideología o no tenerla en absoluto; perseguir la coherencia, la anticipación y la planificación de nuestra existencia o, por lo contrario, dejar que el azar y las circunstancias dominen nuestra conducta. En suma, tenemos la facultad para elegir equivocarnos.

Dada esta característica intrínseca de nuestra especie, como resultado del desarrollo evolutivo de ésta, la sociedad se ha decantado por un orden de tipo sistémico y organizacional. La conformación de organizaciones sociales, que son un caso especial de los sistemas sociales,6 es primordialmente la puesta en práctica (evolutivamente ineludible) del acotamiento de la libertad de acción. En su clásica definición de las organizaciones Idalberto Chiavenato, siguiendo a Charles I. Barnard, establece que

Una organización es un sistema de actividades conscientemente coordinadas, formado por dos o más personas, cuya cooperación recíproca es esencial para la existencia de aquélla. Una organización sólo existe cuando: 1. Hay personas capaces de comunicarse, 2. Están dispuestas a actuar conjuntamente, y 3. Desean obtener un objetivo común [Chiavenato, 1998: 10].

Las organizaciones funcionan como sistemas de sistemas psíquicos. Se dirigen a un fin o a una serie de fines bien delimitados. Ante todo, buscan existir de manera permanente, sacar provecho propio de su existencia y habérsela de manera exitosa con las exigencias del entorno que las delinea. Para ello, requieren acotar el riesgo, evitar las sorpresas y filtrar las perturbaciones inherentes a sus componentes subjetivos. Por esto se desempeñan con comunicaciones altamente codificadas que, sobre todo, establecen canales de acción posible. Su razón de ser es la limitación de la inestabilidad.

El supuesto implícito es que los sujetos son entorno —junto con el resto de organizaciones, subsistemas sociales y el ecosistema— de las organizaciones. La razón es que los seres humanos individualmente orientamos nuestro comportamiento de manera egoísta (cosa que no es ni negativa ni positiva, sino un mero rasgo evolutivo de la especie), privilegiando los intereses y deseos propios ante el resto de nuestros semejantes; calculando el riesgo de no ceder parte de ellos en las distintas interacciones cotidianas en las que nos movemos y dejando para mejor momento la persecución compartida del bien común. Afirma el sociólogo alemán Niklas Luhmann:

Toda relación social se basa (y eso presiona la elasticidad del tiempo) en un cálculo con un alto grado de búsqueda de aumento de las ventajas individuales y racionales —y naturalmente la disminución de las desventajas. La solidaridad se desarrolla de manera secundaria y más bien en la forma de un cálculo generalizado que se puede ahorrar en el caso particular [2001: 13].

Todo ello aunado a la ya mencionada libertad de acción subjetiva. Ante esto, la sociedad y sus desarrollos sistémicos limitan la espontaneidad subjetiva. La manera estándar que las organizaciones (y todas las instituciones en general) tienen para canalizar y limitar la libertad de acción de los individuos es a través de códigos coactivos de comportamiento. Esto es, por medio de una serie finita de reglas con lógica y coherencia internas —es decir, un sistema de normas— entrelazada con la posibilidad del uso de la acción represiva legitima o, lo que es lo mismo, la amenaza de sanciones para los casos en los que no se cumplan las normas estipuladas.

Las organizaciones funcionan como sistemas de sistemas psíquicos. Se dirigen a un fin o a una serie de fines bien delimitados. Ante todo, buscan existir de manera permanente, sacar provecho propio de su existencia y habérsela de manera exitosa con las exigencias del entorno que las delinea.

La necesidad de una codificación así es patente. Basta pensar que para controlar y sancionar el tránsito vehicular cotidiano, de manera universal, es necesaria la fuerza pública. De otra manera, la vialidad (especialmente en las grandes metrópolis de nuestra era) se colapsaría en la anarquía total impulsada por las acciones del interés particular.

Lo mismo ocurre con la necesidad de elaborar un contrato civil sancionado, a través del matrimonio, para que una interacción que por principio es absolutamente personal y espontánea adquiera posibilidad de generar derechos y obligaciones que de otra manera rara vez se cumplirían, especialmente en la eventualidad de que el vínculo sentimental inicial mengüe o se modifique con el paso del tiempo.

O la institución social de los horarios. Hasta la más informal cita requiere que se establezca un momento fijo para que se lleve a cabo. Si esa convención no existiera sólo muy rara vez las acciones de los individuos podrían ser acopladas de la manera conveniente en que de hecho se desarrollan. La aleatoriedad de los encuentros personales, los retrasos infinitos —¡que con todo ocurren de manera abrumadora en una cultura como la nuestra!— serían la constante del sistema social.

Con base en lo antedicho, observamos la siguiente gradación de la potencialidad para actuar:

1. Libertad individual (sin interacción): cepillarse los dientes, estacionar el auto, escuchar el walkman, atarse las agujetas, ducharse, cantar en la ducha, masturbarse, espiar al vecino, gritar insultos al árbitro al observar una transmisión deportiva televisiva, etcétera.

2. Influencia de interacción: hacer una apuesta, perder y pagarla; prometer y cumplir algo, ser fiel, ofrecer una fiesta, prestar dinero, jugar con los hijos, participar en la porra de un equipo deportivo, conducir en la ciudad, etcétera.

3. Códigos impositivos: derecho positivo, constitución política de un país, códigos de conducta corporativos, matrimonios civiles, reglamentos escolares, normatividad de lugares públicos, etcétera.9

En cada uno, a grandes rasgos, las penalizaciones que les son asociadas aumentan de grado con cada nivel de acción posible; van de la incomodidad personal al encarcelamiento, pasando por el desprestigio y la marginación social.

En el ámbito organizacional, encontramos tres niveles básicos de regulación de las acciones individuales; éstos se corresponden con la línea de flotación de los sujetos dentro de una organización, que va de la estabilidad laboral, que es una función del acatamiento de los códigos organizacionales establecidos, al despido, que es una función de la ruptura de éstos.

Tenemos entonces la siguiente tipología de las formas clásicas del poder organizacional:

1. Reducción de la inseguridad: autoridad para la toma de decisiones.

2. Acotamiento positivo de la libertad de acción: salarios, sueldos según aptitudes y de acuerdo con parámetros económicos tanto locales como globales.

3. Acotamiento negativo de la libertad de acción: amenazas de sanciones; posibilidad de recibir un castigo en caso de que se pase por alto la normatividad establecida.10

En relación con ello, tenemos la posición en que cada persona se halla dentro del entramado estructural de la organización. Lo que aquí llamamos, de manera metafórica, línea de flotación laboral, que no es más que la relación entre el comportamiento de un individuo y su adecuación (o falta de ella) respecto de las normas organizacionales. Esquematizando:

Así, hallamos la siguiente relación de reciprocidad entre las formas del poder organizacional y la línea de flotación laboral:

Destacamos aquí, a manera de nota sociológica, el peculiar carácter del acotamiento negativo. En palabras de Luhmann:

La distinción decisiva con respecto a las sanciones positivas es que las sanciones negativas no tienen necesariamente que llevarse a efecto: su realización fáctica contradice el sentido del medio y pone de manifiesto, en cada caso, el término de su efectividad. Cuando se encarcela a un ciudadano o se despide a un empleado no se logra lo que con la amenaza se quería lograr [2001: 16].

3. Intereses individuales, fines organizacionales y mutua armonía

Hasta ahora hemos establecido que las organizaciones se oponen a la libre determinación de los sujetos. Que cuentan con parámetros codificados para canalizar las acciones posibles de sus miembros y que tienen la necesidad de delimitar la conducta como uno de los medios para conseguir sus fines preestablecidos. Todo ello es cierto. En un sentido amplio, las organizaciones se contraponen a los sujetos. No obstante, la organización contemporánea12 es un medio a través del cual los individuos encuentran la mejor manera de cumplir con plenitud una gama de intereses y objetivos personales. Siendo el primero y principal de ellos la remuneración económica, el salario. Junto con éste encontramos diversas prestaciones que van de los sobresueldos por buen desempeño y puntualidad, a servicios médicos, capacitación constante, competencias deportivas y eventos festivos de integración laboral, junto con el reconocimiento social y personal por pertenecer a ésta o aquella organización de prestigio consolidada en su área de producción.

Clarifica Chiavenato: “Las personas y las organizaciones están implicadas en una interacción compleja y continua. Las personas pasan la mayor parte de su tiempo en las organizaciones de las cuales dependen para vivir; éstas, a su vez, están conformadas por personas sin las que no podrían existir” [1998: 53].13

A través del entendimiento de ello los sujetos se suben al tren de los beneficios, expectativas de vida y persecución del cumplimiento de éstas que les proporciona las organizaciones. La evolución social ha enseñado que ésta es una de las formas más eficaces de coexistencia estable y provechosa en las sociedades contemporáneas. Que el devenir de las necesidades desreguladas de comportamiento organizacional en diversas partes del mundo desvirtúe su papel en el desarrollo del sistema social es una realidad creciente y acuciante y será motivo de un próximo ensayo. ®

Referencias
1. Idalberto Chiavenato [1998], Administración de Recursos humanos, Bogotá: McGraw-Hill.
2. Donald Davidson [1980], Ensayos sobre acciones y sucesos, Barcelona: Crítica.
3. Daniel C. Dennet [1987], La actitud intencional, Barcelona: Gedisa.
4. Jürgen Habermas [1981], Teoría de la acción comunicativa (2 volúmenes), Madrid: Taurus.
5. Niklas Luhmann [1984], Sistemas sociales, México: Alianza-UIA.
6. Niklas Luhmann [2001], “Sobre el poder”, Metapolítica, México, octubre-diciembre.
7. John R. Searle [1983], Intencionalidad, Madrid: Tecnos.

Notas
1 Debe destacarse tanto el término ‘acción racional’, ya que existen numerosas acciones —en sentido amplio— que no son racionales (la digestión, los actos reflejos, la respiración, los r.e.m., etcétera), como la descripción ‘sucesos mentales perceptibles’, puesto que encontramos diferentes motivos de la acción de los que no somos concientes (impulsos reprimidos, deseos subliminales, fobias inconscientes, etcétera). Durante el resto del texto, cuando me refiera a acciones y sucesos mentales será en el sentido racional y conciente de ambos conceptos.

2 Al respecto, el filósofo de la mente estadounidense John R. Searle precisa que “tener intención de y las intenciones son sólo una forma de intencionalidad entre otras, no tienen un status especial. Hay un cierto equívoco bastante obvio respecto de la ‘intencionalidad’ e ‘intención’ que sugiere que las intenciones, en el sentido ordinario, tienen algún papel especial en la teoría de la intencionalidad; pero de acuerdo con mi explicación, la intención de hacer algo es sólo una forma de intencionalidad junto con la creencia, la esperanza, el temor, el deseo y muchas otras; no intento sugerir, por ejemplo, que porque las creencias sean intencionales, contengan de algún modo la noción de intentar algo, o que alguien que tenga una creencia deba por eso tener la intención de hacer algo en relación con ella” [1983: 18-19].

3 La distinción proviene de la ya canónica obra del sociólogo alemán Jürgen Habermas [1981].

4 El adjetivo ‘impredecible’ quiere destacar el carácter libre de las acciones más que describir una cualidad intrínseca de aleatoriedad de éstas. Es evidente que en un sentido perfectamente cotidiano podemos predecir con un alto grado de fiabilidad las acciones de los sujetos (el observador incluido), en especial cuando somos concientes de muchas de sus creencias y deseos. Por ejemplo, si una persona es muy devota, podemos predecir con mucha confianza, incluso días antes, que el próximo domingo asistirá al servicio religioso de la fe que profesa. O si sabemos que un amigo es aficionado a las carreras de caballos, pronosticamos con certeza que la próxima vez que cobre su quincena acudirá al hipódromo para apostar, y así por el estilo. Sobre ello han insistido, entre otros, Daniel C. Dennet [1987] y Donald Davidson [1980].

5 Ya desde la época medieval, esta característica de la especie humana devanaba la cabeza de los teólogos de entonces. La polémica central giraba en torno al papel de Dios en la libertad de acción. Dos eran los principales juicios contrapuestos: (i) Si Dios todo lo sabe y todo lo puede, entonces, conoce y ha determinado de antemano cuál es el destino de todos y cada uno. (ii) Si Dios no ha determinado con antelación el destino de todos y cada uno, entonces su omnipotencia está en cuestión (que no su omnisciencia, ya que puede saber lo que ocurrirá sin intervenir en ello). No fue sino hasta el siglo XIII cuando Tomás de Aquino puso punto final a la disputa al establecer que precisamente haciendo uso de su omnipotencia la Divinidad otorgó al hombre, a manera de don, la libertad de acción, el libre albedrío. Así, Dios sabe cuál será el final de nuestros actos, pero no interviene en ellos (salvo en el caso extravagante de los cambios abruptos del curso de la vida que se conocen como milagros con los que, de paso, el Ser supremo muestra su poder infinito): mucho ha hecho con dejarnos elegir entre uno u otro cauce de acción. Desde entonces, ese concepto ha quedado establecido en el canon católico universal.

Actualmente, aparte de las personas muy religiosas, el libre albedrío es interpretado como la necesidad subjetiva de reducir la complejidad de la sociedad contemporánea, a través de comunicaciones y acciones específicas en un contexto social abigarrado de posibilidades infinitas de elección (al respecto véase Luhmann, 1984).

6 En términos generales, los sistemas sociales se caracterizan por 1) tener como elementos necesarios (pero no suficientes) vastos conjuntos de individuos; 2) tener como elementos fundamentales a las comunicaciones (típicamente, códigos simbólicos de intercambio estandarizado de información; el lenguaje es el más común y extendido de ellos); 3) la capacidad de autorreproducción (o autopoiesis) de sus elementos fundamentales; 4) poseer una alta complejidad comunicacional que tiene como resultado: 5) La reducción de esa complejidad con base en la diferenciación sistema/entorno. Las organizaciones son un caso de sistemas sociales con características propias como la de poseer fines específicos y estructuras bien delimitadas de acción, tanto comunicativa como instrumental (confróntese Luhmann, 1984, y Chiavenato, 1998).

9 Confróntese Luhmann, 2001.

10 La tipología proviene de Luhmann, 2001. La adaptación al ámbito específico de las organizaciones laborales es mía.

12 Resaltamos la precisión ‘organizaciones contemporáneas’, ya que en otros tiempos las organizaciones no sólo se oponían a los individuos, sino que eran verdaderos enemigos de su dignidad y supervivencia. Sólo piénsese en las haciendas mexicanas prerrevolucionarias (con sus famosas “tiendas de raya”), los plantíos estadounidenses en Centroamérica a finales del siglo XIX y principios del XX, o las minas de carbón, cobre y plata inglesas en Chile durante la misma época. (Por supuesto, en la actualidad siguen existiendo enclaves productivos cuyas condiciones laborales son deplorables. Ejemplos claros son muchas maquiladoras asiáticas, mexicanas y centroamericanas. Sin embargo, podría pensarse que este tipo de organizaciones no son verdaderamente contemporáneas, sino que son lugares arcaicos de una época que debiera haber sido superada tiempo atrás.) Para una caracterización sucinta de los modelos organizacionales exclusivamente del siglo XX (notablemente sin crítica ideológica que se echa en falta), véase Chiavenato, 1998: 11 y ss.

13 El autor habla de toda organización posible en general. En este caso, hemos restringido a lo largo del texto el uso del término ‘organización’ a un caso de éstas: la organización laboral.

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Publicado en: Enero 2012, Política y sociedad

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