El Corregidor de Amsterdam

Una revista cultural de la aldea de Volendam

El ritmo monocorde y cansino era la característica común de la labor de Marco. A diario preparaba la plancha de la imprenta, corregía los errores ortográficos de los originales, amontonaba las letras de hierro, las entintaba, tomaba dos vasos de cerveza, y por último, imprimía.

Viejo impresor. Fotografía © Vern Leavell.

Viejo impresor. Fotografía © Vern Leavell.

Aunque el brillo del éxito siempre estuvo consigo nunca dejó de ser un tipo oculto. Sus continuas distracciones y su total tosquedad conspiraron contra el descubrimiento de un talento original, único, de vanguardia. De todos modos, es arriesgado afirmar que su derroche de inteligencia e ironía fuesen sólo error o casualidad. Tal vez Marco Kerk eligió ese camino. El camino silencioso del anonimato. Es factible que se haya inclinado por el juicio de la historia y del tiempo, que es tan lento como absoluto. Tal vez nunca bajó del altillo de la Zeedijk straat para no exponerse ante la mirada de sus contemporáneos, que poco hubiesen entendido de su arte, de su pensamiento. Que, de hecho, nunca develaron su misterio. El misterio y las incógnitas del Corregidor de Amsterdam.

El día y la noche sólo se distinguían por el reflejo de la luna en el canal, enfrente del altillo. El ritmo monocorde y cansino era la característica común de la labor de Marco. A diario preparaba la plancha de la imprenta, corregía los errores ortográficos de los originales, amontonaba las letras de hierro, las entintaba, tomaba dos vasos de cerveza, y por último, imprimía. Nunca recibía a los clientes. Nunca vio la cara de ninguno de ellos. Ni de los que iban a imprimir folletos turísticos ni de los que necesitaban promociones para restoranes. De esa tarea se encargaba Vincent Bakker, dueño de la empresa. Viejo sagaz de más de setenta, precursor de la liberación sexual y abanderado en la lucha contra el nazismo.

Los niños le temían y los revolucionarios soñaban con rescatarlo de la oscuridad del altillo. Pero a Marco nunca le importaron los comentarios, él amaba su trabajo y el único que lo comprendía era Vincent, con quien jugaba al póker y condenaba al totalitarismo nazi.

Los pocos que conocieron a Marco lo describían como un hombre rudo, de movimientos torpes y de un temperamento de perros. Las extrañas y gigantes cejas albinas cubrían hasta la mitad de la frente como camuflando sus saberes. Su muy mal humor mezclado con una timidez radical llevó a la mayoría del vecindario a barajar hipótesis de diferente calibre acerca de su persona. Las ancianas más religiosas llegaron a decir que Marco era una especie de jorobado de Notre Dame, un hijo defectuoso no reconocido por el viejo Vincent. En tanto, los sectores progresistas de Amsterdam no vacilaron en manifestar que el Corregidor era un explotado, víctima de los últimos resabios de la esclavitud. Lo cierto es que Marco despertaba interrogantes muy difíciles de resolver para la sociedad. Los niños le temían y los revolucionarios soñaban con rescatarlo de la oscuridad del altillo. Pero a Marco nunca le importaron los comentarios, él amaba su trabajo y el único que lo comprendía era Vincent, con quien jugaba al póker y condenaba al totalitarismo nazi.

Si bien la libertad de expresión era un baluarte en la imprenta, de algo jamás habló el Corregidor Kerk: de sus padres. Su pasado era demasiado confuso hasta para Bakker. Un naufragio después de un viaje a las Guyanas, un barco en común, un bebé llorando y un camino compartido a lo largo de toda una vida.

—…Como cuando se habla de la felicidad, en el inconsciente colectivo emerge una noción abarcadora. Pero la libertad y la felicidad son un pequeño brillo que se trasluce detrás de las telarañas de la vida. Y no es tan simple distinguirlas. Todo depende del punto de vista, de nuestra subjetividad, de nuestra mirada.

Marco escuchaba al viejo y quedaba pensando durante horas. Hasta retornar a su trabajo: preparar la plancha, corregir, entintar, imprimir…

De existir una fecha exacta que haya marcado un punto de inflexión en la monotonía de Marco fue cuando la imprenta comenzó a encargarse de la edición de una revista cultural de la aldea de Volendam. El viejo Bakker nunca había dado abasto para estampar una revista. Sus diferentes compromisos comerciales y la carencia de un equipo adecuado a las circunstancias le impedían plasmar ese tipo de proyectos. Pero aquel año se presentó diferente, con menos movimiento de mercaderes y con una propuesta, que no por ser más pequeña era menos ambiciosa. Volendam se caracterizaba por la pesca, los quesos y el arraigo de costumbres propias del medioevo. Treinta kilómetros y un ancho canal la separaban de Amsterdam. Su subrepticio movimiento cultural era absorbido por la gran ciudad. Pensar en una revista cultural para una población tan vinculada al trabajo, y muchas veces olvidada por el resto del país, era una idea desafiante.

Las treinta y dos hojas plagadas de poemas, cuentos y crítica literaria de Gesloten obligaron a Marco a modificar sustancialmente su armonía de tareas. Cada vez que le alcanzaban los originales los leía con suma atención. Mientras transcurrían las ediciones, los años, las balas y los eclipses, el viejo cada vez tenía menos fuerza y ánimo. Lo único que hacía era cocinar y atender a los responsables comerciales de la revista. El resto de la empresa quedaba en manos de Marco.

…en el artículo se mantenía la crítica hacia el nazismo, se argumentaba que el medio serviría para concientizar a las masas del desastre de la guerra y que su uso sería fundamental para preservar la memoria. “La pérdida del aura obliga a la obra de arte a internarse en el fango de lo cotidiano. Ya no resulta sorprendente que Mozart o Beethoven golpeen la puerta y entren a sus casas. La radio lo hace posible.

Si esta historia tiene un principio, es imprescindible remontarse al número tres de Gesloten, cuando Rud Van Dijk, presidente del club de amigos Preservar la Cultura, llevó un artículo en donde criticaba duramente la consolidación masiva de la radio. Bajo el título: “La radio al servicio de la manipulación”, defenestraba el uso que el nazismo había realizado del medio para persuadir a las masas populares y, fundamentalmente, la banalización del arte con la difusión indiscriminada de música clásica. Cuando la nota se publicó, después de haber pasado por las manos del Corregidor, el título fue: “La radio al servicio de la liberación”. Si bien en el artículo se mantenía la crítica hacia el nazismo, se argumentaba que el medio serviría para concientizar a las masas del desastre de la guerra y que su uso sería fundamental para preservar la memoria. “La pérdida del aura obliga a la obra de arte a internarse en el fango de lo cotidiano. Ya no resulta sorprendente que Mozart o Beethoven golpeen la puerta y entren a sus casas. La radio lo hace posible. Humaniza a los ídolos”. Dos meses más tarde, la Asociación de Radiodifusoras de Amsterdam condecoró a Rud Van Dijk como Notable del año por el carácter libertario de su publicación, y además recibió una invitación especial para el congreso de Nueva York “El siglo de la Radio”. El presidente del club de amigos nunca se quejó en la imprenta por las modificaciones de su artículo ni reveló el secreto. Lo llevó a su tumba junto con sus premios y gusanos.

Los poemas ingenuos de las “niñas bien” de Volendam se transformaban en gritos desgarradores. Los aburridos y repetidos artículos de las maestras sobre historia tomaban un condimento revisionista y polémico. Los remates de las historietas se volvieron ácidos. A los comentarios literarios les agregaba una mirada detallista, puntillosa. Pero… ¿en qué variaban estas correcciones culturosas de aquellas del pasado? El dueño de la casa de comidas típicas Marken & Co. no debe haberse olvidado jamás de aquel año de gloria, cuando mandó a imprimir una promoción de un menú que valía 25 florines, y Marco, a falta del 2, imprimió 15 florines como precio original. Ese verano pasaron más de 300 mil turistas por el restorán. Dicen los comentarios que el dueño, después del éxito, se mudó al Caribe para pasar sus últimos días.

¿Intuición? ¿Casualidad? ¿Mero error? ¿Inspiración divina? ¿Signos y presagios del “más allá”? ¿Dios o demonio? ¿Sabio o duende salido de un cuento nórdico? ¿Cuáles eran los motivos de las correcciones? ¿Cuántos textos había modificado sin que se hubieran develado sus resultados? ¿A cuántas personas habría beneficiado con sus cambios? ¿Habría perjudicado a alguien? ¿Por qué, por qué y cien mil veces por qué?

Cuanto más oscuro estaba el altillo más florecía Volendam. Marco jamás acarició un tulipán. Volendam no tardó en convertirse en el epicentro cultural de los Países Bajos. Celebridades de Europa visitaban la redacción de la revista. Catedráticos asistían para ofrecer charlas y conferencias. Los pequeños del pueblo leían a los clásicos en la primaria y las amas de casa estudiaban latín y fotografía. Los borrachos recitaban poemas de Randal en las esquinas. El viejo Bakker estaba sordo y un poco ciego. Quizá no quería ver. El Corregidor continuaba silenciando su trabajo.

Cierta vez, la editorial Little World de Londres le ofreció a los responsables de Gesloten publicarla en todo el continente y en colores. La ambición o la más miserable estupidez humana les deparó un sí rotundo. Tanto los editores como redactores, que nunca habían revelado su secreto, no calcularon que un indescifrable corrector era el responsable de una movida cultural de tal magnitud. Cada uno de los que habían publicado algo en la revista pensaba para sí que era el único a quien le habían arreglado sus escritos. Acaso por vanidad, o bien por no romper un sueño de cristal plástico, nunca nadie confesó a otro ni consultó lo que estaba aconteciendo. Engreimiento, orgullo, soberbia de cotillón. Una edición para toda Europa, una tentación irresistible.

Decir que la nueva Gesloten dejó de publicarse al segundo número es casi una obviedad. Contar que nadie atendió a los editores de Volendam, cuando fueron a golpear la puerta de la Zeedijk straat, es previsible. Determinar qué fue de las vidas de Vincent Bakker y Marco Kerk es imposible, no dejaron rastros. Los que alguna vez escribieron en la revista murieron condecorados por sus familiares y amigos en la más burda y cruda de las mentiras, aunque aún hoy no se haya revelado el secreto. Mentiras que se develarán cuando se publiquen estas líneas, que con pruebas fieles e irrefutables, procuran desnudar un engaño extendido por gran parte del viejo continente.

Vale aclarar que pueden suceder dos cosas. Si el texto llega a sus manos, quizá haya pasado anteriormente por las modificaciones de “otro corregidor”, entonces la narración se perfilará para ganar honores y galardones. O bien, el editor de esta imprenta acaso sea descendiente de alguno de los obstinados protagonistas pseudo–exitosos y censure el escrito. Es posible que su misión en la vida sea seguir engañando al mundo, sea seguir negando las virtudes de un ser que, por oscuro y silencioso, no merece la indiferencia y la marginación del ámbito de las letras. Pese a que el Corregidor haya apostado por el juicio del tiempo y de la historia. Ese que es tan lento como absoluto. ®

Este cuento obtuvo el Primer Premio en el Concurso Literario Nacional “Agasajo al poeta Albor Ungaro” de la ciudad de Mercedes, Buenos Aires, Argentina (1998).
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Publicado en: Narrativa

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