El deseo de perderse

De la cartografía como género fantástico

Al principio me gustaba compararlo con los planisferios que me enseñaban en la escuela, “corregir” las imprecisiones en el trazo de la península de Yucatán y el Golfo de México. No fue hasta que me dediqué a observarlo con detenimiento cuando descubrí los dibujos de fantásticas bestias marinas acechando los barcos exploradores.

Typus Orbis Terrarum.

Typus Orbis Terrarum.

Una de las sensaciones de mi infancia que mejor recuerdo es el suspiro de sosiego que me recorría el cuerpo cuando desde mi cama alcanzaba a escuchar a mi papá poniendo el tocadiscos. Sólo entonces podía abandonarme con placidez al sueño, él había llegado a casa y me lo hacía saber con una tenue serenata. Papá se sentaba a escuchar música hasta la madrugada. En la única pared sin libreros del estudio había hecho pegar una reproducción enorme del planisferio que Ortelius incluyó en su Theatrum Orbis Terrarum de finales del siglo XVI, el Typus Orbis Terrarum. El mapa abarcaba el muro entero. Cada noche, mi padre se sentaba en su sillón a contemplarlo acompañado solamente por Coltrane o Thelonius hasta que lo vencía el cansancio. Qué cosas pensaba con la mirada fija en las costas de África o en ese inmenso pedazo al sur del plano, cuya leyenda en latín sentenciaba: “La tierra austral aún no se conoce”. A dónde viajaba mientras escrutaba los nombres de los puertos y las ciudades medievales, ¿imaginaba o recordaba? ¿Qué?

Mi padre amaba aquel mapa y me enseñó a amarlo a mí también. Al principio me gustaba compararlo con los planisferios que me enseñaban en la escuela, “corregir” las imprecisiones en el trazo de la península de Yucatán y el Golfo de México. No fue hasta que me dediqué a observarlo con detenimiento cuando descubrí los dibujos de fantásticas bestias marinas acechando los barcos exploradores. Entendí entonces que el mundo ahí representado y el de mis libros de Geografía no podían ser el mismo. El mapa de Ortelius, trazado pocas décadas después del descubrimiento de América, no era una representación de las porciones continentales de la Tierra sino un testimonio del asombro. Ese pedazo a la izquierda, rotulado como Nuevo Mundo, había sido delineado por la imaginación hechizada de un dibujante más que por el cartógrafo oficial de un imperio. Los ríos eran árboles y serpientes y a veces, pájaros. Cada montaña y cada valle, una invitación a la fantasía.

Cada noche, mi padre se sentaba en su sillón a contemplarlo acompañado solamente por Coltrane o Thelonius hasta que lo vencía el cansancio. Qué cosas pensaba con la mirada fija en las costas de África o en ese inmenso pedazo al sur del plano.

Un verdadero mapa no sirve para ubicarnos en el espacio conocido, sino para despertar nuestra fascinación por lo ignoto. Su función, que hemos corrompido hasta la ignominia, no es la de ayudar al hombre a encontrar el camino, sino la de provocar su deseo de perderse. Esto lo supieron siempre Odiseo, Ortelius, y, estoy segura, mi padre.

Ese mundo alucinante que abismó a los primeros cronistas de nuestro continente fue el mismo que supo transmitirme aún quinientos años después el Orbis Terrarum. Antes de los cuentos de Christian Andersen y Ray Bradbury mi imaginación infantil se alimentó de las historias de Cabeza de Vaca y Jerónimo de Aguilar que me narraba papá frente al planisferio. Ni bebiéndome todo el Leteo podría olvidar su dedo índice trazando las rutas inexploradas que habían seducido a los conquistadores y conjurando a la vez un tiempo primigenio, donde cada cosa era tan prístina que parecía recién soñada.

“¿Cómo ha de haber cosa alguna entre las cosas mortales que le parezca grande a un entendimiento que abarca toda la eternidad y todas las grandezas del mundo?”

En la parte inferior del mapa, Ortelius había escrito una cita de Cicerón. Muchas veces pregunté a papá por su significado y cada una de ellas obtuve un “Cuando no sepas algo no preguntes, investiga”. Nunca sabré si fue su forma de evadir una pregunta cuya respuesta desconocía, pero investigué. La cita era del libro IV de las Disputaciones Tusculanas: Las pasiones y perturbaciones del alma. Lo que Abraham Ortelius escribió debajo del planisferio incluido en el primer Atlas de la Historia fue: “¿Cómo ha de haber cosa alguna entre las cosas mortales que le parezca grande a un entendimiento que abarca toda la eternidad y todas las grandezas del mundo?”

Cada uno de los espacios que hemos habitado guarda para siempre un vaho de nuestra esencia, vestigios casi imperceptibles de las épicas cotidianas que ahí representamos. La mancha de una crayola sobre mosaico de la sala, las muescas en la pared que registraron nuestro crecimiento, una calcomanía olvidada en la puerta del clóset, la silueta de nuestros muebles contra el muro. Migajas de lo que fuimos y de alguna forma siempre seremos. El mapa de mi padre no pudo ser despegado cuando nos mudamos. En esa casa de Chihuahua donde crecí permanece indemne el primer testigo y artífice de mis fantasías. En esa casa, por lo tanto, permanezco también yo. Al cerrar la puerta ignoraba que salir de ese estudio por última vez, resignada a que jamás volvería a ver mi mapa, significaba mi primer encuentro con la muerte. No fue sino muchos años y muchas mudanzas después cuando comprendí que la muerte no es otra cosa que la renuncia. Compré varios Atlas y pegué otros mapas en el estudio de mi nueva casa, pero nada fue capaz de devolverme esa mezcla de curiosidad y maravilla que había sembrado en mí el Orbis Terrarum. Entonces, y sólo por eso, siguiendo el consejo de mi padre, me refugié en los libros. ®

Compartir:

Publicado en: (Paréntesis), Junio 2013

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.