El desierto multisensorial

Le Clézio en el norte de Jalisco

Jamás sabrían los naturales de estas tierras que los viajeros no eran gringos ni que el historiador regresaría tan pronto como pudiera a La Sorbona para presentar su tesis de doctorado. Ni que el novelista recibiría muchos años más tarde el Premio Nobel de literatura y presentaría en la ciudad de Guadalajara, en una Feria Internacional del Libro, una ponencia sobre la influencia de México y América Latina en su obra.

Aquí, alrededor, no hay más que esto: la luz del cielo, por lejos que se mire…
—J.M. G. Le Clézio, Desierto

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Le Clézio

“—¡Ahí vienen los gringos…!”, gritaban los chiquillos al contemplar a los extranjeros venir de lejos. “¡Los gringos…!”, vociferaban también los viejecitos de la plaza con voz de mujer, las solteronas y las señoras persignadas de la Vela Perpetua; los huidizos y discretos wixárikas y los vendedores de chicharrón con salsa de jitomate a lo largo de varios poblados del norte de Jalisco y el sur de Zacatecas.

Pero ninguno de los aludidos era gringo. Eran franceses o casi franceses.

El primero, historiador, hacía trabajo de campo para su tesis de doctorado. El segundo, una mezcla entre viajero sin patria, antropólogo errático y novelista. Nacido en Francia por mero accidente. Se consideraba a sí mismo más bien natural de las Islas Mauricio, donde vivió de niño. Un librito suyo, El atestado, lo había hecho famoso en Francia a los 23 años. A pesar del reconocimiento, evadía a toda costa el contacto con los grupos intelectuales europeos y prefería los viajes a través de América Latina, Asia y África. La mujer, esposa del novelista, provenía del Sahara; aún no nacían sus hijas.

Los “gringos” se encontrarían en algún punto entre Huejuquilla el Alto y Mezquitic, al norte del estado de Jalisco, en una de las puertas de la Sierra Madre Occidental. Eran los inicios de los setenta. Le Clézio y su mujer, Jemina, regresarían de la Sierra Huichola realizando estudios etnográficos y Jean Meyer trabajaría en los volúmenes de su obra, más tarde muy conocida, La Cristiada, recopilando testimonios orales de primera mano.

A unos cuantos kilómetros de ahí, en una comunidad limítrofe entre los estados de Jalisco y Zacatecas llamada El Mortero, décadas atrás el Ejército Cristero había emboscado a los federales en los linderos de un bosque de coníferas inmensas: pinos gigantescos, sobrevivientes a la edad de hielo: el único lugar de la tierra donde aún se mantienen de pie aquellos seres prehistóricos.

Un cacique indígena, mitad huichol y mitad ladino, había flanqueado con sus tropas a los obregonistas desde dos extremos del bosque. Arqueros y lanceros huicholes, tepehuanos y mexicaneros lo seguían hasta la muerte, incluyendo infantería y caballería de campesinos católicos. Diversos grupos étnicos del occidente de México se negaron a participar en la entonces reciente Revolución mexicana. Pero cuando los caciques indígenas y campesinos decidieron levantarse contra el gobierno de Álvaro Obregón, apenas unos años después en la Guerra Cristera, la sierra entera hirvió como una cacerola tras sus líderes.

¿Por qué habrían de unirse a las filas de los cristeros las tropas indígenas y los grupos étnicos recelosos e incrédulos de los levantamientos revolucionarios anteriores, si por otro lado, eran bastante escépticos de los supuestos ideales de la Revolución mexicana y en el fondo no se habían beneficiado ni se beneficiarían jamás con sus bondades? ¿Si incluso habían tenido que organizarse para repeler los saqueos y las vejaciones producidos por los rezagados de las fuerzas villistas, persiguiendo y pasando por el machete a los predadores dorados del general Pancho Villa? Eran preguntas que rondaban la mente de Meyer. La Guerra Cristera apuntalaba en sus notas para convertirse en un fenómeno mucho más popular y de mucho mayor envergadura social que la misma revolución, para contradicción de la historia oficial, tan ensalzada por los políticos postrevolucionarios y los oportunistas jefecillos militares.

Antes de Meyer la Cristiada fue mostrada por los historiadores como una sucesión de sangrientas masacres sin sentido realizadas por fanáticos religiosos. Los mismos habitantes del occidente de México se encontraban en proceso de olvidar aquel pasaje doloroso y fallido de su historia. Ya sólo hablaban de ella los viejos, a quienes el francés se dio gusto en entrevistar. Meyer se preparaba para reivindicarla y redescubrir su verdadero valor social e histórico.

El click entre el historiador y el novelista fue inmediato. Al fin y al cabo Le Clézio desarrollaba un estilo novelístico casi antropológico, construyendo historias desarrolladas en países muy lejanos de Europa, aprendiendo a describir con fineza los usos y costumbres de los pueblos que visitaba: su comida, vestimentas, música, la manera en que concebían la naturaleza y sus recursos, sus historias ancestrales y su medicina. Por su parte, Meyer encontraba su propia voz en medio de los testimonios orales de los ancianos que escuchaba y colectaba. Su Cristiada, pese a la rigurosidad exhaustiva y el detalle metodológico y científico, quedaría escrita en un estilo sumamente ameno, incluso narrativo y novelístico, resultando imposible dejar de leerla una vez comenzado cualquiera de sus tres volúmenes.

El click entre el historiador y el novelista fue inmediato. Al fin y al cabo Le Clézio desarrollaba un estilo novelístico casi antropológico, construyendo historias desarrolladas en países muy lejanos de Europa, aprendiendo a describir con fineza los usos y costumbres de los pueblos que visitaba: su comida, vestimentas, música, la manera en que concebían la naturaleza y sus recursos, sus historias ancestrales y su medicina.

La literatura y las ciencias sociales realizaban su acoplamiento amoroso, erótico y paradigmático en las manos de ambos viajeros y escritores —para disgusto de las mentalidades positivistas y rigoristas, quienes miraban con recelo la fusión entre literatura e investigación social. No serían los primeros en practicar la promiscuidad disciplinar o la violación de las reglas del método científico. Pocos años atrás, en la cárcel de Lecumberri, José Revueltas escribía que la novela debía evolucionar hasta convertirse en un método científico para describir y criticar la realidad: la literatura materialista-dialéctica. Contemporáneo a Meyer y a Le Clézio, Carlos Castaneda, un antropólogo de origen brasileño, publicaría ya sus primeras y exitosas obras, animado por su profesor de la UCLA, Harold Garfinkel, a narrar en un estilo novelístico sus experiencias en compañía de un singular brujo yaqui.

Es bien sabido que si se quiere aprender buena psicología es preferible leer a Homero, a Dostoievsky y a Balzac que a Jacques Lacan y a B. F. Skinner. O que si se desea conocer a profundidad la historia de la humanidad es mejor perderse en Tostoi, Moliere, Cervantes, Unamuno, Mark Twain y Dickens en lugar de retomar cualquier manual de escuela.

2

¿Pero qué andaría buscando Jean Marie Gustav Le Clézio por aquellas proximidades de la Sierra Wixárika y del norte de Jalisco, tan inhóspitas entonces como ahora? Con sus caminos plenos de asaltantes, atracadores oportunistas y traficantes; sus senderos poblados de mezquites, nopales, cañones, murciélagos y acantilados. Sus comunidades reservadas, sufridas y discretas; sus caciques religiosos y acaparadores de almas; sus vampíricos funcionarios educativos y políticos. Sus melancólicos escritores y músicos.

Había cursado un doctorado en Francia, con una tesis sobre el poeta Henri Michaux. Expulsado de algún país asiático por protestar contra la prostitución infantil, vino a caer aleatoriamente a México, donde estudió antropología, se imbuyó de historia mexicana y se hartó de convivir y estudiar a distintos pueblos indios.

Antes de sumergirse en la Sierra Madre Occidental y el norte de Jalisco había escrito muchas observaciones sobre los grupos mayas y purépechas. Viniendo desde el sureste y el centro de México hacia el occidente, vivió algunos años en Zamora, colaborando en el Colegio de Michoacán; también se hizo amigo del historiador Luis González.

Es posible pensar que en estas tierras, hasta cierto punto agrestes, Le Clézio abrió sus sentidos y aprendió a mirar la realidad social de sus personajes y la naturaleza del entorno desde dentro, como buen antropólogo que ya era.

¿Pero qué andaría buscando Jean Marie Gustav Le Clézio por aquellas proximidades de la Sierra Wixárika y del norte de Jalisco, tan inhóspitas entonces como ahora? Con sus caminos plenos de asaltantes, atracadores oportunistas y traficantes; sus senderos poblados de mezquites, nopales, cañones, murciélagos y acantilados.

Abrir los canales sensoriales puede resultar dolorosísimo para cualquier buen observador. Aprender puede significar para alguien una crisis a perpetuidad. Es factible decir que para llegar a cualquier conocimiento o arte que valga la pena previamente tiene que sufrirse un doloroso proceso de purificación: matar los esquemas mentales preconcebidos. El conocimiento no consiste tan sólo en la vacua memorización de palabras, conceptos y teorías. En el momento en que el observador comienza a cuestionarse a sí mismo y sus verdades a partir de la confrontación con el mundo que aprehende y que le interesa no sólo comienza el verdadero aprendizaje, sino que su espíritu asciende hacia un nivel superior.

Le Clézio ha reconocido la influencia de México y de América Latina en su obra. Al parecer en México se inició espiritual y literariamente, tanto como en África y Medio Oriente, muchísimo más que en Europa, como él ha dicho.

Su novela Desierto, escrita ya en su madurez como autor, se encuentra plena de imágenes que saturan la totalidad de los sentidos por todos sus canales como una sustancia etílica de sobrado añejamiento y grato sabor:

Entre los guijarros, en la tierra en polvo, hay una mata verde y gris, un arbusto muy pequeño de hojas magras como tantas por aquí, Lalla huele el perfume; débil primero, cada vez más profundo; el perfume de las flores más bonitas, el olor de la menta y de la hierba chiva, el olor también de los limones, el olor de la mar y del viento, de las praderas en verano. Hay todo esto y mucho más en esta planta minúscula, sucia y frágil que brota al abrigo de los guijarros en medio de la gran estepa árida [1980].

De la mano de Lalla, una niña que es descendiente de los guerreros azules que combatieron la invasión francesa en Medio Oriente a comienzos de 1900, los párrafos y las descripciones de cada detalle de aquella playa y aquel desierto a orillas del Mediterráneo resultan embriagadores y delicados. A ratos no se sabe si se está leyendo la historia de una niña que se hace mujer lentamente o la cuidadosa descripción antropológica de la vida en los suburbios de una gran ciudad a orillas del mar.

3

“¡Ahí van los gringos…!” “¡¡Que ahí van los gringos…!!”, gritarían un tanto histéricos por última vez los habitantes del norte de Jalisco y el sur de Zacatecas al contemplarlos marcharse. Los franceses y la africana guiados por uno de los informantes de Meyer se perderían en las inmediaciones de la Sierra de Morones, donde durante la época de la Colonia se atrincheraron los caxcanes, liderados por su aguerrido cacique Tenamaxtli. En el lugar donde un ejército de españoles y de indios tlaxcaltecas, traídos expresamente para el aniquilamiento y el exterminio, sofocaron una de las revueltas indígenas más crueles y prolongadas de la historia: diez años de lucha.

Jamás sabrían los naturales de estas tierras que los viajeros no eran gringos ni que el historiador regresaría tan pronto como pudiera a La Sorbona para presentar su tesis de doctorado. Ni que el novelista recibiría muchos años más tarde el Premio Nobel de literatura y presentaría en la ciudad de Guadalajara, en una Feria Internacional del Libro, una ponencia sobre la influencia de México y América Latina en su obra. ®

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Publicado en: Ensayo, Mayo 2011

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