El filósofo sin academia

El idealista y el perro, de Guillermo Fadanelli

Leer a Guillermo Fadanelli tranquiliza. Y esto a pesar de que pudiera parecer una frase muy poco tranquilizadora, no es así, aunque su literatura sea desapegada y despiadada —consigo mismo, con la realidad, con el acto de envejecer, con la indiferencia causada a las mujeres bellas…

El idealista...

El idealista…

La escritura de Fadanelli se torna cada vez más reconocible en el sentido de que su voz, me imagino que eso que llaman estilo, está dotada de una personalidad cada vez más perfilada e inconfundible, auténtica, lo que no tiene nada que ver con el consenso que despierten sus juicios y opiniones.

El autor, a través de artículos periodísticos y ensayos, en sus novelas y relatos, quizás la máxima expresión de la ideología punzante de este escritor y editor, ha ido hilvanando a lo largo de los años un discurso central de pensamiento de manera congruente. De algún modo el escritor sigue siendo fiel a sí mismo, no se desdice con el paso de los años, las fobias que lo acometen son las mismas que veinte años atrás, ahora que flirtea peligrosamente con el medio siglo de existencia. Una garantía de parcialidad en tiempos que tienden al pensamiento plano y aséptico fruto de una epidemia de opinología poco fundamentada y fútil.

Por eso tranquiliza su lectura, por lo menos para quienes lo hemos leído y conocemos. Ideólogo de sí mismo, Fadanelli no se casa con nada ni nadie y apunta hacia donde le parece como un francotirador caprichoso y sagaz, libertades de un escritor indómito.

En el ensayo El idealista y el perro, recientemente publicado por Almadía, el autor retoma una constante en sus incursiones ensayísticas, que es el manejo del discurso narrativo como una conversación, una digresión azarosa salpicada de anécdotas, datos elocuentes producto de sus lecturas y ciertos temas recurrentes, regado con varias perlas sintácticas y hallazgos esclarecedores, como éste sobre la tacañería: “Lo contrario a la amplitud de espíritu es esa reducción fetal que practica el tacaño, ya que desea estar y no estar al mismo tiempo: un ser que marcha siempre en dirección a su ombligo”.

La sorpresa y la agilidad de este ensayo poco pretencioso en sus formas se agradece, y la lectura se hace fluida y amena al tocar infinidad de temas, muchos de ellos de índole cotidiana, incluso a primera vista banales, pero tratados con ironía no exenta del espíritu lúdico del perdedor, de quien no alberga demasiadas esperanzas sobre el mundo, en todo caso, sólo lograr estar en paz.

El idealista y el perro está articulado alrededor de algunos de los temas centrales que el autor ha desarrollado a lo largo de su obra y que fungen a modo de subcapítulos: mujeres, antipatía, literatura, amistad, soltería, infancia, vejez y reflexiones sobre la muerte —temática de escritor maduro… Pero más bien parecen varaderos en un río discursivo que, como el movimiento browniano típico del vuelo de las moscas —imprevisible—, nunca sabes hacia dónde va a apuntar en la siguiente frase, en el siguiente párrafo, estando la escritura de Fadanelli plagada de ganchos de boxeador rijoso a la quijada del intelecto. La sorpresa y la agilidad de este ensayo poco pretencioso en sus formas se agradece, y la lectura se hace fluida y amena al tocar infinidad de temas, muchos de ellos de índole cotidiana, incluso a primera vista banales, pero tratados con ironía no exenta del espíritu lúdico del perdedor, de quien no alberga demasiadas esperanzas sobre el mundo, en todo caso, sólo lograr estar en paz. Tarea insigne, sin duda, entre tanto ruido.

Fadanelli se revela como un gran cronista de sí mismo, pues siendo un gran conversador logra llevar el tono y la calidez de la conversación a su escritura, algo nada fácil de lograr, al tener que esquivar la petulancia y el engolamiento, en definitiva la pedantería, a la que le dedica unas páginas en El idealista y el perro.

Si abrochar y desabrochar prendas es una de las ocupaciones a las que dedicamos más tiempo en nuestras vidas, todo lo demás —la literatura, el amor, la amistad…— se convierte en actos secundarios supeditados a las pesadas rutinas que acompañan la vida de un hombre. Por eso, en El idealista y el perro tienen tanta importancia las sensaciones de cuando al autor le regalaron su primera bicicleta como las reflexiones acerca de la amistad: “Los amigos son cosas que uno aprecia, cosas que se erosionan o se pierden en una mudanza”, o sobre la muerte: “De nuevo se presenta el rostro de la muerte y su afán de sitiarlo todo, pensamiento y ánimo, gravedad y ligereza, razón y delirio”.

Fadanelli me recuerda a esos filósofos del ágora griega, donde el diálogo y las conversaciones daban fruto a tratados filosóficos. El ágora de este escritor en su madurez, un filósofo afortunadamente nada académico, son las cantinas, uno de los mejores observatorios para tender a la realidad y la vida cotidiana sobre la mesa del quirófano, hincarles un largo cuchillo e invitar a los amigos a participar del festín del despojo del cadáver, de las ruinas en las que nos hemos convertido como civilización. ®

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Publicado en: Libros y autores, Octubre 2013

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