El justificante perfecto

El idioma materno, de Fabio Morábito

“¿Por qué soy escritor?” El narrador recuerda pedazos su niñez para dar con la posible respuesta. A partir de lo ya escrito mira ese camino de coincidencias que lo marcaron, que lo llevaron de un país a otro, de un lenguaje al siguiente.

La justificación.

La justificación.

En 1898, cuando Pierre y Marie Curie descubrieron el elemento radio F aún no eran conscientes del poder de la radioactividad sobre sus cuerpos, como tampoco de las capacidades de la palabra sobre la historia. Poco tiempo después ella insistiría en tomar medidas de protección y en rebautizar al elemento como “polonio”, en un homenaje a su tierra natal. Por aquel entonces Polonia no era un territorio independiente, así que la iniciativa causó cierto disgusto entre algunos gobiernos; sin embargo, la comunidad científica aceptó la propuesta. En 1918, luego de intensas luchas, la nación europea conquistó su preciada autonomía. Hoy sabemos que la energía nuclear puede causar la extinción de la humanidad (existen 17 mil ojivas nucleares en el mundo); que Polonia cumpliría un papel determinante en un conflicto Estados Unidos—Rusia (“Los verdaderos amigos se encuentran en las dificultades y nosotros nunca encontraremos en el mundo mejor aliado que Polonia”, Barack Obama, 3 de junio de 2014), y que el polonio ocupa el número ochenta y cuatro en la tabla periódica de los elementos.

84 textos configuran El idioma materno, de Fabio Morábito (Alejandría, 1955), poeta, narrador, traductor y ensayista, publicado por la editorial Sexto Piso. Se trata de artículos breves, de aproximadamente dos mil caracteres cada uno, treinta de los cuales aparecieron primero en la revista Ñ, del diario argentino Clarín. En su mayoría las entradas revelan a un hipotético autor que se pregunta por las razones de su escritura, conduciendo al lector desde su infancia hacia su relación con otros escritores; desde su lucha por conseguir un estilo propio hasta el infinito amor por los libros y los subrayados. Sin nombrarlo de manera precisa, el autor recupera aquella anécdota del escritor estadounidense E. L. Doctorow en la cual su esposa le pedía que escribiera un justificante para el hijo de ambos, pues había faltado a clases el día anterior. Doctorow se enfrascaba entonces en corregir comas, en cambiar el tono, en sustituir adjetivos, hasta que, viendo el retraso, la mujer le arrancaba el papel de las manos y lo redactó ella misma. En esta metáfora se concentra el soplo esencial de El idioma materno, libro en donde se afirma que “todos aquellos que pretenden escribir el justificante perfecto —continúa su autor— son los únicos a quienes vale la pena leer. Escriben para justificar que escriben, la pluma en una mano y la soga en la otra”.

Nuestra forma de habitar la palabra es la que determina nuestra relación con el multiverso. Observe por ejemplo cuando un niño se lleva las manos a la boca para no decir una mentira. En ese momento el lenguaje parecería tener una voluntad superior a la suya, como si la creación se resistiera al yugo de su creador.

“¿Por qué soy escritor?” El narrador recuerda pedazos su niñez para dar con la posible respuesta. A partir de lo ya escrito mira ese camino de coincidencias que lo marcaron, que lo llevaron de un país a otro, de un lenguaje al siguiente. Quizá lo que mejor defina a Fabio Morábito, ese brillante mago de las miniaturas, es su condición de eterno itinerante, de enlace entre los distintos decires. Al final siempre se termina por pertenecer a la lengua que mejor lo dice a uno mismo, aquella que con mayor fidelidad traduce lo que se lleva por dentro. No es evidente a simple vista, mucho menos a simple decir, pero la vida toda es una lucha entre la veracidad y la verbalidad. Nuestra forma de habitar la palabra es la que determina nuestra relación con el multiverso. Observe por ejemplo cuando un niño se lleva las manos a la boca para no decir una mentira. En ese momento el lenguaje parecería tener una voluntad superior a la suya, como si la creación se resistiera al yugo de su creador. Creo que en esto se refleja la disyuntiva madre del escritor: por una lado resulta esencial dominar ciertas técnicas para creer que se avanza; mientras que, por la otra, es necesario sentir una obstinación entre las letras, ese afán de ser principiante siempre-todavía, el duro jaloneo de las riendas, el repiqueteo de los cascos, esa intuición de la invisible radioactividad que nos atraviesa. En tal rebeldía se esconde el carácter invicto del verbo, la única posibilidad real de la escritura viva. Quizá nunca descubramos un elemento químico, es cierto, pero lo nuestro en realidad es provocarlos a la distancia.

En la niñez uno asimila que un decir puede tener más de un sentido y que un hacer puede contener más de una intención: casi al mismo tiempo se descubre el otro lado de las palabras como el de las personas. El escritor que intente corregir a los hombres corrigiendo a las primeras bien podría estar atado a tal disociación. Mentira y polisemia comparten lazos profundos, pues en ambos lo que cambia es el fondo, aunque la apariencia lo disimule. Cuando el escritor indaga sobre las raíces de su oficio tiende a adoptar la silueta del uróboros. Existe la posibilidad de destruirse en el intento, pero también la de construir la metáfora más sublime sobre la vida, la posibilidad de cerrar esa línea gramática que enlaza el justificante perfecto: el libro que lee a otros tantos. La primera obligación de un libro es la de sostener a sus predecesores, al tiempo que abre una brecha para los venideros: El idioma materno es en definitiva un pilar de biblioteca. La palabra puede ser corrosiva con el cuerpo, pero también inventora de las patrias individuales: las tierras madres del idioma. ®

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Publicado en: Libros y autores, Noviembre 2014

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