El lienzo criminal

Régis Michel y la puesta en escena del arte

La pintura tiene historia oficial pero a veces los vencidos cuentan su versión. Hoy queremos repasar la parte maldita de la modernidad y recuperar para el análisis dos exhibiciones realizadas con ese objetivo en el Louvre durante los años 2000 y 2002.

1. Las interposiciones de Régis Michel

Quizás comprendió la imperiosa necesidad de combatir el entumecimiento de las neuronas y la apatía sensorial, tal vez lo superó el hartazgo de las armaduras institucionales en el medio museístico o, lo más probable, es que se dio el gusto de hacerlo porque quiso y pudo, como sea, cierto es que en iniciado el nuevo milenio Régis Michel filtró dentro del Louvre una manera diferente de poner en escena el arte. Así lo demostraron dos de sus interposiciones temporarias más interesantes montadas en el museo parisino en el año 2000 y 2002.

Si me tomé la libertad de denominarlas interposiciones (juego de mestizaje con los términos: exposiciones e interpretación) es porque las de Michel, curador y jefe del departamento de Artes Gráficas del Louvre, no son exhibiciones estructuradas a partir de un objeto, un artista, una escuela o un tópico tradicionales, se tratan más bien de inmersiones profundas en la densidad de aquellos fenómenos que parecen permanecer ocultos en la historia del arte o, por lo menos, reservados a las galerías excéntricas no pertenecientes al gran circuito —uno de cuyos máximos exponentes es justamente el Louvre.

Para Michel ese ocultamiento bien puede develarse desde la esquina de otra mirada y él se dio el lujo de instalar esa esquina en el Hall Napoleón del mítico museo. Del 14 de abril al 10 de julio de 2000 el centro de la mirada lo ocupó Poseer y destruir, estrategias sexuales en el arte de Occidente, y del 19 de octubre de 2001 hasta el 14 de enero de 2002 lo hizo La pintura como crimen o la parte maldita de la modernidad.

El asedio parece ser el leitmotiv emblemático de estas obras que —si bien disímiles entre sí tanto estilística como técnicamente— encuentran su parentesco en el pretexto ambiguo de una fusión impuesta en la que supuestamente debe cristalizar el amor.

Las criaturas heterodoxas de Michel son las intervenciones inaugurales de un proyecto (co-piloteado por Francoise Viatte) que reclama una libertad crítica, cuyo objetivo principal es abandonar la práctica del culto a los artistas para ahondar en el trabajo artesanal de la interpretación y búsqueda de líneas de fuga.

En el caso de Poseer y destruir apuntaron a una labor de arqueología del síntoma que pretendía poner al descubierto las estrategias del deseo y las astucias del inconsciente. Así elaboraron, gracias a un centenar de obras, otra historia, una “contra-historia”, en la cual, de Ingres a Marcel Duchamp, de Theodore Gericault a Degas y otros, lo que cuenta es menos la forma que la estructura sexual de la obra.

Según los polémicos Michel y Viatte, el arte occidental trata el sexo de un modo casi único: la violencia. En las obras que lo representan mayoritariamente predomina la mediación violenta: astucias, engaños, traiciones y trampas, raptos, violaciones, luchas y muerte. La metamorfosis ovidiana es el modelo secular de estas prácticas dudosas donde, por lo general, se realiza un ritual transgresivo (transformista) que culmina en un coito zoofílico violento perpetrado por faunos, sátiros, minotauros, en fin, hombres/bestias dominadores.

El asedio parece ser el leitmotiv emblemático de estas obras que —si bien disímiles entre sí tanto estilística como técnicamente— encuentran su parentesco en el pretexto ambiguo de una fusión impuesta en la que supuestamente debe cristalizar el amor.

En La pintura como crimen, interposición que toma su título de una frase acuñada por Rudolf Schwarzkogler en un lacónico manifiesto del accionismo vienés, Michel hace girar la mirada en torno a la pregunta: “¿Y si fuese verdad?” … ¿Si fuese verdad que la pintura, modelo secular de la cultura visual en Occidente, no ha sido sino un largo crimen contra lo imaginario? ¿Y si la pintura hubiese sido, en la mayoría de los casos, normativa del cuerpo, reflejo de la ideología, germen de represión, principio de devoción? ¿Si no ha sido más que una máquina de sublimar que no ha cesado de favorecer al más insidioso de los cultos: la religión del arte?”

Esta cadena de dudas, sospechas o interrogantes le sirven a Michel para meditar en voz alta sobre lo que Bataille llamó la parte maldita de una historia oficial que no es sino una historia formal.

2. La pintura como crimen: visión, ficción y acción

La odisea de la interposición propuesta, que se parece mucho a un hipertexto, sumerge al espectador/navegante en un complejo contra-relato compuesto por tres sustratos:

—Visión (1795) o ¿cómo escapar a la razón en el siglo de las luces?

—Ficción (1880) o ¿cómo sortear la tentación de la forma?

—Acción (1965) o ¿cómo liberar al cuerpo de la represión?

Visión

Adentrémonos en el asunto. 1795, año en el que —según Michel— algo se quiebra en el arte de Occidente. Los ideales de la Revolución resultan ser una empresa imposible y las promesas fallidas derivan en el mar del desencanto. La tutela ideológica de la imagen pictórica alcanza, con el neoclasicismo, su pico máximo: pintura de clase, pintura de Estado. El sistema académico despliega una verdadera estrategia de modelización del cuerpo; el gesto, la pose, la fisonomía son el objeto de un control minucioso de conformidad. La norma estética no es más que la máscara de un requisito social. El arte antiguo, arte oficial, impone sus códigos a los artistas y sobreviene una obsesión con el mármol.

A la superficie blanca, pura y pulida del mármol algunos artistas disidentes oponen —desde las “sombras” y sobre todo desde el dibujo noir— obras potentes que abrevan en temas ajenos a la academia: furia, locura, melancolía, decrepitud, enfermedad. Así el dolor y la muerte en Jacob Carstens, el delirio en Antonio Canova, el asilo en George Romney, la hipocondría en Sergel, el mal en William Blake y los monstruos en Francisco Goya.

© William Blake

Los disparates (1820) o la serie de dibujos de Goya conocidos también como “extravagancias” representan las visiones de un espíritu torturado: espectros, seres deformes, esperpentos, gigantes desquiciados, todos ellos son criaturas engendradas en un clima oscuro donde reina la locura.

En la obra de Goya, Satanás no es un rebelde maléfico sino el gran revoltoso del texto bíblico (el del discurso otro), un mal acróbata en pleno desequilibrio, un ridículo que inspira más pena que temor. Y en la de William Blake la transgresión llega al límite: contrariamente a las representaciones de la época, el Dios de Blake ya no es una figura sublime sino la encarnación del poder absoluto y, por lo tanto, el principio del mal. Dios encarna la realidad abstracta de un creador omnipotente que reina sobre un mundo arbitrario.

Ficción

1880, década durante la cual el pintor Odilon Redon rompe abiertamente con el formalismo imperante en la época y denomina ficciones a una serie de trabajos oscuros dominada por obsesiones crueles que se erige como una crítica radical del sujeto. Sucede que Redon entiende a la ficción como el reverso de la razón, como su otra cara. El artista fragua un lenguaje nuevo habitado por motivos recurrentes (sexo, pobreza, locura, diferencia) donde la asociación jamás es libre. Para él la parte por el todo es el principio de la metáfora, de ahí que sus cuerpos metamórficos devengan cabezas, sus desproporcionadas cabezas devengan ojos y los ojos devengan mundo. Ojos gigantescos que levitan y ven, auscultan, devoran, ojos-panóptico de la vigilancia.

Las arañas de Redon merecen un párrafo aparte, justamente porque la araña cristaliza en Occidente (no así en Oriente) toda una serie de crueles fantasmas y fobias: castración, vampirismo, canibalismo. La araña vista como vulva, pero vulva con dientes, dispuesta a masticar, origen de los más ocultos temores viriles. Icono del pubis, pero de un pubis con patas ¡qué patas! eréctiles, tentaculares, la araña metamorfosea en mujer fálica, femme fatale, promesa de caos, de muerte. Para Redon, sin olvidarnos de Kafka, la metáfora última —desastre del sujeto— es la metamorfosis.

Por su parte, René Magritte, otro marginal, explora el terreno del mundo detrás del mundo y su pintura trabaja ese resto (¿irreductible?) al que él mismo se refirió de este modo: “Todo lo visible oculta algo más que es invisible”.

Magritte, inigualable en su talento para producir atmósferas saturadas de extrañeza y misterio, coloca los objetos más familiares, prosaicos y cotidianos, en situaciones inesperadas y establece con ellos relaciones de extrema rareza. Tal el caso de las esferas que flotan en los paisajes más variados. En una ocasión un entrevistador le preguntó: “Esas pelotas flotantes, ¿de dónde vienen?” A lo que Magritte respondió: “Son algo así como los cascabeles que penden del cuello de los caballos, son la clase de cosas que yo veo en el mundo y que uno de tal manera hasta obtener imágenes que de ningún modo resultan indiferentes”.

Acción

1965. No fue tan cierto que el arte, como sentenciara Adorno, iba a ser imposible luego de Auschwitz. Sí sería cínico. El cinismo fue el estado último al que arribarían algunos artistas luego del horror y la gran desilusión de vivir en un mundo alienado por las tecnologías del poder y por el fetichismo del mercado.

No hubo, quizá, un arte más cínico, escandaloso y revulsivo que el del accionismo vienés (1965-1970), movimiento radical de post-guerras que a fuerza de violencia y subversión llevó a cabo acciones extremas destinadas a forjar una démocratie noire, un anti-arte, un trabajo directo sobre el cuerpo psíquico y el cuerpo físico como materiales plásticos in vivo.

El movimiento nacido en Viena, formado por un grupo de artistas austríacos como Günter Brus, Otto Mühl, Rudolf Schwarzkogler y Hermann Nitsch, junto con escritores como Gerhard Rühm y Oswald Wiener, tomó el nombre de accionismo, aktionismus, acción, como brutal oposición a la palabra y a una ruptura con el arte como contemplación. Y también a una ruptura/rotura del espejo y del mirar, del carácter especular del arte, de su constante necesidad de transferencia a un material externo, a un objeto externo, para situarse y fundirse en el magma o núcleo germinal del fenómeno artístico: la carne, el propio cuerpo del artista para hacer de él un tableaux vivant.

La mirada del espectador pinta el cuadro, el resto es —mala— literatura

¿Qué vemos/leemos en exposiciones como Poseer y destruir o El lado criminal de la pintura? Una respuesta posible nos la da el propio curador de ambas, Régis Michel: “Estos espacios son netamente contemporáneos y lo digo porque nosotros vemos las imágenes con nuestros propios ojos y proyectamos sobre ellas nuestros propios prejuicios. Las elaboramos/interpretamos vía nuestros propios fantasmas.

”Estas exposiciones no son históricas, los espectadores no van a aprender nada sobre artistas, corrientes, técnicas, ni sobre épocas. La cuestión medular aquí es la mirada y cómo ésta pivotea, hacia dónde se dispara, qué erupciones desata en el sujeto. Prueba de ello es que no están pensadas como ‘relatos’ de estructura tradicional sino como un mosaico de fragmentos.

Si bien La pintura como crimen fue dispuesta —porque de alguna manera había que montarla— en Visión (1795), Ficción (1880) y Acción (1965), es posible de ser recorrida y leída en otros sentidos —cronológicos o no cronológicos—, por ejemplo a la inversa, comenzando de atrás para adelante, es decir, el espectador es libre de elegir su punto de entrada”.

La perspectiva o abordaje no lineal de La pintura como crimen se vio reforzada en su carácter hipertextual con el brazo animado de la exposición: 18 filmes y videos documentales, experimentales y de ficción (cortos, medios y largometrajes, en diferentes formatos 16 mm, 35 mm, VHS Pal, Beta SP, en blanco y negro y en color) que sumaron a la mirada caleidoscópica la imagen en movimiento. Federico Fellini, Jean Luc Godard, René Magritte, Otto Müehl, Bill Viola y Christoph Schlingensief, entre otros, desplegaron sus universos desde las pantallas/lienzos.

Como si todo esto fuera poco la exposición se complementó con dos jornadas bajo la forma de seminario público o libre ejercicio de la discusión colectiva y una de lectura dramática. Personalidades del ámbito cultural, entre las cuales figuraba, por ejemplo, Slavoj Zizek, participaron como “dialoguistas” de las citadas jornadas cuyos dos temas centrales fueron: Del fascismo ordinario y Del cuerpo sin órganos. Por su parte, la lectura dramática llevada a cabo por el actor Daniel Mesguich puso en escena un extracto de La parte maldita,de George Bataille (La part maudite, Éditions de Minuit, 1967).

¿Se puede pedir más…? Creo que no… por eso es que Régis Michel sigue poniendo en escena estas fiestas para las neuronas y los sentidos. ®

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Publicado en: Existenz, Septiembre 2012

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