El magnicidio como una de las bellas artes

(Y el segundo en que cambia la historia)

El magnicidio es la más alta expresión del asesinato como una de las bellas artes. Factores como grado de dificultad y trascendencia histórica están, casi por definición, en cualquier crimen de este género.

© Brett Afrunti

Antes de comenzar le pido al improbable lector que por favor tome esto como una dosis de fino y negro humor británico a lo Thomas De Quincey y no como una apología criminal.

Si el asesinato es, como propone De Quincey, una de las bellas artes, habrá sin duda quien sostenga, no sin fundamentos, que el magnicidio es su expresión más elevada.

Claro, los críticos del arte criminal pueden tomar en cuenta los más diversos factores a la hora de valorar una obra y ubicarla en su justa dimensión.

Artístico es el crimen pulcro, cuando el criminal consuma su obra sin dejar rastro alguno de su autoría, aunque un crítico de vocación siniestra bien puede apreciar el refinamiento de la crueldad como una virtud del artista.

Si bien es utópico creer que los críticos de arte puedan ponerse de acuerdo un día, podríamos coincidir en que el grado de dificultad que debe enfrentar el asesino para poder consumar su obra es un factor primordial a la hora de evaluar su virtud artística. Si para consumar el asesinato fue preciso vencer obstáculos extremos, como puede ser una custodia férrea o una imposibilidad material de acercarse a su objetivo, el asesino tiene un mérito mucho mayor y su acto bien puede ser considerado una auténtica obra de arte, algo a lo que no puede aspirar aquel que asesinó a una víctima desprevenida e indefensa.

En el lenguaje del futbol un gol puede ser considerado una obra de arte si para marcarlo fue preciso eludir a seis defensas de marca pegajosa o doblar a una barrera bien formada con un trallazo ejecutado a más de treinta metros de distancia. Por supuesto, no hay arte alguno en aquel gol anotado de rebote ante un marco abierto con un arquero vencido, aunque al final en el marcador ambos goles acaben valiendo lo mismo.

Artístico es el crimen pulcro, cuando el criminal consuma su obra sin dejar rastro alguno de su autoría, aunque un crítico de vocación siniestra bien puede apreciar el refinamiento de la crueldad como una virtud del artista.

Otro factor a tomar en cuenta por los críticos del asesinato como obra de arte es la trascendencia y el impacto histórico del crimen en cuestión. En este último punto los críticos pueden dividir opiniones, pues habrá quien considere únicamente a la obra de arte en estado puro, libre de todo criterio circunstancial de tipo político o social. Si el fin último del asesinato es apagar una vida, entonces la obra de arte debe apreciarse desnuda de todo artificio. Sin embargo, este criterio purista no tiene demasiados adeptos hoy en día. Digan lo que digan los críticos puros, lo cierto es que los efectos que el crimen pueda tener en una sociedad no pueden ser ignorados a la hora de dimensionar su valor artístico. Hay millones de asesinatos destinados a convertirse en estadística y sólo unos cuantos que se vuelven inmortales. Tal vez les resulte el colmo de lo pueril volver a la metáfora futbolística, pero un gol definitorio en una final de Copa del Mundo aspirará siempre la inmortalidad artística, a diferencia de un gol de la honra en un partido amistoso sin nada en juego.

Tomando en cuenta los dos factores arriba mencionados, debemos concluir que el magnicidio es la más alta expresión del asesinato como una de las bellas artes. Factores como grado de dificultad y trascendencia histórica están, casi por definición, en cualquier crimen de este género. Vaya, se da por hecho que no hay magnicidio fácil, pues las probabilidades de fallar y dejarlo en la triste condición de simple atentado suelen ser elevadas. Tampoco hay magnicidio intrascendente. El magnicida está destinado a entrar en la Historia y a inmortalizarse en la biografía de su víctima a la que se une en una suerte de cruel y forzado matrimonio para la eternidad. En toda biografía de Álvaro Obregón, sea un mastodonte historiográfico de mil páginas o el reverso de una estampita escolar, aparecerá por siempre el nombre de José de León Toral. El nombre de su asesino se transforma en eslabón, tatuaje, marca en la frente.

El magnicida cambia el rumbo de la Historia e inscribe su nombre en ella. El magnicidio es quizá el salto a la inmortalidad más contundente y vertiginoso. ¿Quién era un tal Mario Aburto al mediodía del 23 de marzo de 1994? Era carne desechable de maquiladora, la intrascendencia absoluta. Horas después todo el país conocía su nombre, su rostro y empezaba a formarse una idea sobre él. El segundo preciso en que el magnicida aprieta el gatillo tuerce el cauce del río de la Historia. El segundo preciso es ya irreversible. Después ya nada será igual. Si aquella tarde en Lomas Taurinas Aburto hubiera tenido un instante de duda y vacilación que lo llevara a guardar su pistola y perderse entre la multitud sin acercarse al candidato, la Historia de México no sería la misma. Aburto seguiría siendo piel de anonimato, polvo en las estadísticas del censo, mientras que Colosio hubiera postergado su ascenso al altar del martirio.

Claro, la tentación de empezar a escribir el infinito libro de la historia de lo que pudo haber sido surge irremediablemente cuando imaginamos al magnicida teniendo su instante de duda, pero entre mil y un historias posibles, se escribe sólo una: la que se define en el microsegundo en que la bala impacta el cráneo. Por supuesto, habrá quien diga que tratándose de una conspiración bien armada, el magnicidio se consumará tarde o temprano como una sentencia de muerte ya dictada, pero en cualquier caso la narrativa sería distinta. Tratándose de asesinos solitarios, magnicidas mesiánicos guiados por sus propias voces interiores, el curso de la Historia depende de una decisión personalísima. Pudimos escribir la biografía de Obregón y Colosio como presidentes de México mientras Toral y Aburto seguían en su condición del polvo en el viento. En esta historia de lo que pudo haber sido también nos sería dado imaginar cuántas veces un hombre de poder estuvo a tres metros y medio minuto de ser víctima de una bala ante el instante de duda o miedo de aquel que estaba destinado a ser su asesino.

El magnicida cambia el rumbo de la Historia e inscribe su nombre en ella. El magnicidio es quizá el salto a la inmortalidad más contundente y vertiginoso. ¿Quién era un tal Mario Aburto al mediodía del 23 de marzo de 1994? Era carne desechable de maquiladora, la intrascendencia absoluta. Horas después todo el país conocía su nombre, su rostro y empezaba a formarse una idea sobre él.

Salvo alguna extrañísima e improbable excepción, todo magnicida —sea un solitario o el brazo armado de una conjura— actúa con cierta planeación. Debemos dar casi por hecho que en la mayoría de los casos la noche antes del gran crimen el futuro magnicida tiene ya trazada una ruta de acción y se prepara para ejecutarla. Detengámonos a pensar por un momento en la noche antes del magnicidio. Es una noche tan densa, larga y oscura como la que vive un condenado a muerte que será ejecutado al amanecer. ¿Qué voces hablan al oído del futuro magnicida en la vigilia que antecede a su crimen? ¿Cuáles son sus dudas y cavilaciones? ¿Logra conciliar el sueño o debemos dar por hecho que el insomnio es la regla en estos casos? Mucho se ha escrito sobre la última noche de los condenados a muerte y el lento transcurrir de las manecillas del reloj mientras se acerca a la hora fatal. El condenado se prepara para el horror que acarrea consigo toda ejecución y medita sobre los misterios de la muerte y la vida que se acaba. A menudo leemos la historia de la llegada de un confesor a su celda, de una noche poblada de estrellas, de un último desayuno, de una medalla o un anillo entregado al jefe del pelotón de fusilamiento, de una palabra de perdón al verdugo que ha de jalar la horca o empuñar el hacha. Pues bien, la noche antes del magnicidio debe ser uno de los rituales interiores con más nervio y tensión que depara una vida humana. El condenado a muerte sabe que su vida se acabará en unas horas y el magnicida también se ha resignado a que después del segundo fatal su existencia se transformará para siempre. La noche antes del crimen el magnicida es un hombre libre, pero sabe que al día siguiente dejará de serlo. Salvo en el improbable caso de una acción perfecta y redonda por parte del asesino, como ocurrió en el asesinato contra el primer ministro sueco Olof Palme en 1986, el magnicida sabe que sobre él pesan elevadísimas probabilidades de ser capturado o de morir en el acto, víctima de los guardaespaldas que custodian a su objetivo. También es posible que el magnicida haya planeado su suicidio después de ejecutar el disparo. En cualquier caso, sea cual sea el resultado del crimen, el magnicida sabe que después del segundo fatal ya nada volverá a ser igual. El magnicida se prepara para ejecutar la consumación de una doble condena: la de su víctima y la suya propia. La diferencia es que el poderoso que al día siguiente será asesinado duerme ajeno e ignorante a la condena de muerte que sobre él pesa. Cierto, todo hombre de estado sabe, o intuye, que en las sombras se fraguan conspiraciones para asesinarlo y algunos llegan a padecer delirios paranoicos enfermizos. Sin embargo, a diferencia del condenado a muerte por un tribunal que en su celda aguarda el momento de la ejecución, el ministro o candidato que funge como objetivo del magnicida ignora que el lugar y la hora de su muerte ya han sido marcados. La noche antes de su asesinato tiene sin duda otras preocupaciones, pero ignora que a determinada hora del día, cuando encabece un mitin o un recorrido en convertible, el magnicida lo estará esperando puntual para ejecutar la sentencia. ¿Qué pensamientos asaltaron a Lee Harvey Oswald la madrugada del aquel 7 de noviembre mientras Kennedy dormía? ¿Qué espectros de vigilia visitaron a Gavrilo Princip en aquella noche del verano bosnio mientras el archiduque se iba a la cama?

La noche del 16 de julio de 1928 Álvaro Obregón se va a la cama sin saber que en el convento de la Madre Conchita se ha decidido ya el lugar y la hora de su muerte. Imaginemos la madrugada del 17 de julio: Obregón duerme y Toral está despierto. El presidente electo rueda en su cama y tiene un sueño intranquilo a causa de la mala digestión. Aunque su juguetón cinismo podría hacernos creer que el sonorense es inmune a afectaciones emocionales, es un hecho que le sobran motivos para sentirse preocupado, máxime cuando ya ha sido víctima de un atentado. De acuerdo, Obregón está preocupado, pero concilia el sueño. La comida con los diputados guanajuatenses en el restaurante La Bombilla es sólo un evento más en su nutrida agenda que no le merece especial atención. Obregón duerme o intenta dormir; León Toral reza. Las cosas ocurren en el mismo instante en dos lugares distintos de la Ciudad de México. En el preciso instante en que el presidente electo rueda en su cama o se levanta para orinar, Toral está entregado a la oración o repasando por enésima vez su ruta de acción. Obregón no sabe quién es Toral pero para Toral Obregón lo es todo en la vida y esa misma noche es el centro de todos sus pensamientos. Esa noche antes del magnicidio la víctima duerme ajena e ignorante, mientras el futuro verdugo es consumido por el insomnio y los nervios. Las horas transcurren a un ritmo diferente para la futura víctima y el futuro victimario. Podemos imaginar en una pantalla dividida en dos la exacta secuencia de sus actos, el minuto a minuto que los conducirá a su encuentro definitivo. Toral está destinado a ser el ejecutor de una sentencia de muerte, pero las horas previas al crimen las vive como si él fuera el condenado, pues sabe que en el instante en que apriete el gatillo estará ejecutando su propia condena. Víctima y victimario se hermanarán para siempre en un destino trágico. ®

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Publicado en: Ensayo, Febrero 2012

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