El puto público

La programación de los espacios teatrales

Entre los problemas más o menos comunes a todas las artes escénicas existe uno que ha ido creciendo paulatinamente y que pronto se convertirá en la gran discusión gremial, la disputa estética y el debate fundamental entre gestores, programadores, artistas y espectadores en Occidente: ¿Tener más o mejor público?

¿Qué hacer para incrementar la cantidad de asistentes en las salas? ¿Qué clase de público existe y qué tipo de espectadores merece el teatro, la danza, el performance o el circo que se exhibe en circuitos públicos o privados de teatro contemporáneo? ¿Se debe programar para satisfacer la necesidad de entretenimiento del público o para incentivar su pensamiento crítico?

En general, se debate sobre las vanguardias, la formación artística, las políticas culturales, las subvenciones y los incentivos fiscales, pero se piensa poco en el público no como interlocutor deseado sino como el objeto principal en la programación de las artes dramáticas, especialmente dentro del circuito del teatro no precisamente comercial y que generalmente recibe estipendios gubernamentales.

¿Cómo crear un modelo de programación coherente en los posmodernos tiempos que corren? Se supone que los teatros públicos pertenecen a todos los ciudadanos, que el mantenimiento y la oferta de sus espectáculos se financia con dinero de los impuestos que generan las distintas regiones y países. Estamos entonces frente a un claro ejemplo de democratización cultural. Disimulada victoria helénica: el teatro como ente político, asamblea de asambleas. Victoria colectiva de las pasiones íntimas en el espacio público: La escena es de todos.

Sin embargo, para nadie es un secreto que la democracia como norma es uno de los modernos fracasos de Occidente; por lo tanto, hacer una programación basada en los gustos de una amplia mayoría derivaría en la estupidez generalizada y la incoherencia. Ni el pensamiento aristotélico pudo prever la enajenación televisada ni los encantos de la farándula. Hacer caso a una mayoría ignorante y analfabeta cultural sería un suicido (que algunos espacios ya practican) para las artes dramáticas.

Ni el pensamiento aristotélico pudo prever la enajenación televisada ni los encantos de la farándula. Hacer caso a una mayoría ignorante y analfabeta cultural sería un suicido (que algunos espacios ya practican) para las artes dramáticas.

Es imposible que una enorme cantidad de ciudadanos se reúnan en una asamblea y acuerden la programación de un teatro o la política cultural de su pequeña polis. A lo largo del siglo pasado surgió de entre los escombros de la modernidad el gestor cultural. Aparentemente un profesional dedicado a conciliar el sueño de los espectadores y la vigilia de los artistas. Alguien que se encargaría de poner en marcha la pesada maquinaria de la programación pública. Una suerte de editor, pero sin el prestigio ancestral y atado a los designios políticos.

Lo cual no deja de ser un anacronismo y un ideal romántico difícilmente verificable en los espacios que están más allá de la veintena de capitales mundiales de la cultura. En general, el gestor no es un profesional dedicado ofrecer el cáliz de la bienaventuranza al público y creadores; es, en contraparte, el empleado del mes de los infortunios burocráticos, el animal incivil que lidia al mismo tiempo con los caprichos políticos y que sortea los espacios y los donativos públicos entre la hambrienta jauría de artistas. El programador de espacios teatrales es sin duda el resumen de la democracia: alguien que debe quedar bien con todos para mantener su puesto, aunque eso implique trabajar a medias. Su visión personalísima y su apuesta artística, salvo casos excepcionales, sólo garantiza su propio fracaso.

A mitad de esta disputa entre la profesionalización de los programadores de artes escénicas y la satisfacción de espectadores, políticos y creadores debe tenerse en cuenta la complejidad de las artes contemporáneas y la aparente indiferencia del gran “público” por ir de la mano de esos creadores de avanzada y atestiguar sus éxitos, sus experimentos y creaciones colectivas. En la historia reciente del teatro y la danza —básicamente la segunda mitad del siglo XX— los grandes hallazgos estéticos de las artes estaban vinculados a una élite que los comprendió, arropó y difundió en la medida de sus posibilidades. Esa élite tenía la suficiente influencia social para garantizar que esa dramaturgia, puesta en escena o coreografía sería valorada en la inmediatez o posteridad.

Lo complejo de la apuesta innovadora y contemporánea para gestores y programadores culturales es que la élite que antes estaba dispuesta a verificar y respaldar sus intenciones o bien envejeció —vive en la nostalgia de otros tiempos, de otros actores y directores— o murió sin heredar el prestigio, el gusto y la necesidad por reclamar en el teatro, la danza, el circo y en todas las manifestaciones espectaculares una garantía de avance cultural y modernidad.

A mitad de esta disputa entre la profesionalización de los programadores de artes escénicas y la satisfacción de espectadores, políticos y creadores debe tenerse en cuenta la complejidad de las artes contemporáneas y la aparente indiferencia del gran “público” por ir de la mano de esos creadores de avanzada y atestiguar sus éxitos, sus experimentos y creaciones colectivas.

En Europa es evidente que las salas privadas de teatro contemporáneo, por ejemplo, están condenadas a la extinción a menos que cuenten con estipendios públicos continuos. La demanda genuina del público no es suficiente. Las salas privadas viven del erario público, es decir, funcionan como apéndices disimulados de los empeños del político de turno o del funcionario cultural. La expectativa demográfica es clara: los espectáculos en vivo ganan audiencia, pero las salas de teatro convencionales tienen un promedio de asistencia en edad superior a los cuarenta años.

¿Cómo garantizar la renovación de público? Todos los vicios se adquieren en la adolescencia, ya se sabe. Llevar por obligación a los jóvenes al teatro es una posibilidad, pero no garantiza que se “enganchen” al teatro. Hace falta atraerlos por sí mismos, con estrategias que estén a mitad del marketing y de la política cultural que eche mano de todas las herramientas de persuasión, que procure acercarlos, no intimidarlos.

Tener espectadores en los teatros por obligación sólo agudiza la brecha generacional. Hace falta revisar los contenidos, ofrecer experiencias innovadoras, empatar los discursos artísticos con la sensibilidad y comprensión de los espectadores y sobre todo diversificar, tener un abanico amplio de experiencias para la pluralidad de públicos de una localidad y programar en función de las circunstancias sociales especificas.

Cada sistema de exhibición escénica tiene sus propios paradigmas, objetivos y público al que quiere llegar. Generalizar es absurdo, aunque los rasgos comunes al problema del público tienen que ver mayoritariamente con la siguiente premisa: ¿Simular una programación típica de una sala comercial desde un espacio público o bifurcar el modelo de escena pública con espacios privados?

Es evidente que el teatro privado no comercial, las llamadas salas independientes no lo son tanto, dependen muchas veces de dinero público, lo cual no deja de ser paradójico y al mismo tiempo necesario porque es una forma de profesionalizar la tarea del programador y dejarla fuera de las directrices políticas, del miedo a perder votos “por hacer una programación arriesgada”. Sin embargo, el reclamo común para que estas salas justifiquen su presencia en el tejido social, es la renovación de públicos como motor de su actividad. Ir más allá de la oferta pública en los contenidos, también en la forma en que se crean experiencias para obtener no sólo más espectadores, menos viejos y más críticos, sino también para acostumbrar a estos nuevos asiduos a defender la apuesta independiente como un valor imprescindible de la vida democrática.

A muchos creadores les molesta pensar en el público como un objetivo a conquistar y más de las veces hacerlo es entrar en la vieja disyuntiva de entretenimiento o arte, pero no vale la pena perderse en laberintos teóricos o en insidias extemporáneas; las artes dramáticas tienen una evidente necesidad de revitalización y justificación de su presencia como bien cultural y social, del valor del dinero público invertido en contenidos poco convencionales, del derecho al arte como patrimonio imprescindible en la civilidad, sólo a través de estrategias que comprendan renovar las blancas cabezas del patio de butacas por jóvenes atentos con ganas de experienciar se encontrará el sitio que le corresponden a las artes escénicas: el último reducto del espectáculo en vivo. ®

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Publicado en: Mayo 2011, Purodrama

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