Embestida

Ciudad de México, quince minutos antes; calle de Mérida, colonia Roma

© Harold Edgerton

—Acuérdense que va a ser como en la pinche película, ¿eh cabrones? ¿La vieron todos?

—El pinche Chucky no la vio.

—No mames, ¿cómo que no la viste, pendejo?

—Nel, pues es que vale verga, está en pinche inglés y las pinches letritas van bien pinche rápido, no chingues.

—¿Cómo que las pinches letritas? ¿Pues que no la ibas a conseguir en español como todos los demás?

—Simón, pero el pendejo del Barny trae pura mamada. La que me trajo en español se veía de la verga, tuve que ir al puto Eje Central por la que hubiera y nada más estaba en inglés con letritas.

—No vales verga, pero si nada más era ver la acción.

—La neta es que la puse y nada más de ver las letritas me dio un chingo de güeva y la quité.

—Y te pusiste a chaquetearte, ¿verdad cabrón?

—Nel, pus qué pasó, yo no me la jalo. Cuando ando jarioso, luego luego me voy por unas pieles. Si na’ más anoche me fui con el Ojón al Galactium y nos cogimos a unas pinches viejotas. ¿Qué no, pinche Ojón?

—Sssssss, no ma’ güey, pinches chichotas y pinche botapedos de las cabronas, y bien pinches cogelonas.

—Se pasan de verga, y de seguro traen una méndiga crudota. ¿En cuánto les salió el chistecito?

—Tres varos una hora, cada una.

—Pa’ luego, y que se me hace que se vinieron en tres minutos, ¿verdad pendejos?

—Psss, qué pasó mi Memo, qué pasó.

—Bueno, ya, a la verga. A ver, ¿está todo listo?

—Cilantro, pues con quién crees que estás tratando.

—A ver tú, pinche Monstruo, casi ni hablas cabrón, ¿estás listo güey?

—Pusagüevo. Nada más lícate este pinche fierrito.

—Ay, hijo de tu puta madre, ¿dónde dejaste la otra? ¿De dónde sacaste esta chingada metralleta? No mames, si hasta parece del pinche ejército gabacho.

—Oh, shingá, de por ahí, de por ahí, y no parece, es, puto: Una pinche M-16A2 con mirilla infrarroja como equipamiento adicional, porque no la trae de serie. Tres balazos por dedazo. Putos sardos mayates, me van a pelar la verga con esto.

—Camarón, a ver, ¿todos traen sus “cuernitos”? ¿Cartuchos? ¿Pistolas?

—Simón, pinche Memo.

—Cámara. A distribuirnos. Chucky, Ojón, se van en la pipa. Ya saben cómo hacerle. Se ponen el cinturón y los cascos, eh pendejos, no quiero que se me apendejen con el vergazo. Tú monstruo te quedas conmigo aquí en el Jetta. Vamos a llegar por el otro lado de la calle. Ah, y no se les olvide, cabrones, éste es nuestro momento de entrarle a la primera división. Así que si la cagamos o se nos quieren poner pendejos, a matar culeros. Todo es a matar, cabrones. Si los agarran, no nos conocemos, ya saben que así es esto.

—Cámaras.

—Ya’stás.

—Agüelita de Batman, mi Memo.

Ciudad de México, esquina de avenida Cuauhtémoc y Doctor Francisco P. Carral, 17:00 horas

El Ford F-550, SuperDuty, llega con prisa a unos metros de la esquina donde está el banco, penúltimo de su recorrido vespertino. Un armatoste gris opaco con un enorme tumbaburros tubular pintado de negro que con dificultad deja ver los faros. El parabrisas dividido, enseñando las empequeñecidas ventanas frontales color verde botella con un grueso hule negro periférico de presión. Una banda blanca curveada en los costados; sobre ella, un dragón en guardia sobre un escudo con los colores de la bandera de Francia y la leyenda SERVICIO PANAMERICANO DE PROTECCIÓN.

Bajando a toda velocidad por la diagonal de Frontera, la pipa de agua Freightliner FL80 color blanco, con la leyenda AGUA POTABLE GONZÁLEZ en sus costados, pasa con estrépito los semáforos de Querétaro y San Luis Potosí, donde toma la cuchilla acelerando, girando en ángulo forzado para incorporarse tangencialmente a Cuauhtémoc, haciendo en un santiamén el cruce de los seis carriles de la inmensa avenida, sonando el claxon con un profundo pitido, PÚÚÚÚ-PÚÚÚ, PÚÚÚÚ-PÚÚÚ, que se esparce a lo largo de su voraz trayecto. Clava blanco y se lanza sin miramientos sobre el costado del camión blindado, haciendo que derrape, tras un sonoro choque de metales y un intenso WHÍÍÍÍRRLL de las dobles llantas traseras, hasta quedar ladeado y estampado sobre la acera de avenida Cuauhtémoc, torcido en el espacio que hay entre las jardineras entubadas que yacen a lo largo del tramo, poco antes de llegar a la esquina donde se encuentra la sucursal bancaria a surtir.

Clava blanco y se lanza sin miramientos sobre el costado del camión blindado, haciendo que derrape, tras un sonoro choque de metales y un intenso WHÍÍÍÍRRLL de las dobles llantas traseras, hasta quedar ladeado y estampado sobre la acera de avenida Cuauhtémoc, torcido en el espacio que hay entre las jardineras entubadas que yacen a lo largo del tramo, poco antes de llegar a la esquina donde se encuentra la sucursal bancaria a surtir.

Un Chevrolet Chevy último modelo, que venía peleando con el vehículo de protección de valores el espacio por el último carril de la avenida, es lanzado calle abajo al recibir el impacto lateral del camión de SERPAPROSA, quedando con el cofre aplastado en sentido contrario a la circulación que va de norte a sur. Los transeúntes corren por donde pueden, muchos entran al Sanborns de la esquina inmediata. Las mujeres gritan. Una par de madres adolescentes se pone a llorar a media calle mientras que sus pequeños hijos se aferran a la tela de sus jeans deslavados, sollozando. Dos hombres con trajes de poliéster chocan de frente en la huída, se recuperan, y salen a toda velocidad en sentidos opuestos de la calle de Doctor Balmis. Un grupo de curiosos, que comienza a hincharse a cada momento como un algodón en alcohol, se apersona en la esquina de la calle de Chiapas, que contrapuntea el lugar del siniestro, así como al pie de la mastodóntica construcción de doce pisos y seis bloques del Hotel Benidorm, justo en frente de las acciones.

El Jetta color gris metálico saca humo de los neumáticos traseros al iniciar el arrancón, SKREEEETSHH, desde la equina de Doctor Pasteur y Rafael Lucio, a la altura de la sucursal La Merced de la Volskwagen, frente al Hospital General, en contra esquina de una de las salidas del metro, atravesando Doctor Francisco P. de Carral a toda velocidad.

Un viejo se lanza hacia un Sentra de Nissan estacionado sobre la calle para evitar ser atropellado por el bólido alemán. El vendedor de discos pirata de la esquina, a unos metros del choque de moles de acero y motor a diesel, ha desaparecido. La grabadora Sony con subwoofer y vivos en cereza metálico queda encendida tocando a todo volumen un disco de éxitos de la Sonora Santanera. “Perfume de gardenias tiene tu boca/ Bellísimos destellos de luz en tu mirar…”.

Viran forzando el eje delantero del 2.0 litros para tomar Cuauhtémoc en sentido contrario, pasando por la parte trasera de la pipa que lleva el letrero AGUA POTABLE, SERVICIO PARTICULAR y que escurre gordos chorrillos del líquido transparente por la parte baja del cilindro contenedor, para frenar de golpe a unos metros de la esquina con Doctor Balmis con el Chevy humeante, que invade el penúltimo carril, frente a ellos.

Los custodios bajan a toda velocidad, espabilándose como pueden por el impacto recibido que los hizo estrellarse contra las paredes color hueso del interior de la caja de valores del camión. Han abierto de un golpe las puertas traseras de la unidad blindada, salen de un brinco, doblándose hacia el frente pretendiendo cautela; dos con pistolas .38 en la mano, uno más con una escopeta Remington 870. Son recibidos por sonoras ráfagas de la M-16 del Monstruo, TAKATÁ, TAKATÁ, TAKATÁ, TAK, TAK, TAK, que dispara en ángulo franco, justo detrás de ellos, desde la ventanilla a medio abrir del modelo más popular de la Volskwagen de México. Tiene accionado el puntero láser y no falla, dando directo a la cabeza de los guardias privados que caen como costales al piso, esparciendo un espeso charco de sangre, como una aureola de petróleo carmín alrededor de sus cráneos. “Y llevas en tu alma la virginal pureza/ Por eso es tu belleza de un místico candor…”.

La pareja que iba en el Chevy está medio inconsciente con el parabrisas estrellado y la puerta del copiloto arrugada como un papel. La chica sangra por la frente y el conductor está echado sobre el volante lamentándose quedamente. O no se han dado cuenta o no se hallan en posibilidad de moverse con rapidez ante la trifulca que se ha desatado a una nadería de metros de donde han quedado varados en su subcompacto modelo 99.

La tarde se detiene lo que dura un aleteo de murciélago, entre la luminosidad lejana del sol de otoño que ha comenzado a bajar dando paso a un viento frío que en pocos minutos más se tornará gélido. En un instante que parece eterno y actuado en cámara lenta, todos esperan. Los de la pipa han abierto las puertas de la cabina y se guarecen tras ellas con las Avtomat Kalashnikov 47 apuntando hacia la cabina del mamut de acero del Servicio Panamericano. Los numerosos automovilistas que van por avenida Cuauhtémoc no saben si quedarse parados en el semáforo anterior, virar como puedan por las calles aledañas o avanzar a toda velocidad intentando esquivar el fuego del atraco que por el momento ha quedado en un suspenso infinitesimal.

El Memo y el Monstruo se acercan a la parte trasera del camión que ha quedado abierta. Con precaución, el Monstruo asoma la cara y lanza una ráfaga de metralleta. Un cuarto custodio es abatido en el interior. Los dos restantes salen de la cabina por la puerta del conductor que se encuentra ladeada sobre la acera justo enfrente de la sucursal bancaria. Disparan a la pipa haciendo blanco en la parrilla y una de las llantas. Desde su posición de altura, el Chucky abre fuego incesante hacia donde se encuentran, RATATATÁ, RATATATÁ, RATATATÁ. Se oye el lamento sonoro de uno de ellos antes de caer vomitando sangre y tacos de suadero, mientras que el otro corre, haciéndose bolita, hacia la entrada del banco que se halla cerrado pero con empleados adentro. El Chucky mueve la metralleta hacia la derecha para tener mejor ángulo de tiro, pero cuando está por accionar el gatillo, siente cómo el cañón rebota contra el borde del marco de la ventanilla sobre la que está apoyado. El descuido hace que el empleado de seguridad alcance la entrada de la sucursal y el solitario policía del interior lo meta de un jalón para volver a cerrar a toda prisa con llave la puerta de cristal. Un punzante ulular se escucha en derredor, un UÍUÍUÍU, UÍUÍUÍU, UÍUÍUÍ creciente acompañado de un PAAÁM, PAAÁM, con voces con acento barrio bajero reproducidas con mala calidad y a todo volumen diciendo “Abra paso, abra paso, despeje el área, despeje el área. Quítate, quítate Marquis. Quítate, quítate Tsuru”.

—¡Órale, hijos de la chingada, órale, ahora es cuando, a dejar pelona esta pinche chingadera!

“Qué bonito es recordar el barrio en que vivimos/ Los momentos felices que pasamos/ Esas horas intranquilas que vivimos/ Y que tanto, tanto nos agobiaron…”.

—Ya vamos, ya vamos.

—¡Ayúdame pinche Ojón, pícale cabrón que ya ahí vienen esos hijos de su puta madre, pícale!

—¡Como van, como van, todo lo que puedan a la cajuela del Jetta, como van!

—¡Rápido, rápido, esos pinches costales, órale, órale!

—Ay, hijo de la chingada, mira estas putas monedotas de oro.

—Pus órale, cabrón, luego las contemplas.

“Recordar a la muchacha que quisimos/ Y que fuera nuestro más hermoso amor/ Serenatas con canciones que no olvido…”.

—¡Vamos, vamos, a la verga, ya, lo que se quedó, se quedó!

—¡En chinga, en chinga!

Ciudad de México, calle de Rafael Lucio casi esquina con el Eje 2A Sur, Doctor Balmis, Colonia Doctores, dentro de 22 minutos

© Harold Edgerton

—Ay, no mames, pinche Memo, ya valió verga. Ay, no mames.

—Te voy a tener que dejar aquí manito, la neta discúlpame pero yo también traigo un méndigo plomazo en el brazo. Yo me largo, cabrón. Ni pedo. Los putos sardos ya están por todos lados, y ya nada más me quedan como cinco disparos. Ten, te dejo este billete, han de ser unos cien mil. Dile a alguno que pase que te haga el paro. Ahí la vemos güey. Ai nos licamos.

—Cámaras, cámaras. No hay fijón. Ay, no mames, me siento de la verga.

El Ojón se incorpora con dificultad sobre el borde de la acera apoyando la espalda en la pared carcomida y con olor a orina de la parte lateral de un nicho guadalupano abandonado. Tres huacales destrozados, varios vasos de poliestireno con residuos de frutas del puesto de la esquina sur y un charco de agua gris, pestilente y con una gruesa mancha de aceite flotando sobre ella, lo rodean. Con difuminadas letras carmín se lee “Madre de México, protégenos”. Un profuso chorro de sangre escurre hacia el piso, emergiendo justo arriba de la cadera, cayendo por la pierna izquierda, empapando el pantalón de mezclilla beige, pegándose en el tenis de bota imitación de los Nike Jordan. Alza la cabeza con el sudor frío bañando la totalidad del cuero cabelludo. Intenta una plegaria pero olvida el mantra y maldice. Agrega “Pinche Memo, chingue a su madre la hora en que te hice caso”, para caer extenuado con el cuerpo relajado segundos antes de morir.

Tres huacales destrozados, varios vasos de poliestireno con residuos de frutas del puesto de la esquina sur y un charco de agua gris, pestilente y con una gruesa mancha de aceite flotando sobre ella, lo rodean. Con difuminadas letras carmín se lee “Madre de México, protégenos”.

El Memo ha echado a correr por Rafael Lucio pero ve dos cuadras arriba un convoy de tres Ram Charger azul marino metálico en lance directo hacia él, con las luces bicolores hinchadas y las sirenas a todo lo que dan. Gira para dar marcha atrás, corriendo hasta que siente que no puede jalar más aire. El dolor del antebrazo izquierdo es penetrante, palpita y arde. Entra a una vecindad en la esquina de Doctor Balmis. Los agentes con entrenamiento especial de la fuerza de élite de la Ciudad de México lo han visto; dan un violento acelerón, y arriban frenando endemoniados medio minuto después de su ingreso al desvencijado edificio de los años cuarenta. Ha roto el cristal de una puerta y ha encontrado a una anciana escuchando la radio. Los policías entran con cautela, en grupos de tres, hasta formar un conjunto de quince hombres que se esparce por el patio y las escaleras del inmueble. Van con las ametralladoras por delante y los inmensos goggles negros puestos, a pesar de que el sol se encuentra ya en acelerada picada por el poniente de la ciudad. Ubican el departamento allanado. Lo encuentran dos metros al fondo de la puerta que ha forzado. Con el brazo sano sostiene a la vieja por el cuello, apuntándole con la mano correspondiente a la altura de la garganta de piel floja y arrugada. La señora grita con un largo aullido que se detiene apenas lo suficiente para jalar aire y proseguir. No llora, sólo aúlla. Un perico no deja de carraspear y hacer sonidos sibilantes en algún lugar cuchitril adentro.

—¡Baja la pistola, hijo, ya estuvo! No te metas en más broncas. La damita no tiene nada que ver. Déjala ir.

—Mejor ríndete, cabrón, va a ser todavía peor si le disparas a la señora. Se acabó. Todos los demás ya valieron madre. Mejor cálmate. Ya estuvo. Tranquilo, ya estuvo. Baja la pistola.

Los mira con los ojos clavados en los inmensos lentes negros de los que le apuntan. Los que hablan con él llevan la mirada desnuda. Son los superiores. Siente un entumecimiento quemante en el brazo herido. Huele el pelo seboso de la anciana, blanco casi por completo. Aferra el mango de la Beretta, forzando la mano hasta hacer que los nudillos se pongan blancos con una aureola roja. La suelta, lanzando hacia los policías su cuerpo huesudo y encorvado, vestido con tela de flores y un delantal a cuadros raído. Deja caer la pistola que rebota suave en el suelo lleno de polvo y bolas de pelo de gato mezclado con tierra, y dice:

—Está bueno, ya me chingaron cabrones, ya valí madres.

Ciudad de México, frontera entre las colonias Roma y Doctores, 17:13 horas

Las unidades del escuadrón de Fuerza de Tarea de la policía del Distrito Federal lanzan sus automotores con agresividad, forzando las máquinas con un potente RUUUMMBLE, RUUUMMBLE, ganando terreno con rapidez sobre la considerable anchura de la avenida Cuauhtémoc, con las luces rojas y azules color celofán parpadeando y haciendo semicírculos luminosos sobre los toldos de las camionetas, arribando por el norte de la vía y abriendo ramas de ataque por la cuadrícula oriente de las manzanas aledañas a la esquina del fuego de metralla, del lado de la colonia Doctores. Otro grupo se despliega por el flanco de la colonia Roma, subiendo por Zacatecas y Querétaro, no importando el sentido de la circulación. Unidades de apoyo de la policía de tránsito emergen de todas partes como cucarachas de una alcantarilla a la vera de un puesto de tacos callejeros. UU-UU-ÍÍ-UU, UU-UU-ÍÍ-UU. Una tras otra, las patrullas Dodge Stratus y Dodge Neón van incorporándose al lugar del siniestro desde Doctor Márquez y Coahuila, accediendo a Cuauhtémoc en sentido contrario. Un par de ambulancias vienen detrás. Los cúmulos de transeúntes y vendedores ambulantes intercambian exclamaciones mientras intentan guarecerse para seguir mirando desde lo que consideran son lugares seguros, detrás de los vehículos estacionados y de las sucias cajas de cartón con baratijas chinas y coreanas.

Un par de camionetas Ram Charger color azul marino metálico con vivos en plata, de los equipos policíacos especiales, corta el paso a la circulación del Eje vial 1 Poniente, Cuauhtémoc, a la altura de Zacatecas; una ráfaga de automovilistas alcanza a eludir el cerco antes de que se cierre por completo, pasando como bólidos, FUUUM, FUUUM, FUUUM, avenida al sur. El resto comienza a formar una aglomeración multicolor y desesperante de figuras iterables de fibra de vidrio, acero, plástico y cristales; manada de animales salvajes varada en un pantano, con las luces de stop gordas y relucientes. Un escuadrón de policías de a pie, con ametralladoras AR-15 en posición de ataque, pasa por entre los vehículos escrutando a través de las ventanillas, pidiendo a los que lucen como sospechosos, de acuerdo con su empírico juicio, que desciendan de sus automóviles para una rápida e improvisada revisión repentina. “Identificación, identificación”.

Los ladrones viran 180 grados para intentar escapar por Cuauhtémoc, pero reciben de frente a un par de patrullas de vialidad, obligándolos a tomar por Doctor Francisco P. Carral, de donde originalmente salieron. Al hacerlo, una Dodge Neón ya está atravesada para impedirles el paso. El Chucky asoma su AK-47 por la ventanilla derecha trasera y rocía a la patrulla, TRAKATRATÁ, TRAKATRATÁ, matando a sus ocupantes. El Memo sube con violencia el Jetta a la acera para intentar escapar, pero sólo consigue quebrar el eje delantero, CRAAACKKK, dejando inutilizable el vehículo de fuga. Toma con desesperación una bolsa de plástico con fajos de billetes de 500 pesos, de las que tiene entre su pierna derecha y la consola de la palanca de velocidades, y sale del vehículo a toda prisa. El Ojón lo sigue gritándole “Espérame, cabrón, espérame”. El Chucky y el Monstruo vacilan un momento. El primero toma la llave del switch de encendido, la saca y dice “A la verga, hay que sacar lo de la cajuela”.

Dos camionetas del escuadrón Zorros de la policía metropolitana llegan a la altura del Sanborns; estacionan una de ellas justo enfrente del letrero viejo y deslavado que con letras psicodélicas dice CÍRCULO 33 y que nunca ha sido retirado por los encargados de la tienda-restaurante-bar, para que un grupo de siete hombres vaya a pie a la caza.

—¡Cúbreme, pinche Monstruo, cúbreme por la espalda, me voy a chingar a estos hijos de su puta madre! ¡Cúbreme, cabrón!

—¡Te cubro, chingada verga, te cubro!

—¡Ahí les va la verga culeros! ¡Chinguen a su perra madre!

Tres huacales destrozados, varios vasos de poliestireno con residuos de frutas del puesto de la esquina sur y un charco de agua gris, pestilente y con una gruesa mancha de aceite flotando sobre ella, lo rodean. Con difuminadas letras carmín se lee “Madre de México, protégenos”.

El Chucky lanza un tupido reguero de metralla, TUKUPÁ, TUKUPÁ, TUKUPÁ, pintando un arco tembloroso de ciento veinte grados contra los Zorros que van hacia ellos a paso veloz, aunque cautelosos y encorvados. Caen mal heridos dos elementos. Sus compañeros, furiosos, se agazapan detrás de la hilera de automóviles estacionados en zona prohibida, a lo largo del borde sur de la acera, y repelen la agresión con todo lo que tienen. Las M-16 reglamentarias del equipo vestido totalmente de color azul marino, betún debajo de los ojos, cascos negro mate, chalecos antibalas y botas de campaña con funda para cuchillos integrada, que los hace parecer un escuadrón policiaco del Primer Mundo, atruenan vehementes, TAKATAKATÁ, TAKATAKATÁ, TAKATAKATÁ, TAKATAKATÁ, contra el par de lumpen de un barrio iztapalapense, ladronzuelos de colectivos y mini súpers, convertidos en infructuosos ladrones de fantasía, acribillando sus cuerpos fofos, abotagados y apestosos a sudor y a sol, que inmediatamente quedan tendidos entre un reguero de sangre y un estallido de cuadritos verdeazulados de cristales despedazados de los carros parados contra los que escupieron su último aliento.

Dos integrantes del equipo de policías con entrenamiento israelí corren en dirección a la abertura en ‘y’, entre Doctor Pasteur y Doctor Francisco P. Carral. Ven que el Memo y el Ojón han vacilado y han intentado ingresar a la agencia de Volskwagen para luego, arrepentidos, salir corriendo, pretendiendo escabullirse por la calle entre los automóviles anárquicamente estacionados sobre la acera, los puestos cerrados de comida callejera y las jardineras de cemento llenas de basura. Les disparan con calma, buscando hacer blanco preciso, PAM-PAM. Reciben como respuesta un montón de balazos de pistola. Una bala se incrusta en el ojo derecho de uno de los policías. Los de la zaga llaman al que queda desprotegido. Deciden replegarse al ver a uno de los suyos muerto y esperan un instante a que lleguen los refuerzos. Pierden de vista a los maleantes sobre la calle perpendicular. Sus radios crepitan y, ansiosos, solicitan instrucciones.

Dos helicópteros de la policía metropolitana circunvuelan rasantes la zona, picando la punta y haciendo un ruido ensordecedor con los rotores, RRUUUUM, RRUUUUM, ZUUUOOSSHH, RRUUUUM, RRUUUUM, ZUUUOOSSHH. Encima de ellos, tres helicópteros —dos de cadenas de radio y uno de televisión— cubren desde los aires el desmán. Tromba de plomo y pólvora que ha cortocircuitado por unos instantes la azarosa cotidianidad de la Ciudad de México; interrumpiendo, a través de la magnificación macabra y chocarrera de su indefectible estado de violencia perpetua, la anarquía vital de su gigantismo tercermundista, cuya sofocante omnipresencia sus habitantes viven como el orden natural de las cosas. ®

[Este cuento pertenece a la colección inédita Rotación]

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Publicado en: Diciembre 2011, Narrativa

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