Escritoras y directoras… ¡de vuelta a la cocina!

Desde Montevideo, tierra de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont

El mundo editorial sigue insistiendo en categorías como literatura femenina, como si existiera una natural contrapartida de literatura masculina (supongo que opinan que la escritura de los hombres es el default de la literatura, que no hace falta diferenciarla siquiera).

El artículo que viene a continuación —y al que corresponde el título de esta entrega— es en realidad una pieza arqueológica inédita que escribí hace quince años. Creo que de plantearlo hoy no sería tan drástica en mis opiniones, sobre todo en lo que refiere al papel otrora pasivo de la figura femenina en las ficciones cinematográficas, fuera de todo protagonismo (al menos ahora de vez en cuando contribuimos a la salvación del mundo o del héroe del filme). De todos modos, las cosas no han cambiado tanto: el mundo editorial sigue insistiendo en categorías como literatura femenina, como si existiera una natural contrapartida de literatura masculina (supongo que opinan que la escritura de los hombres es el default de la literatura, que no hace falta diferenciarla siquiera), o como si no existieran diferencias relevantes en los proyectos literarios de distintas escritoras, y en esa categoría quimérica nuclean alevosamente la obra de ciertas autoras que escriben más que nada sobre ser mujer, o lo que experimentan como ser mujer y extienden al resto de sus congéneres.

Una vez conocí a una directora de documentales que filmaba exclusivamente mujeres; tenía dificultades para conseguir fondos para sus proyectos porque las instituciones querían que fundamentara esa decisión desde un discurso feminista (supongo que por políticas sociales de apoyo a las “minorías”). Pero ella insistía en que no, que ella filmaba al ser humano universal: simplemente elegía mujeres. Esa posición es muy distinta que perder la mirada en el objeto mismo.

Por supuesto que para nada censuro el que se reflexione sobre lo específicamente femenino, las experiencias internas y externas que en parte moldean nuestra “naturaleza”; darles voz a los enfoques que nos suelen aparecer como los más cómodos entre mujeres (incluso como los más obvios, pese a nadar contra el mainstream). Yo misma lo hago a menudo, no es un tema que me sea indiferente. Sin embargo, tengo la impresión de que la literatura no se trata de eso, de reivindicar contenidos o de guiar el barco desde un mapa tan programático: las mujeres que escribimos o creamos, como los hombres que escriben o crean, tenemos simplemente que escribir o crear. Si existe o no una mirada femenina no es asunto nuestro averiguarlo y mucho menos fomentarlo: la pretensión, en todo caso, sería llegar a comunicarse con un lector cualquiera desde una mirada universal, o tan universal como nuestra limitada individualidad lo permita. Por fortuna, algunas escritoras como Clarice Lispector, Siri Hustvedt, Lorrie Moore, Josefina Vicens, Rosa Chacel, Armonía Sommers, Carmen Martin Gaite, Alejandra Pizarnik (por nombrar algunas y dejando gustos personales de lado) logran acercarnos sus vastos mundos interiores, sus territorios ficticios, sus irremplazables subjetividades, desde la sencilla condición de alguien que escribe. Sin la menor necesidad de militar, imitar, limitar las cosas a priori. O será simplemente que miran más lejos y mejor que las otras.

He aquí, entonces, el excavado artículo.

***

(1997)

Últimamente se han puesto de moda historias que, de cierta manera, postulan la alianza autosuficiente entre mujeres, especialmente si las protagonistas pertenecen al mismo linaje. Me refiero a Memorias de Antonia, How to Make an American Quilt (Donde reside el amor), Como agua para chocolate, Mujeres de ojos grandes, La casa de los espíritus, y la lista podría seguir, entre novelas y películas.1 En estos relatos siempre funciona cierta contraposición entre un universo “oscuro” —la violencia, la prepotencia, la tortura, el desencanto, el pesimismo intelectual—, todo esto asociado a la obra masculina en el mundo, y otro universo “luminoso” —la vida y su defensa, la gestación, los vínculos afectivos, el cultivo de la naturaleza, la ecología, la solidaridad— que, al parecer, corresponde siempre a la obra femenina en el mundo.

En estos relatos siempre funciona cierta contraposición entre un universo “oscuro” —la violencia, la prepotencia, la tortura, el desencanto, el pesimismo intelectual—, todo esto asociado a la obra masculina en el mundo, y otro universo “luminoso” —la vida y su defensa, la gestación, los vínculos afectivos, el cultivo de la naturaleza, la ecología, la solidaridad— que, al parecer, corresponde siempre a la obra femenina en el mundo.

Según este discurso (idealizado), la mujer —por el solo hecho de serlo, por su capacidad biológica de generar y proteger una nueva vida— es la depositaria de estos valores “luminosos”. En el transcurso de estas historias pocas veces los universos masculino y femenino se encuentran, a no ser durante el acto sexual. Es el antiguo conflicto de la mente agricultora y conservadora contrapuesta a la mente cazadora y conquistadora; como al parecer no se puede resolver satisfactoriamente (más cuando cada sexo queda constreñido a uno de los roles), la estrategia vincular de la mujer se vuelca hacia otras mujeres, llegando incluso al lesbianismo y la prescindencia total del hombre a excepción del instante procreador luego del cual se lo desecha. O, cuando mucho, se lo mantiene al lado en un segundo plano, reforzando el epicentro afectivo en las relaciones femeninas de todo tipo: vínculos generacionales, amistades, comprensivas amantes del mismo sexo.

Ese poder, esa independencia que reviste a las mujeres en esas historias, ya no proviene de la antigua estrategia feminista de ganar posiciones en el mundo social y económico (mayoritariamente “masculino”, tal como está planteado), sino de cambiar el lente de interpretación de la realidad y de la historia. No son los prestigios sociales ni los logros mundanos los que cuentan ahora; no son las guerras ganadas ni los avances en el conocimiento, todas áreas pertenecientes a ese negro e inescrupuloso universo masculino, sino que es la gran obra del universo femenino la que mueve, dentro de esta corriente, los argumentos de la vida: son las generaciones, los niños que crecen al amparo de la figura materna, los secretos familiares, los sabrosos consejos dentro de esa gesta interminable de abuelas, tías y antepasadas remotas quienes, desde algún lugar inasible, transmiten sus cuentos, sus vivencias, para que permanezcan en la memoria de las mujeres que las suceden. Son las recetas de cocina, los amores jamás consumados, los truquillos para una vida doméstica con magia y originalidad, las bellezas legendarias perdidas por la edad, los conjuros para conocer el rostro del futuro marido, las instrucciones para criar eficazmente a los hijos. Todo esto contado como se debe contar, es decir, de mujer a mujer.

Al reenfocar el contenido de los argumentos literarios o cinematográficos con esta lente que enfatiza los valores considerados históricamente femeninos el papel de los hombres pasa a ser el de acompañar casi decorativamente el verdadero motor del relato, que es la acción de las mujeres. El universo queda entonces reducido a ese ámbito familiar, cotidiano, donde resultan de gran importancia las diferencias de carácter entre un integrante y otro, los sucesos excepcionales que signan el destino del grupo familiar en determinado momento, la locación física de la casa como escenario del paso del tiempo, los nacimientos y las muertes. La gesta generacional como conjunto, patrimonio de las camadas venideras.

Por supuesto que el intento es, como tal, tan válido como cualquier otro. Pero de alguna manera y sin proponérselo, este nuevo giro del feminismo termina convirtiéndose en una apasionada defensa del rol de la mujer en tanto madre y dispensadora de cuidados, relegando su función y sus intereses exclusivamente al ámbito afectivo (aunque, a diferencia de los teleteatros convencionales, en estos la mujer prescinda totalmente del hombre con mucha frecuencia).

Es indiscutible que tal enfoque confiere el protagonismo a las mujeres, fenómeno difícil de encontrar en la mayoría de las historias escritas por los hombres o para los hombres. Lo cuestionable es que termina quedándose en una exaltada dignificación basada, en el fondo, en aquel famoso refrán pero disimulado: el lugar de la mujer es la cocina. Seguramente hasta mediados de siglo el único material del que podían disponer las mujeres comunes para contar su historia fuera precisamente el ámbito del fogón y los pañales, pero hace rato que ésta ya no es la situación. El regodeo en las historias de gineceo —que sustenta la fama de escritoras latinoamericanas como Ángeles Mastretta, Isabel Allende, Laura Esquivel, Marcela Serrano, por nombrar algunas, y un sinnúmero de películas a cargo de directoras con aires bergmanianos de todas las procedencias— parecería negar la posibilidad de que la experiencia o el universo interior de una mujer puedan proyectarse hacia el resto de la humanidad con visos universales.

La llamativa adhesión de un gran porcentaje de mujeres —en particular las que rondan las cuatro décadas— hacia este tipo de obra impresiona como un reconocimiento apresurado y poco reflexivo en cuanto a las implicancias que estos universos femeninos cerrados pueden contener. Ahora las pequeñas historias familiares parecer ser los honorables blasones por los cuales las mujeres estamos prestas a sacrificar una concepción más profunda de nosotras mismas, más ambiciosa (en el buen sentido de la palabra). No ya como mujeres sino como seres humanos, y sin que por eso necesariamente haya que renunciar a la respetable pretensión de proyectar el universo propio a partir de un cierto matiz genérico. Bajo la condición, claro está, de que esa visión provenga sinceramente de la experiencia de la autora. No de las ideologías, las tendencias del mercado o los rumiantes rencores frente a un divorcio. ®


[1] La lista no incluye Thelma y Louise de Ridley Scott ni Gloria de John Cassavettes: mujeres protagonistas, con una fuerza propia fuera del marco genealógico y familiar, pero que —¡oh!— son retratadas por directores hombres.

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Publicado en: El otro monte, Enero 2012

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