Estrella de Belén

…y he aquí la estrella que habían visto en el oriente
iba delante de ellos, hasta que llegando se detuvo sobre donde
estaba el niño… y postrándose lo adoraron; y abriendo sus tesoros le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.
—Evangelio según Mateo, 2: 9-11.

Leila C

© Gustave Dore

Para entonces, la colonización de Marte había comenzado hacía una década. Tres años antes del 2019. Después, recién iniciadas las celebraciones del año nuevo 2026 en lo que hasta entonces se conocía como la Unión Americana, comenzó la Gran Guerra. El resto todos lo sabemos. Una vez que los misiles enemigos pulverizaron, al doblar la duodécima campanada de la catedral de Nuestra Señora de Los Ángeles, las ciudades de Los Ángeles, Chicago y Houston; cinco más de la costa del Pacífico y seis del centro de lo que fuera nuestro país, así como la mitad de Nueva York, Washington y Pittsburgh, nuestras máquinas encargadas de la respuesta inmediata lanzaron no menos de cuatro docenas de cabezas nucleares contra cada uno de los blancos identificados como enemigos. La mitad del planeta se convirtió en corteza seca y magma putrefacto en cosa de minutos. Por si fuera poco, las respectivas estaciones bélicas espaciales lanzaron una lluvia láser sobre campos, bosques y costas para que comenzáramos a tener una vívida imagen de los infiernos medievales.

Las cenizas y un humo persistente, espeso y venenoso, que parecían tener biología propia ya que no cesaban de nacer a diario, cubrieron tres cuartas partes de los cielos terrestres. El tan largamente imaginado y comentado invierno nuclear llegó inexorable. Epidemias, hambre y cruentas microluchas entre los supervivientes por comida y los pocos bienes que quedaron redujeron a la de por sí magra población a grupúsculos tribales. Algunos, los menos, crearon lazos con base en la religión. Fundaron sus esperanzas de vida en lo ya insostenible; reditaron viejos motivos y símbolos rituales. Una de estas sectas fue lo suficientemente grande para construir lo que ellos llamaron la Nueva Jerusalén sobre las costas radioactivas de lo que un día fue conocido como la ciudad de Los Ángeles, California. Lugar en el que nací hace veintinueve años y mi padre me llamara Leila C.

Jeremy

He vagado por este territorio relativamente intacto durante los últimos cinco años; dos después de iniciada la guerra del fin del mundo. Desde que era niño y mis padres murieran de cáncer fulminante, cuando tenía diez años, allá en el 2013, he sido conocido como Jeremy, sólo así: Jeremy; incluso, o más bien sobre todo, durante mi época de cibertecnólogo pirata, a principios de los años veinte de este siglo. Hoy, Jeremy el traficante. De todo un poco; desde víveres contrabandeados, trocados por un poco de sexo con adolescentes no contaminadas, hasta los gadgets todavía útiles que quedaron perdidos, regados como cuentas de vidrio en un estanque, en los edificios, tiendas y almacenes dedicados a albergarlos antes de la guerra, pasando, claro está, por los módems transformadores de la personalidad. Desde entonces he estado al tanto del ir y venir de historias en mi mundillo. Una de ellas, persistente, es que en Los Ángeles (me niego a llamarla como esos fanáticos que se apoderaron de ella), a miles de millas al sur de aquí, existen algunos crípticos contactos lo suficientemente poderosos para ponerme en una de las colonias marcianas; al lado de los millonarios, los gobiernos provisionales, los altos mandos militares, sus putas, casinos y comida sintética de primera calidad. Eso es lo que he oído, a pesar de que en esta tundra quemada, de perpetuo cielo púrpura y gris, surcada a diario por relámpagos radioactivos de la provincia de lo que una vez se conociera como Vancouver, Canadá, parezca no haber más ruido que el jadeo de mi respiración atrapada en la máscara purificadora con visor de espejo anti-rayos ultravioleta.

Juan

Un día alguien me preguntó cuál era mi origen. Le respondí que eso no importaba; que a mí, mi origen, mi familia o las tradiciones me valían madre. Insistió, como hacen todas las putas cuando se ponen melosas. Para salir del paso, le di la espalda y le mostré un gran tatuaje de la Pirámide del Sol en mi espalda y dije “Si quieres, éste es mi origen.

Un día alguien me preguntó cuál era mi origen. Le respondí que eso no importaba; que a mí, mi origen, mi familia o las tradiciones me valían madre. Insistió, como hacen todas las putas cuando se ponen melosas. Para salir del paso, le di la espalda y le mostré un gran tatuaje de la Pirámide del Sol en mi espalda y dije “Si quieres, éste es mi origen. De por ahí cerca nací y crecí. A esta cosa, la guerra y los misiles ni cerca le pasaron”. Pero con que me llamara Juan bastaba. Lo demás es pura verborrea de burdel. Era linda esa putilla, cómo no. Acabó siendo vendida a un pesado sadomasoquista quien la mató sin querer al descuidar el voltaje de su aparato torturador de descargas eléctricas. Terminó achicharrada vomitando espeso. Ni modo, pobre Ana 24, humana ciento por cien. Con cara de niña y tetas suculentas. En fin, el caso es que una vez que pasó el desmadre que los gringos provocaron seguí con lo mío. El tráfico de Siintex, la mejor droga que puedes conseguir por acá en estos tiempos. Ninguna de las que la precedieron, ni el Fuego Azul, ni la Piedra Filosofal (tremendos estimulantes que se inyectaban directamente en la yugular) son tan eficaces y apreciadas como ésta. Lo mejor del asunto es que no se requiere más que una breve inhalación por la boca para que el vapor verde fosforescente que emite el tubillo plateado que contiene la brillante gelatina te ponga en un estado al mismo tiempo frenético e irreal. Lo mejor es combinarla con los dispositivos de realidad virtual intracraneales, aunque pocos se pueden dar ese tipo de lujo en los tiempos que van.

Pasar “al otro lado” (aunque ahora eso de las fronteras en realidad a nadie le importa ya gran cosa, y más bien cada tribu o grupo se defiende a sí mismo como un micropaís), trayendo y llevando cosas, ilegales o no, es una tradición en mi familia. Lo hacen desde por lo menos los setenta del siglo pasado. Así es colegas, el mercado negro, fayuquear como se dice desde antiguo es mi bisne, qué pues; con o sin guerra, con o sin vida natural en este planeta; aunque, para que más que la verdad, sí extraño ver la luna, uno que otro árbol y los zopilotes sobrevolando las zonas en rededor de la antigua border que hoy son interminables extensiones de tierra rajada y helada.

Leila C

Por estos días todo el mundo —aunque esta frase parezca burla— se dedica a traficar. Los que aún tenemos fuerzas y algún tipo de capacidad de movimiento no tenemos más remedio. Es lo que en la situación actual puede llamarse un trabajo digno, vitalmente hablando. Para mí era algo completamente extraño a mi temperamento, ajeno a mis convicciones, aunque no a mis conocimientos. No obstante, hoy día sólo debemos fiarnos de nuestros conocimientos y habilidades, ya que la única convicción es sobrevivir al día siguiente. Antes, incluso durante los primeros días de la guerra, yo era policía de Los Ángeles. Del departamento estatal, no del privado que, tras las leyes del nuevo impulso a la participación del capital privado en asuntos del Estado (New Leverage of the Private Capital Sharing in the State Matters Act) del 2020, controlaba el sesenta por ciento de la seguridad pública del país. Mi trabajo era en las calles. Desde el control del tráfico vehicular, tanto terrestre como aéreo familiar a baja altura, hasta operativos anti-delincuencia en guetos y zonas rojas controladas de los suburbios. Mi oficio era herencia de mi padre, supongo. Y si bien nunca he sido una santa, estaba sinceramente convencida de mis deberes como servidor público; del orden y la rectitud. Me lo creía de verdad. Al respecto, no sé que influía más en mí: los cientos de domingos de asistir al servicio religioso baptista o el sobresalario mensual que el Departamento nos daba si los medios nos señalaban menos que a los polis privados como ejemplos de criminalidad uniformada.

Aquella noche de Año Nuevo yo estaba de servicio. Curiosamente, mi zona se hallaba sin novedad y decidí tomar treinta minutos para brindar con mis compañeros de la central. Así que encaminé hacia allá montada en mi mechanimal modelo XE-320, mejor conocido como “elefante”, comodísimo y robusto, aunque menos veloz que otros modelos más ligeros. Mientras terminábamos el brindis y nos abrazábamos, el holograma de la vocera de la Agencia Nacional de Seguridad surgió en medio del confeti color oro y las serpentinas flotantes de neón, anunciando lo que acababa de ocurrir y notificando la alerta máxima nacional y el correspondiente estado de guerra. Al instante, las sirenas y luces de la alarma nuclear del edificio atronaron con toda su energía, al tiempo que los altavoces pedían que nos dirigiéramos al refugio atómico del edificio. Así lo hicimos. En tanto, los dispositivos automáticos de protección bajaban vehículos voladores, mechanimals, helicópteros y moto patrullas a su respectivo depósito subterráneo anti desastres. Después, la noche más oscura nos cubrió para siempre.

Jeremy

© Gustave Dore

Pertenecí a la generación que en los años previos al desastre nuclear no concebía otra manera de ganarse la vida de verdad que con la cibernética y sus boyantes variantes de las segunda y tercera décadas del siglo XXI: la robótica y la biorrobótica (como todos bien saben, la Corporación Tyrell dominó esta última rama hasta su caída en el 2019 cuando su dueño fue asesinado por una de sus creaciones). Sin embargo, la perspectiva de matricularme en alguno de los tecnológicos de prestigio, las universidades corporativas o, peor aún, en la industria militar para desarrollarme en ello, era simplemente despreciable. Nunca me gustó la escuela; además de que soy un solitario y procuro ser siempre autodidacta. De manera que en lugar de ir a estudiar a alguno de estos sitios, salí a las calles y busqué, como bien sabía que existían, lugares donde pudiera desarrollar las habilidades necesarias para crear tecnología de vanguardia. Así, poco a poco, con base en pura actitud para obtener las relaciones necesarias, ganándome poco a poco la confianza del medio, entré a la industria cibernética pirata. Llena de hackers, genios de la inventiva en rebeldía contra el sistema, escurridizos dealers y verdaderos capos de ese vasto mercado subterráneo.

El grupo al que si no pertenecía formalmente, sí era al que estaba más cercano, era casi religioso. Su bandera anarquista, anti-corporativista y cargada de ideología sobre la libertad social humana, lo hacía atractivamente anacrónico, como una especie de movimiento retro de los años sesenta del siglo pasado. Fue en esos años que hoy parecen míticos cuando me convertí en un verdadero experto en computadoras nanotecnológicas y artilugios tecnológicos diversos. Por igual, aprendí, con una inquietud voraz por tal conocimiento, las técnicas, claves y trucos de la construcción de vehículos mecanizados de transporte de concepción zoológica, mejor conocidos como mechanimals. Además de los muchos encargos que en este terreno de la inventiva tuve, me fabriqué uno propio. Un estupendo corcel de acero con pintura anticorrosión negra, con baterías de litio de nanotecnología reconstitutiva que lo tendrán cabalgando durante treinta años más, y más chips y cableado que un vehículo de carreras Mach 1 de la última generación de estos que existió.

La banda de piratas anarquistas y yo nos encontrábamos dando un golpe convencional de materia prima, prototipos y alguno que otro juguete que nos gustara durante el hurto, si el tiempo lo permitía. Habíamos escogido el final de la Noche Vieja del 2025 porque sabíamos que durante cuarenta o cuarenta y cinco minutos (más o menos entre las 11:45 y las 00:30 horas), la seguridad humana de las instalaciones del megacorporativo japonés que ya controlaba el cuarenta y cuatro por ciento de la producción mundial de high-tech con sede occidental en Toronto, estaría fuera de servicio, celebrando el Año Nuevo. Durante ese tiempo, la seguridad del conjunto arquitectónico quedaría en modo automático. Aprovecharíamos para violar la seguridad a esa hora, ya que para controlar, confundir y eludir (además de crear, claro) la inteligencia artificial nos pintábamos solos. Perdimos la noción del tiempo mientras saqueábamos las bodegas de dispositivos y periféricos diversos y, de acuerdo con mi reloj, eran las 02:02 horas del primero de enero del 2026 cuando las bocinas y luces moradas intermitentes zumbaron como mitológicas sirenas dolientes.

El indicador de mi cerebro electrónico portátil con el que controlaba los accesos y alarmas antirrobo del lugar parpadeó la descodificación de lo que se había activado: la alarma nuclear. Grité esta información a mis compañeros y ordené la retirada previa a que el corporativo quedara sellado. Antes de acceder al cubo del cableado externo de la salida de descontaminación macro orgánica del edificio, nos miramos tristemente mientras que Roger, quien se hacía llamar Voltaire y era el líder de la célula, no dejaba de insultar y maldecir, mientras decía, como Charlton Heston en una película de la era prehistórica, “Finalmente lo hicieron; lo consiguieron los hijos de la gran puta. Lo hicieron, lo hicieron”. En el exterior, los aviones de la Fuerza Aérea Canadiense surcaban la noche quieta y estrellada; la última clara y limpia que experimentaría en mi vida.

Juan

La tarde de esa noche estuve bebiendo cerveza con tequila en un bar de la border llamado Medias de Seda. Era el típico espectáculo streap-tease a la antigua. No había sexo duro en vivo ni parafilias al gusto y sin rastro de incansables androides sexuales prófugos de la justicia gringa. No, sólo un buen baile donde las redondeces se iban descubriendo de a poco al ritmo de la música hasta llegar a la siempre apetecible vulva. Allí me encontré con dos o tres partners, amigos y conocidos en general. El local lucía chillones adornos navideños y estrenaba, con inflado orgullo del propietario que la anunciaba a todo el que llegaba, una esfera flotante de luz láser. La condenada bola no dejaba de zigzaguear de un lado para otro del bar; quedándose momentáneamente quieta frente a alguna mesa para lanzar unos diminutos fuegos artificiales virtuales que formaban la leyenda “Happy New Year”, y volver a realizar su mareante recorrido por el recinto, emitiendo destellos y haces luminosos verdes, rosas, amarillos y violetas.

Salí del lugar a la hora del crepúsculo. Llegaría temprano a mi casa y me dedicaría a dormir hasta bien entrada la mañana del otro día. A diferencia del resto de compañeros de oficio, para quienes la noche de Año Nuevo representaba una de las más agitadas y lucrativas del año, desde hacía cuatro años ni trabajaba ni celebraba la llegada de un nuevo año; por respeto al recuerdo de mi madre, quien murió en la noche vieja del 2021.

Aproveché mi permanencia para confirmar algunos bisnes y transacciones próximas con ciertos colegas para las semanas por venir, así como comprar para mi consumo personal veinte mililitros de piedra filosofal, viejita pero básica. Comí unos suculentos tacos de machaca de cabrito aderezados con la salsa más picante de la frontera. Mazacote y orquesta inundaba el aire del lugar con la grabación de sus más grandes éxitos desde su formación hacía más de un lustro. (Qué buen conjunto, de verdad.) Fui a una cabina con una de las bellezas de la pista de baile, pero no me la cogí, me limité a chuparle el clítoris mientras ella me hacía una chaqueta excepcional que remató succionando mi semen. Quedé satisfecho. Bebí una última cerveza y me despedí de los socios y conocidos. Salí del lugar a la hora del crepúsculo. Llegaría temprano a mi casa y me dedicaría a dormir hasta bien entrada la mañana del otro día. A diferencia del resto de compañeros de oficio, para quienes la noche de Año Nuevo representaba una de las más agitadas y lucrativas del año, desde hacía cuatro años ni trabajaba ni celebraba la llegada de un nuevo año; por respeto al recuerdo de mi madre, quien murió en la noche vieja del 2021. Ustedes lo saben, la jefa es la jefa, qué pues.

Así, alcancé mi troka. Una Cadillac modelo 2014 que semejaba un vehículo militar anfibio. Diseñada para todo terreno, no tenía la capacidad de volar como esas mariconerías de Mitsubishi, Citröen, Lexus y la nueva línea de BMW-América (sustituto de la Ford a la que compró tras su estrepitosa quiebra en el 2012). No, mi camioneta era de la tierra, sobre la tierra y para la tierra. Me trepé en ella y salí pitando por la carretera en medio del desierto. Vi al sol cambiar del amarillo al cobre y, de éste, al mandarina. Sin obstáculo alguno entre mi vista y el ocaso, observé, suspendida en el cielo del poniente, esa inmensa bola naranja que flotaba hipnotizante sobre un fondo bicolor, arena y plomo. No sabía, aunque lo temí cuando al amanecer siguiente escuché las noticias por la radio, que mis ojos no volverían a ver ese magnífico regalo de Dios.

Leila C

Regresé a mi ciudad natal después de permanecer unas semanas en las ruinas de lo que fue Chicago. En realidad, no pensaba estar allá más de tres días —que cuento con un precioso reloj de arena de diez centímetros de alto por dos y medio de diámetro en sus bases que cambié hace unos meses por una botella de licor rosa de un cuarto de litro. Los suficientes para hacerme de unos cuantos litros de alcohol casero, en sus modalidades azul y amarillo (de 50˚ Gay Lussac, el primero, y 42˚ el segundo) para ofrecer en los lugares habituales que, para el caso, puede ser cualquiera con una población no fanática y mínimamente pacífica para negociar con ella. Pese a mi intención original, una helada ventisca, furiosa como el aliento de algún dios del hielo, hizo descender la de por sí congelada atmósfera de la zona a menos 47.2 Fahrenheit, obligándome a quedar en uno de los muchos refugios bajo tierra del poblado —“hoteles” se atreven a llamar sus administradores: ladrones disfrazados de arrendadores de mugrientos espacios de tierra subterránea. Si a ese cuchitril con olor a mierda seca y amoníaco, producto de las capas de orina vieja que se acumulan en cada espacio, puede llamársele refugio, claro está. Como es natural, al lugar no llevé más que una de mis armas, una chamarra de pelo de oso sintético de antes de la guerra y un speedo térmico tan viejo como yo —de hecho, perteneció a mi madre, quien era afecta a pasar la Navidad en Denver con sus primos. El resto de mi equipaje, mercancía incluida, quedó en una casa de seguridad de mi proveedor en esta ciudad. El viejo y gordo Zacarías. Un ex jefe policiaco que, tras una afortunada permanencia en Hawai durante el inicio de las hostilidades de hace casi una década (estaba de vacaciones decembrinas en las islas después de haber hecho un crucero de dos semanas por el Pacífico: sí, siempre fue un corrupto), se las arregló para volver al continente tres años después y hacerse de un pequeño emporio de alcohol casero y clandestino (casi todas las magras leyes regionales de lo que fuera el país, que en su mayoría han surgido de preceptos fanático-religiosos, prohíben la producción, transacción y el consumo de alcohol en cualquiera de sus modalidades). Fue en esa época cuando entré en contacto con él, mientras me dedicaba a lucrar con armas, ropa y demás objetos diversos de manera casi azarosa y, podría decirse, legal.

Cuando me conoció, le hizo gracia saber que también yo fui policía y me vio como siempre lo ha hecho desde entonces. Con una mezcla de respeto y lujuria. Antes de cualquiera otra cosa, incluso de decirme qué trato me ofrecía, dijo que para empezar tenía que chupárselo; sólo como una muestra de buena fe y, de paso, si el trabajito sexual que le hiciera le resultaba satisfactorio, ofrecerme beneficios extra en lo porvenir. Contrario a lo que pudiera pensarse, lo hice de muy buena gana, arrodillándome de inmediato sin hacer pregunta alguna y comenzando con lo mío. Mi buen talante rápidamente se transformó en abierto placer cuando me percaté que el viejo hijo de puta podría ser gordo y velludo, pero de alguna manera se las arreglaba para estar limpio, emanando un extraño pero sabroso aroma, entre dulzón y floral y almizclero, que yo nunca había olido con anterioridad.

Desde entonces le he hecho infinidad de felaciones, aunque siempre por negocios. Nunca ha habido mamada alguna que no sirva de apoyo en el estire y afloje de una transacción, obtención de promesas o rebajas, o alguna otra ventaja en nuestro intercambio mercantil que yo pueda conseguir. Además, jamás me ha pedido que tengamos relaciones como Dios manda; cosa extraña, ciertamente, ya que con la posición que tiene en el bajo mundo y la capacidad de trueque que ha amasado no le debe ser difícil conseguir cualquiera de las vacunas, raras y caras, que existen en este desordenado mercado subterráneo para prevenir las diversas infecciones de transmisión sexual que generalmente son el único impedimento para el sexo carne a carne. Al respecto, creo que la mejor respuesta es suponer que es un racista irredento y que el máximo acercamiento carnal que sus prejuicios le permiten con alguien de mi raza de chocolate es, precisamente, el falo-bucal. Después de todo, quien se lo pierde es él.

Pasada la ventisca salí del túnel con tapiz de excrementos y fui en busca de uno de los contactos de Zacarías; el que tendría la información y el plan adecuado para largarme a Marte. En la superficie el viento hacía flotar diminutos copos de nieve mezclados con cenizas color gris perla. A la luz de los faros de halógeno de luz blanca de mi linterna de campamento que rescaté hace años de la central de policía, la nieve acumulada en las calles vacías lanzaba diminutos destellos de cara a la espesa penumbra; un reguero de lentejuelas sobre el hollín color carbón que era la segunda piel de lo que otrora fuera reluciente asfalto. No parecía haber más vida que la mía sobre las aceras pobladas de rascacielos destartalados que semejaban jaulas de dinosaurios consumidas por un incendio apocalíptico que las habría hecho crujir a los vientos cruzados del centro y el oeste de la antigua Unión, ahogando el chirrido desesperado de las bestias que hubieran podido alojar.

Durante mi caminata de poco menos de una milla de largo no despegué los dedos y mi palma derechos de la pistola de cañón ajustable que llevaba bien afianzada a la cadera. En el mundo que quedó, la sorpresa y la emboscada es la norma, y los hilachos de comunidades humanas que sobreviven se caracterizan por la brutalidad de sus integrantes. Esto es más natural que trágico. A quién demonios puede importar la solidaridad cuando de lo que se trata es de supervivir las siguientes veinticuatro horas.

No obstante, nada ocurrió. Llegué al punto de reunión establecido y emití un largo suspiro, empañando la mascarilla de grafito verde-limón transparentado con la que cubría el área buco-nasal de mi rostro, evitando el factor de congelación, al tiempo que, en caso necesario, me proporcionaría tres horas de oxígeno. Consulté mi relojillo de arena. Era de acero inoxidable gris platino y finamente rugoso. De niña me gustaba pasar las uñas por ese tipo de superficies con microsurcos en estantes, máquinas de sodas, los baños de los restaurantes de moda y las despachadoras de malteadas de los McDonald’s. Recuerdos de una era de sueños y fantasía. Si a una niña de hoy sus padres contaran historias de aquellos tiempos creería sin duda que eran las mejores narraciones de ciencia-ficción que habría escuchado jamás. Pero es probable que nadie, o casi nadie, cuente historias hoy en día. El tiempo de la vigilancia y la adrenalina, del miedo a los que acechan, no puede desperdiciarse con cuentos sobre lo inexistente.

Esperé unos minutos más. Las ráfagas de viento helado chillaban entre los escombros como espectros en un castillo medieval. Intempestivamente, la rendija del ducto de ventilación que tenía a mis pies fue botada hacia la calle. Una voz preguntó por “el resultado de la suma”, a lo que respondí que no era suma, sino resta que daba como valor final… hice una pausa hasta que la voz dijo “treinta y tres”. Pasado el trámite de las contraseñas, una mano enguantada hizo un gesto para que la siguiera conducto abajo. Lo hice.

Juan

© Gustave Dore

Tijuana era una ciudad que yo gozaba mucho. No había año en que no me pasara por allí una o dos veces, mezclando el placer con los negocios. De preferencia durante el otoño, que era un poco menos caluroso que en la parte oriental de lo que fuera la inmensa border. Tengo recuerdos muy placenteros de la ciudad. Si me preguntaran si alguna vez me he enamorado en la vida, eso ocurrió en esta ciudad, pachanguera como pocas. No tiene caso escurrirse entre la miel de los detalles de lo que fue. Porque de que hubo miel, la hubo, y la verdad es que no soy un hombre muy afecto a las historias rosas. Solamente les diré que no era ni puta ni teibolera, que son el tipo de mujeres que más me atraen y que más frecuenté en aquellos años. Era mesera de un bar común y corriente, sin mayores pretensiones, del centro de la ciudad. Me gustaba llegar y escuchar a las bandas de rock tocar covers de la época de mis abuelos con sus típicos sonidos de solos de guitarra y bajeos machacones. La verdad es que lo mío nunca ha sido el rock, sino más bien la tex-mex, los corridos y la música de banda. Aunque escuchar aquellas canciones me traía buenos recuerdos de la infancia con mis abuelos en su habitación de quinto patio poniendo sus rolas en aquellos reproductores láser que necesitaban de discos plateados para que la música jalara.

Llegaba después de media noche y ella siempre me atendía. Su uniforme era blanco con delantal azul rey. Usaba unos pantalones vaqueros apretadísimos con tangas contrastantes asomando por encima de la cadera. Qué buena que estaba. Alta, morena, bien pechugona, originaria de Ciudad Juárez, Chihuahua. Pero esos fueron otros tiempos. Hoy Tijuana es una trenza de desechos. Edificios abandonados, fraccionamientos enteros saqueados y usurpados por malvivientes de toda ralea. La ciudad contradictoria y rutilante finalmente se hizo una con el polvo amarillo irremediablemente levantisco durante todo el año. Paré ahí una semana antes de ir a San Diego a reunirme con los que me presentarían con el que podría ponerme en un transbordador colectivo a Marte. Eso iba costarme mucha mercancía y valores intercambiables de la más alta calidad. Pensé que quizá podría llevarle un regalillo extra, un poco de droga de la mejor calidad para su consumo personal, de manera que fui a la zona baja de la ciudad en un mechanimal de dromedario, prestado por uno de mis asociados del oeste. Un cabrón que me compra buenas cantidades de droga de diseño antiguo que reparte entre los viciosos funcionales locales a cambio de favores diversos. Las transacciones de drogas que efectúa sólo son un sucedáneo de su negocio principal: el tráfico de tecnología de punta de transporte terrestre de primera mano. Para el tiempo que estalló la Guerra del Fin del Mundo, los países poderosos poseían numerosas flotillas de Mechanimals&™ que principalmente usaban en labores de patrullaje policiaco. Cuando el desmadre se desató, la policía de San Diego pidió a su contraparte tijuanense que le resguardara cinco docenas de vehículos zoomorfizados para evitar que fueran destruidos en la refriega. Mi socio era teniente de la policía de Tijuana, así que los aparatos terminaron en las bodegas subterráneas que regenteaba para el tráfico de piedra filosofal a los Estados Unidos.

A manera de regalo, pensé darle una noche con el mejor par de putas que pudiera encontrar en la Tijuana actual, ya que estas estarían en el mismo lugar donde conseguiría la droga para el contacto “marciano”. Antes de la guerra el vato había sido siempre con madre y después de ella nunca dejo de echarme una mano; es un socio leal y eso se agradece hoy más que nunca. Llevarle un par de pollitas era algo que sabía que iba a apreciar. Llegué entonces a lo que en otro tiempo, cada vez más lejano, fue Playas de Tijuana. Con el paso del tiempo, se ha convertido en un enorme cuadrante de cascarones de casas renegridos y putrefactos. En el lugar de un antiguo mall se hallaba el mejor burdel de la zona con show en vivo. Era subterráneo y se accedía a él por la entrada estallada de una vieja hamburguesería de cadena gringa. Cayó la noche que nos hemos acostumbrado a descifrar porque el tenue tono cobrizo envuelto en hollín del día se vuelve hollín requemado después del ocaso. Nos hemos habituado a deducir el sol. Las estrellas se volvieron míticas, nunca se ven. Algunos nunca sabrán cómo eran esas luces incandescentes en el cielo nocturno. A lo lejos, el rugido incesante del océano y ni un solo graznido. Descendí por unas improvisadas escaleras de caracol hasta una amplia media luna iluminada con luces mortecinas rojas y verdes, cuya energía proviene de un generador cinético puesto a andar con fuerza humana esclava. El lugar estaba a poco más de la mitad de su capacidad con un montón de putas yendo y viniendo entre las mesas y los pools de baile en tubo. Al poco de haberme sentado, tras pedir un aguardiente casero pero confiable, mezclado con jarabe de menta sintético, el encargado del lugar me dijo que si quería probar a un par de chicas nuevas. Le dije que sí y pensé que si me gustaban serían las que llevaría a mi socio. No pasó mucho tiempo antes de que estuviera en una habitación oculta en medio de una intensa orgía con aquellas que me habían llevado a la mesa y varias más, incluyendo un par de jovencísimas transexuales que eran difícil decidir si eran humanas o sintéticas. Terminé con lo mío. Un desenfreno a la vieja escuela que me dejó exhausto y renovado.

Me traje a las dos putillas conmigo pero ya no pude ver a mi amigo de regreso. De vuelta al edificio en ruinas donde despachaba encontré la típica escena sangrienta y maloliente de las guerras entre pandillas. Esas nunca cambian. Antes y después de la refriega nuclear son exactamente las mismas. Las chicas corrieron. Saqué mi arma y me puse en guardia, más por reflejo que por convicción porque era claro que todo había terminado. Caminé pegado a la pared pisando espesos charcos de sangre pegajosa. Siete, ocho, nueve de los hombres de mi socio yacían con la cabeza estallada, el pecho reventado, sin esta mano o aquel pie. Usaron pistolas con miniproyectiles; su puntería era certera. Al entrar a la habitación de operaciones de mi socio (“oficina”, la llamaba él) todo su material informático había desaparecido. Había una pila de muebles rotos y diversos estallidos en las paredes. Un quedo lamento emergía por debajo de un sillón volteado y quemado por un par de mini proyectiles. Me acerqué y encontré al lugarteniente de mi socio en un estado terrible; moribundo, alcanzó a decirme que su jefe había logrado escapar y que me llevara al camello, pues no habría manera de devolvérselo en mucho tiempo. Me dio una contraseña para dársela al traficante de Marte al otro lado de la border en un pastilla inteligente color rosa del tamaño de la uña de mi meñique. Salí de allí y encaminé a San Diego. En poco más de media hora estaría en la ciudad que los fanáticos de Dios hoy llaman “Belén”.

Jeremy

Tuve que hacer un extenuante recorrido en zigzag, de Vancouver a South Dakota y, de ahí, a Los Ángeles, antes de llegar a San Diego, porque solamente en Sioux Falls podía encontrar las preciadas baterías de litio nanotecnológicas de cuarta generación, las últimas que se fabricaron en el planeta. A relativamente pocas millas de ahí, Ellsworth es una fortaleza tenebrosa y rutilante. Fue de las pocas bases aéreas que desplegaron a tiempo los sistemas anti misiles al estallar la guerra nuclear definitiva hace una década. Desde entonces ha amasado un poder malsano en torno suyo. Al paso del tiempo, con el poder central de la antigua Unión deshecho y la población diezmada, los militares de Ellsworth se convirtieron en un territorio autónomo. Con base en el uso de la fuerza, han mantenido una fortificación cuyo único contacto con el resto del mundo es de carácter pragmático y, por supuesto, coercitivo. Obligadamente, los pocos habitantes de las zonas aledañas llevan víveres, mujeres y diversas cosas que aún tengan utilidad a los miembros de la base. Ésta es, como siempre fue, un inmenso espacio cercado, al que se le han añadido cercas de púas inteligentes, que se expanden y contraen en torno a los que intentan pasar por ellas, y rastreadores con cañones láser. Incluso llega a haber sobrevuelos de vigilancia, aunque esto tenga poco sentido con los alrededores yermos y la poca gente cercana sometida a la bien armada milicia. Una jauría de grandes daneses biomanufacturados recorre incansable el perímetro. Tienen, literalmente, colmillos de acero y fueron diseñados para ser más feroces que los lobos. Por eso, fue todo un acontecimiento que Martin Lutero (mi contacto en el tráfico de armas y de tecnología en general en Sioux Falls, llamado así por su padre, un fallecido ministro de la iglesia luterana de South Dakota, quien antes de la hecatombe tenía buena fama entre su feligresía por sus largos y elocuentes discursos religiosos) haya tenido a punto una docena de baterías de litio nanotecnológicas, empacadas y listas para ser estrenadas por el mejor postor. Por supuesto, estas fueron sustraídas del búnker de la base aérea.

Al paso del tiempo, con el poder central de la antigua Unión deshecho y la población diezmada, los militares de Ellsworth se convirtieron en un territorio autónomo.

La ciudad quedó relativamente intacta después de los ataques nucleares masivos, en buena medida porque el escudo de Ellsworth contuvo el ataque a nivel atmosférico. Lo que no significa que no haya una considerable contaminación radioactiva en la mayor parte de la orografía y los ecosistemas de la región. Dejé escondido mi caballo porque era demasiado llamativo para lugareños y vigilantes de la base aérea. No hay nadie en las calles. La ciudad estaba congelada, con una costra de polvo esmeraldino sobre las edificaciones que constituyen un auténtico pueblo fantasma: con la estructura intacta, pero vueltas un cascarón, el reverso abandonado de la vigorosidad que hace una eternidad poseyeron. Ciudad baja y antigua, permite ver las enormes llanuras del corazón helado de la tierra estadounidense. Casi eran las cinco de la mañana cuando di vuelta por una calle ancha que seguramente en su tiempo fue de doble sentido y vi el nauseabundo espectáculo de los fanáticos de la nueva religión. Una guirnalda de descerebrados moviéndose al unísono sin voluntad propia. Congregados en lo que fue un contenedor para carga y descarga de tráileres, cantaban, imploraban y aplaudían al ritmo del embelesador que tenían al frente, quien comandaba a la muchedumbre equipado con un altavoz simple, de los que se usaban hace un siglo. Lloraban, reían, vociferaban; daban el mismo patético espectáculo de siempre, como si la Guerra del Fin del Mundo no hubiera dejado claro, de una vez para siempre, de una manera que siglos de inteligencia filosófica y científica no pudieron hacer, que Dios no existe. Si la ferocidad de la energía atómica desatada, la materialización irredenta de la capacidad de autodestrucción humana, no pudieron acabar con el impulso religioso de los seres humanos, entonces la especie está verdaderamente condenada.

Seguí mi camino sintiendo repugnancia, pensando qué diría mi estimado Voltaire de esto. Seguramente no lamentaría el cáncer fulminante que lo aniquiló al poco de la guerra, encarnizándose con su próstata, sus pulmones, su estómago. Tuve que caminar una hora más para encontrar a Lutero. Con cautela por lo que fue la interestatal 90, ahora una interminable vereda de asfalto resquebrajado cubierto por gruesas capas de nieve y hollín, observé hileras de árboles marchitos, grandes insectos de especies que nunca había visto jamás, que corrían o volaban a mi paso, y el andar parsimonioso de un grupo de vacas salvajes monstruosas: dos bicéfalas, dos más sin orejas y una más con varios tumores notables bajo la piel. Pasaron muy cerca de mí sin inmutarse. Tras avanzar casi un par de millas más, vi la silueta de Martín haciéndome señas para seguirlo detrás de unas rocas.

Los tres

Logramos sólo a medias solventar el salvoconducto a Marte. Nuestros respectivos contactos tenían manera únicamente parcial de hacerlo. A mí, en el túnel de Chicago, entre una luz azulada a punto de extinguirse, flanqueado por dos guardaespaldas seudomutantes andróginos, mujeres musculosas con pene u hombres con grandes tetas y vulva, como se les quiera ver a estos seres de diseño biotecnológico que en su momento fueron concebidos para placeres chocarreros y que ahora deambulan por lo que quedó del mundo como parias entre los parias, hasta que alguien como este extraño adolescente, casi un niño, que vi bajo tierra les da algo que hacer. Me dio una pastilla inteligente color pistache y me dijo que me fuera a Belén. “¿San Diego?”, dije, y el respondió que sí, que allá alguien me contactaría. “¿Cómo?”; “Por el rastreador de la pastilla”, dijo él…

Sabía que esas pastillas (la mía era morada) contenían un mundo de inteligencia artificial a nivel molecular ahí adentro. Supe de su existencia cuando eran prototipos de Nanosoft para el Ejército, así que le dije a Lutero si había alguna manera de hackearla.

Sabía que esas pastillas (la mía era morada) contenían un mundo de inteligencia artificial a nivel molecular ahí adentro. Supe de su existencia cuando eran prototipos de Nanosoft para el Ejército, así que le dije a Lutero si había alguna manera de hackearla. Me dijo que no porque contenía un dispositivo que reaccionaba a cualquier intento de escanear los códigos compartidos prestablecidos. Agregó que estaba programada para realizar el macheo una sola vez. Es decir, la acoplaría con el dispositivo del intermediario y no debería haber margen de error. A la primera se generaría el haz láser tatuador del holograma que quedaría plasmado en mi muñeca como pase de biolectura para ingresar en el próximo transbordador colectivo a Marte, programado para partir dentro de tres meses desde la base aeroespacial de Hawaii. La pastilla encendería una señal infrasonora que revelaría al contacto sandieguino mi ubicación. Él daría conmigo entonces…

El vato que me dio la pastilla rosa no pudo darme más detalles de cómo encontrar al pollero espacial en San Diego o Belén, como le dicen los que adaptaron un viejo museo de animales como un inmenso centro de adoración para la nueva llegada del Mesías, según sus creencias. No sabía, entonces, cómo encontrar exactamente a la persona indicada, pero me las arreglaría. Para mí, eso era lo de menos. Conocía a numerosos traficantes y lidercillos del otro lado de la frontera para obtener rápidamente la información necesaria. Cuando entré a la ciudad, a la altura de lo que fueron las estaciones céntricas del tren urbano electromagnético, que sustituyó al antiguo Trolley de la época de mis abuelos, vi un par de mechanimals avanzando hacia el sur con sus respectivos jinetes que, al tenerlos a distancia de ojo, percibí que eran claramente fuereños…

Después de un intercambio de preguntas que resultó tenso e incómodo porque asumimos que el del camello era el contacto, como ella lo había asumido conmigo minutos antes, decidimos estacionar a los animales y dar un rondín por las cercanías para ver si podíamos obtener algo de información. Estábamos tomando un respiro al pie de un edificio destartalado arriba de cuya entrada principal aún se podía leer nítido entre un espeso hollín el letrero que decía LASER & OLD FASHIONED TATOOS, cuando comenzó una ola de ladridos y aullidos en masa. Ella dijo que no pensaba que todavía hubiera tantos perros en la ciudad y yo supe de inmediato de qué se trataba. Les dije que sacáramos nuestras pastillas. Lo hicimos. Éstas estaban ya emitiendo un fuerte resplandor intermitente, como gemas bañadas por luz xenón. Un instante después, los destellos y los ladridos cesaron, y comenzaron los disparos. Corrimos. Nos protegimos como pudimos y contra atacamos al viento helado y a la oscuridad del lugar. Era una celada.

Leila C

© Gustave Dore

Vagamos ahora por las calles del pueblo de Belén para matar el tiempo en lo que esclarecemos cómo obtener aquello por lo que hemos venido, sólo que ahora estamos temerosos, tras el primer ataque, de caer en una trampa que terminase en una emboscada. Nadie hay en las calles. Discretos, semi destruidos, grises y ennegrecidos los que alguna vez fueron destellantes rascacielos emergen moribundos de entre la niebla casi rosada, casi purpúrea, de la ciudad. Flanqueados por ellos, avanzamos hacia el oeste, rumbo a la antigua marina que ahora es un lecho ondulante de desperdicios, peces y mamíferos marinos muertos. Un par de submarinos atómicos y un puñado de destructores convertidos en chatarra se mecen modorramente al vaivén del mar radioactivo, removiendo la pasta biológica en descomposición. El olor ya no es insoportable: es cotidiano. Mientras avanzamos con nuestros mechanimals a la zaga, Juan ha decidido por todos parar en un callejón y descansar un momento ahí. A pesar de lo mamón que puede ser dándoselas de líder, nuestro propio cansancio hace que Jeremy y yo lo sigamos mansamente.

Nos sentamos. Saco mi ánfora de plata con funda de piel auténtica (que tomé “prestada” a un general ruso después de tirármelo en un cuartucho de hotel de la costa atlántica hace un par de años). Doy un trago a mi alcohol amarillo y lo paso a mis compañeros. No hablamos. Sólo nos miramos fijamente, con una expresión amable y desconfiada. Uno que otro bufido, un prolongado suspiro, el scratch de las uñas sobre el vello y la piel de la pierna de Jeremy; un largo bostezo y el estiramiento de mis tendones. Miro al cielo y me ha parecido ver un resplandor plateado. De inmediato me pongo en guardia porque es imposible que lo que he visto sea luz de luna; ésa ya no existe más desde hace años. Debe ser algo mecánico. Un vehículo volador o algún tipo de bengala. Quizá un rastreador.

“La puta que los parió”, dice Juan incorporándose de un salto. Jeremy se limita a afianzar su lanzallamas y abrir los ojos desorbitadamente. Todos lo hemos visto. Un haz, un destello luminoso pálido y lejano, pero bien perceptible. Casi imposible de creer pero cierto. Luz de luna entre las brumas tóxicas de este planeta supurante.

En eso estamos cuando de pronto algo voluminoso se mueve entre los escombros al fondo del callejón. Sin dudar, con un movimiento involuntariamente coordinado, veloz, ágil, certero, casi marcial de tantas veces practicado a lo largo de nuestra vida en esta tierra de nadie, apuntamos nuestras armas hacia la basura viviente. Comienzo a sudar. Siento como bajan los chorrillos de agua por el pelo de mis axilas y en medio del pecho, entre las tetas. Los cuellos de Jeremy y Juan se llenan de venas, músculos y tendones saltones como correas de un balón. Los ojos fijos en el objetivo, inyectados y expectantes; los oídos absolutamente receptivos, como de algún otro animal, como de lince.

Adelantándome al protagonismo de Juan, quien sopesa su rifle de tres cañones de miniproyectiles expansivos, comienzo a dirigir la avanzada con señas y gestos. En un instante formamos un abanico y caminamos con sigilo con las piernas semiflexionadas. Vemos otro movimiento; esta vez es menos ostentoso, casi diría que hecho con cautela. Hacemos un par de yardas más y a mi orden nos lanzamos a toda velocidad, emitiendo alaridos guerreros, contra lo que sea que se mueve allí delante.

De un puntapié Juan hace que una pila de latas, restos de pantallas interactivas como la que teníamos en casa cuando era niña, y trozos de fibraglass caigan esparciéndose por el suelo. Unas cinco ratas-conejo se dispersan no sin antes gruñirnos, mirándonos directo a los ojos. Vemos un cavernúnculo que atraviesa la pared. Jeremy enciende los faros de su chaleco protector y nos introducimos por el boquete. Cabemos bien de pie, así que seguimos de frente. Ahora me toca ir a la zaga, dando completamente la espalda a la vanguardia. Entonces lo escuchamos. Primero tenue pero inconfundible, después típicamente estridente y diáfano; urgente y desesperante. Se me ha erizado la piel. Juan pega un aullido y Jeremy no deja de exclamar “Por todos los demonios del infierno”.

De manera que, una vez recuperados de la impresión, decidimos guiarnos por el llanto del bebé. Avanzando en la semioscuridad, abierta parcialmente por las luces de pila de litio de Jeremy, descubrimos un recubrimiento liso y duro que flanquea un nicho entre las paredes del túnel y ahí lo vemos, un infante perfecto llorando a tambor batiente entre los brazos de su madre que nos mira sin temor. Un hombre barbado que debe tener unos treinta años, vestido con una túnica y una piel de borrego sobre el torso, se incorpora a la escena y nos pregunta si venimos en son de paz. Añade: “mi nombre es Joshua y ésta es mi familia, sean bienvenidos si vienen de paso”. ®

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Publicado en: Enero 2012, Narrativa

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