Eutanasia

Seguramente vas a pensar que estoy demente. O por lo menos que soy un pervertido. Y lo más seguro es que tengas razón. Pero te juro que es algo que no puedo evitar: cada vez que me entero de que alguien ha muerto —un amigo, sus padres, un familiar, quien sea—, siento unas irrefrenables ganas de follar.

No sé si se trata de un mecanismo de defensa. No sé si sea una parafilia. No sé si sea vil lujuria. Pero no me importa. Lo he disfrutado al máximo. Y mi mujer también.

¿Cómo empezó? No sé. Es difícil de saber. Ni siquiera importa.

Un día me llamaron para decirme que el padre de un amigo había muerto. Cuando salí de la oficina fui al velatorio. Hice los saludos de rigor, dije cuánto lo lamentaba, ofrecí mi ayuda incondicional para lo que fuera necesario y fui a servirme un café. Mientras bebía observé a la gente: los ojos hinchados y enrojecidos de los dolientes, la consternación en los rostros de las amistades más cercanas, las risas apenas contenidas en las pláticas del resto. Vi el cajón, con el cuerpo inerte dentro, y a toda esa gente. Y de pronto me sentí un afortunado: estaba vivo, no sufría, mi mujer me aguardaba. Sentí una imperiosa necesidad de salir de ahí.

Llegué a casa y, como ya era un poco tarde, Fabiola estaba en la cama. La poseí como nunca. Mientras la penetraba recordaba el cuerpo sin vida dentro del féretro y más me excitaba; en mi cabeza se mezclaban los jadeos de ella y los sollozos de las mujeres que estaban en el velatorio. Cuando llegué al clímax fue como si me estuviera vengando de la muerte por arrebatarle la vida al padre de mi amigo. Nunca me había sentido tan jodidamente vivo.

Por supuesto que Fabiola se dio cuenta. Me preguntó si todo estaba bien: le dije que sí. La verdad es que no podía explicarle nada porque yo tampoco lo tenía muy claro. Una vez que pasó mi excitación, con el cuerpo desnudo de mi mujer al lado y escuchando la respiración profunda de quien descansa en paz, me sentí terrible. El remordimiento me duró un par de días. Recordaba todo y me sentía fatal: por haberle dado gusto a la carne mientras mi amigo pasaba por ese trance y por no poder contarle a mi mujer la razón de mi repentina calentura. Luego me olvidé del asunto.

Todo iba bien hasta que me dijeron que había muerto Lucía. ¿La recuerdas? Sí, fue cuando estabas fuera del país. Bueno, allá fuimos Fabiola y yo. Hicimos lo que todos: dijimos cuánto lo lamentábamos —en este caso fue un poco más sincero el dolor, pues conocíamos muy bien a la muerta y a su familia—, ofrecimos nuestra ayuda incondicional para lo que fuera necesario, fuimos a servirnos un café y buscamos un lugar dónde acomodarnos.

No sé si se trata de un mecanismo de defensa. No sé si sea una parafilia. No sé si sea vil lujuria. Pero no me importa. Lo he disfrutado al máximo. Y mi mujer también.

Había tanta gente que terminamos en un rincón de la funeraria. Me recargué en la pared y Fabiola en mí. Entre sorbo y sorbo de café fui viendo a la gente presente en el lugar. Al mismo tiempo fui cobrando conciencia del cuerpo de Fabiola: el olor del champú, la loción en su cuello, su espalda en mi pecho, su trasero. Comencé a tener la erección. Y, obviamente, se dio cuenta. Supongo que por eso no puso objeción alguna cuando le susurré al oído: “Vámonos”.

Ni siquiera llegamos a la casa: nos metimos al primer motel que encontramos y cogimos intensamente. Tuvo un orgasmo como nunca le había visto uno. Por un momento pensé que ella estaba pasando por lo mismo que yo. Pero no quise confirmarlo.

La confirmación vino sola un día que estábamos viendo las noticias. Un desastre natural había arrasado con una región perdida al otro lado del mundo. Mientras la televisión ponía imágenes de cuerpos ahogados y casas devastadas mi miembro comenzó a crecer. Antes de que me diera cuenta ya tenía la mano de Fabiola en él y, al terminar la noticia, ya estaba chupándome como si el mundo se fuera a acabar en ese instante. Entonces me atreví a contarle de mi excitación ante la muerte: me dijo que sí, que se había dado cuenta, y que le pasaba lo mismo. Me sentí aliviado.

A partir de ese momento comenzaron los excesos. Ya no nos bastaban los funerales de conocidos, sino que empezamos a frecuentar los de personas que difícilmente nos recordaban. Nos hicimos aficionados a los periódicos de nota roja para tener un pretexto y fajar como cuando éramos novios, aunque nada se equiparaba al sexo después de haber ido a un velorio. Era tal la lujuria post mortem —por llamarla de alguna manera, claro— que a veces ni siquiera aguardábamos a salir del lugar: tuvimos sexo en el baño de cuatro capillas de velación. Por lo menos.

¿Cómo? Ah, sí: como comprenderás, también cogimos en el velorio de tus padres. Fue muy… especial. Pero te juro que nunca, en ningún momento, fue una ofensa. Siempre se trató de una venganza de la vida y el placer ante la muerte.

¿Por qué te cuento todo esto?

Porque acaba de venir el doctor y me dijo que no hay esperanzas. Mis días están contados. Y por eso necesito que me hagas un favor.

Fabiola está dormida allá afuera. Está agotada. Ha sido una agonía muy prolongada y ha cargado todo esto en sus espaldas. El doctor prefirió no despertarla. “Ya usted le contará”, me dijo. Pero tampoco quiero.

Por eso necesito tu ayuda: quiero que desconectes el respirador. Ya no lo necesito.

Cuando salgas despierta a Fabiola y dile que todo acabó. Que morí. Llévatela. Aquí a un par de cuadras hay un motel. Ni siquiera vas a tener que decir nada. Sólo mete el carro y cógetela.

Venga mi muerte en el cuerpo de mi mujer.

Le gusta que le muerdan la oreja izquierda. ®

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Publicado en: Narrativa, Octubre 2012

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