FÁBULA DEL ESPÍA KAPUSCINSKI

¿Los cínicos no sirven para este oficio?

Hace poco salió la controvertida biografía del celebrado periodista polaco. Replicante ya había publicado, en el número 13 (otoño-invierno de 2007-2008), dedicado a los “Mitos y leyendas”, este divertido y desacralizador texto en torno a las supuestas actividades de espionaje del buen Ryszard.

Cuatro meses después de su muerte, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski (1932-2007) fue acusado por el semanario Netweek de haber pertenecido a los servicios de espionaje del gobierno comunista de su país durante la etapa más caldeada de la llamada Guerra Fría. No entraré en divagaciones sobre la veracidad de la noticia, más cuando el propio implicado ya no puede defenderse de esas acusaciones. Pero la mera suposición de que pudo haber sido un agente comunista disfrazado de sagaz periodista me ha servido para releer su extensa obra en clave de espionaje. Y la he disfrutado más que antes.

Reconozco que en los cinco años en la facultad de periodismo no le tuve mucha estima a Kapuscinski. Se me hacía un autor latoso con reportajes empíricos perdidos en anécdotas personales, a la manera de esos amigos que parece que se van de vacaciones a lugares remotos sólo para poder narrarlas en soporíferos mensajes de e-mail. Claro que también fueron aquellos años juveniles en que una postura iconoclasta me llevó a negar los preceptos establecidos en el periodismo, entre los cuales estaba ese que definía a Kapuscinski como “el maestro del reportaje”. Abandonada aquella etapa de insurgencia contra los cánones impuestos por los dinosaurios del gremio, me he acercado de manera más receptiva a la lectura de sus reportajes: El emperador, La guerra del futbol y El imperio, entre otros. Para lo cual me ha ayudado el hecho de imaginar que Kapuscinski fue realmente un espía: he tratado de leer entrelíneas, buscar posibles mensajes encubiertos en claves secretas o imaginarlo inmiscuido en tramas conspirativas contra gobiernos africanos. Es decir: le he buscado tres pies al gato (y casi me salen cinco).

Aun así, no niego que resulta complicado defender la tesis de que Kapuscinski fuese realmente un agente secreto; al parecer, se vio obligado a enviar información a los servicios polacos de espionaje para poder desarrollar su trabajo periodístico. Hay que recordar que, entre 1958 y 1981, Kapuscinski trabajó como corresponsal en el extranjero para la Agencia de Prensa de Polonia, dependiente del Estado, lo cual le permitió estar presente en la mayoría de conflictos del planeta, especialmente en los del continente africano. En el libro Los cínicos no sirven para este oficio el autor responde de manera ambigua a la pregunta concreta de cómo fue su relación con los regímenes políticos de Europa del Este. Eran años de Guerra dizque-Fría y era obligatorio que cualquier periodista que saliera de Polonia tuviese que colaborar con su gobierno, enclavado en el bloque soviético. Y el camarada Ryszard no fue una excepción. Sin embargo, según se afirma en los archivos del Instituto de la Memoria Nacional, los informes que enviaba a los servicios de espionaje de su país resultaban más bien insustanciales: “Durante su colaboración ha demostrado mucha voluntad, pero no ha aportado documentos significativos”. Para siempre quedará la duda de si realmente fue un torpe confidente o tuvo la suficiente habilidad para sortear sus obligaciones con los servicios secretos.

Los que se niegan a aceptar las imputaciones post-mortem vertidas sobre Kapuscinski lo describen como un periodista honrado, ecuánime y con una pasión insobornable por la verdad. Ok, de acuerdo. Sin embargo, esa misma dificultad para creerse que pudiera ser un agente comunista lo convierten en serio candidato a serlo. Al fin y al cabo lo primero que se le pide a un espía es que no le note, si no… ¡vaya piltrafa de confidente!, ¿no? Y es que, puestos a ser mal pensados, resulta sorprendente la vasta información que Kapuscinski manejaba sobre la realpolitik africana de aquellos años. África vivía un supuesto proceso descolonizador, que nunca llegó a consolidarse. Las potencias extranjeras luchaban por el control ideológico de las elites locales, para seguir dominando a unos países cuya proclamada independencia resultó ser sólo una tapadera. El territorio africano sufrió entonces un boom mediático por el constante trasiego de diplomáticos, mercenarios, corresponsales y espías occidentales, en búsqueda de información que les sirviera para meter mano en el gran botín africano. Todavía hoy, las enclenques democracias africanas se ven afectadas por las multinacionales, con suficiente capacidad para derrocar e instaurar gobiernos afines a sus intereses económicos. En su libro El emperador —sobre el monarca etíope Haile Selassie— Kapuscinski destapa con estas palabras al corresponsal de guerra Ivo Svarzini: “Un greco-turco-chipriota-maltés, quien oficialmente trabajaba para una agencia (de prensa) fantasma, la M.I.B., aunque de hecho lo hiciera para los servicios secretos de la empresa petrolífera italiana E.N.I”. Hasta los profetas y brujos se convertían en informantes gracias a sus conjuros y hechizos. En su reportaje Nigeria, verano del 66, Kapuscinski desvela que profetas locales tenían la capacidad de vaticinar con anterioridad sucesos políticos que alterarían la realidad política del país. “El profeta”, escribe Kapuscinski, “se dirigió a la residencia del entonces presidente Aguiyi-Ironsi para prevenirle del peligro que se cernía sobre su cabeza. Huelga decir que dos semanas más tarde el general fue secuestrado y asesinado […] El primer golpe de Estado de la historia de Nigeria también fue vaticinado por un profeta”. ¿Cómo? ¿Espías confidentes haciéndose pasar por hechiceros chivatos?

En este contexto conspiratorio, Kapuscinski mostró una admirable habilidad para encontrarse siempre en el ojo del huracán, en el meollo del asunto, donde se parte el bacalao: se entrevista con los principales mandatarios, acude a las cumbres de gobernantes africanos, tiene acceso a secretos palaciegos que escucha a través de intramuros; en definitiva, se pasea por las altas esferas africanas como Pedro por su casa. Algo que se le exige a un periodista de alto pelaje. También a cualquier espía que se precie. Y es que resulta sorprendente su capacidad ¿intuitiva? para estar presente en las zonas de conflicto en el lugar justo y el momento adecuado. ¿Cómo lo hacía sin estar enterado de antemano? “Por pura casualidad, llegué a Dahomey en el momento de un golpe de Estado”, escribe en uno de sus reportajes.

Por otra parte, al contrario que el escritor alemán Gunter Grass sobre su recientemente destapado pasado nazi, Kapuscinski nunca escondió su adhesión juvenil al sistema comunista. En La ofensiva —crónica sobre la guerra del Congo— reconoce haber pertenecido a una organización juvenil roja desde los dieciséis años. “Organicé manifestaciones de solidaridad con los pueblos de Corea, Vietnam y Argelia, con todos los pueblos del mundo. Sacrifiqué más de una noche pintando pancartas”, escribe. Además, en sus reportajes sobre los conflictos africanos, siempre se puso del lado de los movimientos de liberación, en aquellos años casi siempre respaldados por los gobiernos del bloque soviético. Y tampoco esconde sus simpatías por los líderes revolucionarios, como el congoleño Lubumba o el mozambiqueño Milinga Milinga, secretario general del Frente de Liberación de Mozambique. En una carta —publicada bajo el epígrafe de La boda y la libertad— Milinga(bis) le solicita colaboración económica para poder pagar a los familiares de su novia una cantidad de dinero para que autoricen su matrimonio. ¿Qué? ¿Un periodista polaco pagándole la dote al dirigente de un grupo revolucionario mozambiqueño? ¡Esto me suena a colaboración con banda armada! ¡Aquí hay gato encerrado! (¡y dale con el gato!) ¡Desviación de fondos! ¡Mensajes encubiertos! ¿Kapucinski espía? ¡A la hoguera!

Perdón, perdón, que me enciendo. Tampoco es para tanto. Pero entenderán que la presencia en África de un hombre blanco con cara de bonachón recopilando valiosos datos en una lengua extraña (con el supuesto objetivo de informar sobre lejanas guerras a ciudadanos de un país europeo de segunda línea) olía a chamusquina. También en Latinoamérica. En su conocido reportaje La guerra del futbol, el propio Kapuscinski relata que su presencia en el conflicto entre Honduras y El Salvador incomodaba a los ejércitos de ambos países; en aquel momento, los gobiernos centroamericanos se lanzaban acusaciones cruzadas de colaboracionistas con los soviéticos, por lo que la “caza al confidente” convertía a un desvalido periodista polaco —único procedente de un país comunista acreditado en la zona— en susceptible delator. En su crónica La ofensiva narra los apuros —por decirlo de alguna manera— que vivió en las calles de Kinshasa cuando un grupo de milicianos rebeldes lo tomaron por espía. Fueron minutos de confusión y malentendidos que se solucionaron cuando Kapuscinski y un periodista checo se hicieron pasar por ciudadanos árabes simpatizantes del idolatrado líder egipcio Gamar Abdel Nasser.

Siguiendo con la suspicacia (¿o será perspicacia?, ¿urticaria?), sorprenden las minuciosas descripciones que Kapuscinski hace de algunos de los lugares que visita y de personas que va conociendo durante su labor periodística, lo cual podría ser interpretado como mensajes dirigidos a los servicios de espionaje del bloque comunista. En una pequeña crónica titulada La Fortaleza describe detalladamente el State House, portentosa edificación (ubicada en Accra, capital ghanesa) que sirvió para un encuentro de varios líderes africanos celebrado en 1966. Y el omnipresente Kapuscinski también estaba allí para contarlo. “El edificio está ideado y construido de tal manera que, una vez franqueada la puerta de entrada, uno siempre se ve protegido por un muro, […] el edificio está construido de acuerdo con el modelo de la matrioshka rusa: la muñeca más grande tiene en su interior una más pequeña, ésta a su vez otra más pequeña aún, y así sucesivamente […] detrás de la misma pared hay una segunda, detrás de la segunda una tercera, y en medio una suite”. Una información demasiado precisa que pudiera haber sido utilizada, por ejemplo, para llenar de micrófonos el lugar del encuentro. ¿Me siguen?

Y oigan, ¿no les resulta extraño que el osado Kapuscinski se esperara al derrumbe del comunismo para relatar con insania las miserables condiciones de vida de los habitantes de la extinta Unión Soviética? En 1993 publica El Imperio, un libro de crónicas de viaje en el que el periodista ataca despiadadamente al destronado poder soviético y en especial a los servicios del NKVD, antecesor del temido KGB. Eso se llama hacer leña del arbol caído. Durante cuarenta años de oficio Kapuscinski eligió apartados territorios como escenario de sus agudas crónicas, quizás para escapar de la rigidez de las instituciones comunistas de su país, de las que de algún modo formaba parte como corresponsal de la agencia estatal de noticias. Y hasta donde yo sé, siempre prefirió despotricar contra los gobiernos del Congo, Etiopía o Irán que contra el suyo propio o el de sus vecinos rojos. Su postura anticomunista llegó a destiempo, como si el periodista-¿espía? se hubiese querido extirpar las propias culpas vertiéndolas en acusaciones ajenas. ¿Para que la Historia le pillase confesado?

Aquí acabo, que esto de conjeturar conspiraciones puede resultar un trabajo desquiciante: uno puede acabar defendiendo una tesis contraria a la hipótesis de inicio. Por si acaso, insisto en que no se trataba de demostrar que el periodista Kapuscinski colaboró como agente secreto del gobierno comunista polaco. Sinceramente, es un asunto que me importa un cacahuate. Eso sí: les recomiendo que lo re-lean como si realmente lo hubiese sido. Porque, de ser cierto, fue el soplón perfecto: detallista, ubicuo, metiche, impoluto y astuto. Así pues, mis respetos al colega Kapuscinski, maestro del espionaje. ¿He dicho espionaje? Perdón, quise decir reportaje. ®

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Publicado en: Hemeroteca, Mayo 2010

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