FERNANDO PESSOA: CORTE DE PELO Y SEPELIO

Testimonio del hijo del barbero del poeta

La Barbería Seixas estaba ubicada en la propiedad de quien relata esta breve historia. La casa heredada a él por su padre se encontraba frente a la vecindad en donde vivía el universal escritor lusitano Fernando Pessoa, quien poco hablaba con los vecinos. Siempre caminaba lento pero con paso seguro y como si estuviera distraído, fuera de este mundo.*

Érase un niño, curioso y travieso, con apenas cinco años de edad, al que siempre le gustaba “ver más allá de sus narices”, sufriendo serias contrariedades en la vida por causa de esta actitud precoz, producto natural de una infancia impulsiva. Su nombre era Antonio Manuel, quien era hijo de un barbero cuyo nombre era Manásses Ferreira Seixas, dueño de una peluquería muy frecuentada por diversos personajes de la populosa zona conocida como Campo de Ourique, ubicada sobre la avenida Coehlo número 5 C. En ella el cotilleo vecinal era costumbre y tradición.

La Barbería Seixas, como era conocida por todos en el rumbo, estaba ubicada en la ahora propiedad de quien relata esta breve historia. La casa heredada a él por su padre se encontraba justamente frente a la vecindad en donde vivía el universal escritor lusitano Fernando Pessoa, quien casi poco hablaba con los vecinos. Siempre caminaba lento pero con paso seguro y como si estuviera distraído, fuera de este mundo.

Siendo un niño, repito, Antonio Manuel gustaba mucho de oír como conversaban los clientes que acudían con frecuencia al negocio de su padre, que siempre los recibía con cortesía y placer. En ella se organizaban buenas tertulias, durante horas, cuyos temas giraban sobre política, religión, alquimia, historia. Se desataban fuertes discusiones pero siempre con tono amistoso. De entre todos estos clientes de su padre sobresalía o destacaba uno de ellos, por su introversión y silencio. Cuando se sentaba en el sillón del barbero Manásses para que éste le recortara el delgado bigote mantenía su mirada melancólica sobre el gran espejo que reflejaba su rostro y mirada. Casi no hablaba y mucho menos si en esos momentos arribaba al sitio algún otro cliente. En otras ocasiones, si el señor Pessoa veía que mi padre estaba atendiendo a otra persona, con voz susurrante le pedía al barbero que fuera a su casa a hacerle el servicio, ya fuera de día o muy entrada la noche, pues este meditabundo cliente parecía no dormir nunca. Incluso si era día domingo solicitaba casi “en secreto ese favor” y luego discretamente se retiraba.

El entonces escolapio recuerda todavía que el señor Pessoa era una persona de muy poca convivencia y por lo tanto siempre se mostraba esquiva con todos los demás. Así de especial era él. A grado tal que nunca se le vio acompañado ni siquiera de su cuñado, un militar de apellido Dias, ni tampoco por su hermana Enriqueta con la que él vivía desde hacía varios años. Siempre andaba solo, absorto totalmente en sus pensamientos, ya sea llevando un libro en la mano o fumando sin cesar.

Fue precisamente en una de esas visitas que su padre solía hacer a la casa del señor Pessoa, que Antonio Manuel conoció a éste en su faceta íntima de poeta, captando incluso otros rasgos especiales de su carácter. Y esta experiencia especial no consistió simplemente en ir al sitio aludido acompañando a su padre, sino en la de ser testigo privilegiado de los diálogos bastante animados sostenidos por el autor de sus días y el famoso intelectual portugués, el cual a pesar de la alta temperatura provocada por los temas ahí abordados, nunca levantaba la voz.

Ahí se dio cuenta de que el señor Pessoa era una persona muy inteligente y su padre un excelente conversador, pues no resultaba fácil para cualquiera sostener un diálogo a la altura del poeta. Pessoa despachaba fácilmente cualquier asunto por muy complejo que fuera o explicaba perfectamente todo aquello que preocupara o incomodara a su padre. Ambos lamentaban la situación política de Portugal, refiriéndose a su atraso económico y político. Para ellos el país había caído en completa bancarrota desde hacía varios siglos atrás. Quizá por eso se llevaban muy bien ambos, porque compartían las mismas ideas y preocupaciones y porque, en el fondo de todo, Pessoa se sentía parte o por lo menos se mostraba como una persona sinceramente preocupada por la situación agobiante del pueblo.

Por ejemplo, al día siguiente de celebrada la ceremonia de entrega del Premio del Secretariado de Propaganda Nacional que había sido otorgado al poeta por su libro Mensaje, a la cual Pessoa se negó a asistir, éste comentó con su amigo Manásses la serie de críticas que por adoptar esta actitud de “desdén” había recibido por parte de los periodistas, diciéndole: “Gané justamente el premio, pero no tuve ni tengo por qué recibirlo públicamente, ya que lo único  que requiero es el monto económico. El dinero que necesito para comprar un costal de habas o simplemente para pagar los servicios de usted, pero no para otra cosa más. Y eso es todo lo que deberían saber de mí los señores periodistas que critican mi actitud por no estar presente en una ceremonia oficial. Lo que no entienden, querido amigo Manásses, téngalo por seguro, es que nunca seré reo de la opinión pública”.

Por todo esto y más es que mi padre consideraba un hombre excepcional al señor Pessoa, su cliente “más instruido” presumía a su clientela siempre que podía. En efecto, el señor Pessoa era el màs culto de todos, leía y escribía en inglés, francés y hablaba el portugués más perfecto que alguien hubiera escuchado en su vida, esto en una nación de legendarios poetas, expertos en la lengua madre. Quien tuviera la fortuna de convivir con él es lógico pensar que aprendía lo que era el portugués más bello del mundo. Además, que yo recuerde, el señor Pessoa nunca trataba mal a nadie, por muy modesto o pedante que fuera. Siempre trataba a todo mundo con respeto comedido. En lugar de imponer sus ideas siempre proponía otras más originales y brillantes a sus interlocutores.

Tal vez por esta actitud modesta es que les caía muy bien a todos los vecinos, a pesar de que poco o casi nada convivía con ellos. Por su silencio imponía respeto y admiración por todo el barrio de Engracia. Este autor recuerda que su padre también, de vez en cuando, se tomaba ceremoniosamente una copa de oporto con el señor Pessoa o se dedicaba simplemente a conversar con él. Mi papá se encargaba de realizar la limpieza general de su recámara. Vaciaba los ceniceros y barría el piso que siempre estaban llenos de colillas. Era el suyo un pequeño cuarto muy sombrío, impregnado de un intenso olor a tabaco, que nada tenía que ver con el resto de la casa. El señor Pessoa dormía en una cama muy bajita y sencilla. Eso sí, recuerda, que siempre había una garrafa de brandy colocada sobre un mueble que estaba en un rincón de su recámara.

El niño Antonio Manuel se asombraba de la forma en que su padre limpiaba con mucho esmero el escritorio del poeta, sin mover ningún papel u objeto de su lugar, ya que el señor Pessoa era muy estricto en este sentido. Le pedía con amabilidad a su padre: “No mueva nada de su lugar señor Manásses, porque tengo todo muy bien organizado”. “Organización” que Antonio Manuel no alcanzaba a comprender, ya que para él todo se encontraba en completo desorden, además de que casi no había un solo espacio en la habitación donde se pudiera colocar algo más, pues todo estaba lleno de libros, revistas, papeles, cajetillas y botellas de licor. Por su parte, el travieso niño Antonio gustaba mucho de mover las cosas de su lugar, no sabe si por capricho, maldad o simple broma, cuidándose de que nadie lo descubriera.

En una de esas tantas travesuras, el señor Pessoa lo descubre tomando de su escritorio un bolígrafo hermoso, color bermejo, con el cual el infante intentaba jugar creyendo que nadie lo veía. Pero ese día fue atrapado con las manos en la masa por el poeta, quien con tono áspero le espeta: “¿Te gusta la pluma?” Sin detenerse a esperar la respuesta, añade: “Entonces vuelve a colocarla en su lugar”. Al día siguiente de ocurrido este acto bochornoso para el infante, el señor Pessoa le regala la hermosa pluma para que saciara su curiosidad, poniéndola en las manos de su padre, quien posteriormente se la entregaría al niño sin sospechar nada de su travesura. Antonio Manuel nunca pudo o supo agradecer este gesto generoso del poeta y nunca más se volvió a hablar del penoso asunto, por el cual el señor Pessoa casi lo corre de su casa.

Tiempo más tarde, ya adulto, entendió que lo que el señor Pessoa cuidaba era su vida privada, el orden y su soledad de artista. Antonio Manuel, que hoy cuenta con 71 años de edad, todavía guarda la caja con el bolígrafo adentro que le regaló el autor de El libro del desasosiego, la tiene por ahí en algún lugar secreto de su casa, la cual incluso muestra huellas de mordidas pues intentó desatar el fuerte nudo con los dientes y por esta razón quedó marcada. Al respecto dice: “¡Cosas de la falta de educación a esa edad!” Ha recibido jugosas ofertas de personas interesadas en obtener la pluma de Pessoa, pero dice que nunca la venderá. Lo que le admiraba también al niño Antonio es el hecho de descubrir que Pessoa dormía pocas horas, ya que solía desvelarse hasta altas horas de la madrugada, escribiendo cuartilla tras cuartilla o leyendo sin parar.

Antonio Manuel cuenta también que el señor Pessoa acostumbraba salir a la calle por ahí de las 10 de la mañana para dirigirse directamente a la lechería del señor Trinidad, que estaba ubicada en la esquina de la avenida Coehlo da Rocha. Una vez adentro, tan pronto se instalaba en la barra, ordenaba categórico al dueño: “¡Sírvame un siete!” “Siete” era, en realidad, una bebida que se destilaba ahí, una especie de brandy local. Ningún parroquiano llegó jamás a entender a qué se refería el señor Pessoa con el número “7”, pues no era una marca, como tampoco nadie comprendió por qué el autor del Cancionero bebía siete copas de manera consecutiva. Sólo el señor Trinidad supo el origen de la historia del famoso “siete”, número que presumiblemente Pessoa relacionaba con la astrología, la cábala y la magia. Pese a la cantidad de tragos o botellas que acostumbraba ingerir, en Lisboa casi nadie lo vio ebrio, aunque, eso sí, todo mundo sabía que tomaba mucho. Por ello es que a veces su papá era requerido por el escritor para llenar la garrafa de brandy a cualquier hora de la noche. Su padre nunca se quejó ni se molestó por servir a su amigo Pessoa.

De esos recuerdos imborrables de su infancia Antonio Manuel evoca la figura del señor Pessoa: “Era alto y delgado, y siempre andaba de abrigo y sombrero. Un sombrero ya muy viejo. Nunca lo vimos asumir el papel de gentleman no obstante haber estudiando en una universidad inglesa o vestirse de forma seductora. Vestía de manera normal y era discreto al andar”. Su padre le prestaba dinero cuando el poeta andaba mal en sus finanzas personales, pues en ocasiones no tenía dinero ni siquiera para pagar el servicio de barbería. Pero estas deudas contraídas con su padre nunca tuvieron ninguna importancia para la familia Seixas, ya que el poeta era estimado y apreciado por todos sus miembros, dado su carácter noble y sencillo.

Pero llegó el fatídico acontecimiento. Un día su padre, el señor Seixas, le dijo, con una profunda tristeza reflejada en el rostro: “Antonio, amado hijo, tenemos un grave problema, el señor Pessoa, nuestro querido amigo, ha fallecido”. Antes de su muerte Pessoa, quien ya estaba muy enfermo desde hacía algún tiempo, le dijo a su barbero: “Señor Manásses, por favor, córteme el cabello y rasúreme, que ésta será la última vez que venga a su barbería. Tengo que decirle que tenemos hoy que despedirnos. De modo que aquí tengo una boleta de empeño que ampara una bandeja de plata que quiero regalarle a mi hermana. Quiero que se la entregue a mi cuñado para que él la recobre, porque para cuando ella la reciba yo ya no estaré presente”. Cuando el capitán Dias, su cuñado, recibió la boleta, Pessoa ya había muerto. Antonio Manuel piensa ahora que el señor Pessoa lo tenía todo planeado matemáticamente, incluso su propia desaparición física.

El señor Seixas, mi padre, sufrió mucho con la muerte de su querido amigo, ya que el señor Pessoa para él siempre fue “un fuera de serie”, una persona con una cultura y un humanismo poco común en Portugal. Para colmo de su desgracia, el señor Seixas no pudo asistir al sepelio de su amigo, como él hubiera querido, ya que una repentina y dolorosa parálisis en las piernas le impidió ir a despedir al señor Pessoa, su amigo, confidente y vecino, por el cual siempre tuvo un gran cariño.

Finalmente, Antonio Manuel rememora cómo un niño mayor que él lo agredió físicamente en la calle. Cuando Pessoa lo supo de inmediato salió a buscarlo por el barrio hasta localizarlo y poniéndole una mano cariñosamente sobre la cabeza. Mirándolo a los ojos, le dijo: “Nunca te dejes vencer por los incompetentes ni atemorizar por los abusivos”. El señor Pessoa repitió tres veces esta frase al pequeño Antonio Manuel. Frase que el hijo del barbero de Pessoa jamás olvidaría en la vida. ®

* Texto original de Antonio Manuel Rodríguez de Sixas, traducido por Willebaldo Herrera, tomado de la revista Tabacaria, pp. 119-124, otoño de 2003, no. 12, editada por la Casa-Museo Fernando Pessoa, Lisboa.
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Publicado en: Ensayo, Junio 2010

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