Here, there and everywhere

Sobre el amor romántico

Donde aparece la voluntad de poder o de sometimiento no puede haber amor. Tampoco donde aparezca más la voluntad de cambiar al otro que la aceptación de sus cualidades. Donde no haya comunicación no puede haber amor. Donde el sentimiento se diga pero no se corresponda con los actos, no puede haber amor.

Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor? […] Un árbol. Una roca. Una nube. […] Medité y empecé con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. […] Ya hace seis años que voy por ahí solo haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro. Puedo amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa entra dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia como la mía?
—Carson Mc Cullers, Un árbol, una roca, una nube

Hace aproximadamente dos meses mi madre tuvo un accidente: cayó del techo mientras buscaba al gato.

Ocurrió un domingo hacia las diez y media de la mañana. A mí me lo avisó mi tía a las doce, mientras abría la ventana de mi living para que entrara el sol. Era el mes de julio.

El gato.

El gato.

Como todos nosotros, mi madre creía que era capaz de controlar ciertas cosas en la vida. El control por lo general nos apacigua, nos da tranquilidad. Cosas como saber dónde está el gato, por ejemplo, o que si tomamos el colectivo a determinada hora llegaremos a determinada otra a cierto lugar de la ciudad. Por lo general no creemos que pueda ocurrirnos nada. No consideramos esa posibilidad. Mi madre, por ejemplo, nunca consideró que la escalera podía resbalarse, y que tendrían que operarle una rótula y una muñeca. Mucho menos consideró que perdería un ojo por el impacto de su cara contra las baldosas del piso de su patio. Tantas son las cosas que damos por sentadas.

Hace tiempo que, como en el ensayo que Montaigne tituló Del saber morir, dedico un poco de tiempo cada día a pensar en la muerte. Descubrí que pensar en la muerte me reconforta: me hace poner las cosas en su justo lugar, aunque sea por unas horas. Si pienso que me subo al colectivo y tal vez no llegue a mi destino del otro lado de la ciudad, o pienso que podría enfermarme y tener los días contados, o que podría ocurrirme un aneurisma, las cosas toman una nueva dimensión. Los proyectos se ponen en perspectiva, y también el amor que doy o me dan, las personas a las que frecuento, los problemas laborales. Pensar la muerte me permite administrar mi tiempo. “Mientras haya muerte hay esperanza”, dice el Príncipe de El Gatopardo. Tal vez por eso lo primero que le pregunté a mi tía fue si mi madre se estaba muriendo. “No”, me dijo ella, “ni siquiera podría estar hablándote si se estuviera muriendo”.

Partí hacia la ciudad de mi madre con la angustia en la garganta y el estómago, pero con la seguridad de encontrarla viva.

Si pienso que me subo al colectivo y tal vez no llegue a mi destino del otro lado de la ciudad, o pienso que podría enfermarme y tener los días contados, o que podría ocurrirme un aneurisma, las cosas toman una nueva dimensión. Los proyectos se ponen en perspectiva, y también el amor que doy o me dan, las personas a las que frecuento, los problemas laborales.

Ninguna mujer está preparada para parir a su propia madre. En el hospital entendí dos cosas: primero, la necesidad de preservar el material genético pariendo hijos. Hijos que serán de algún modo o de otro, aunque no se parezcan en nada a nosotros, los continuadores de la saga. Pero, curiosamente, no sentí yo misma esa necesidad, porque ahora, y por primera vez en mi vida —a pesar de haber leído tanto acerca de ese tema— yo me había convertido en la madre de mi madre. No se trata de un proceso. Se le puede poner fecha y hora, simplemente, como se le pone fecha y hora al momento en que nace un niño. Cuando una mujer pare a su madre, de pronto es madre primeriza, y por tanto no tiene la menor idea de cómo dirigirse, de cómo hacer feliz, de cómo criar a esa hija nueva y desconocida. El nacimiento es de alguna forma tan monstruoso como el nacimiento de un hijo.

Pero mientras iba en el bus, mientras leía un libro cualquiera casi sin entender las líneas que tenía frente a los ojos, no tenía idea de todo esto. No sabía que aquello con lo que yo me iba a impresionar no era la sangre o la fragilidad de mi madre, las venas hinchadas o los moretones, sino el hecho de haberme convertido en madre, sin saberlo. Sin embarazo previo que pudiera predecir mi cualidad futura.

Ese viaje en el bus fue mi último viaje como hija. A partir de ese momento todo lo que yo había pensado sobre el amor cobró una nueva dimensión.

Madre dormida.

Madre dormida.

En los días en que ocurrió el accidente yo empezaba a salir con un hombre casado. “Amamos mal”, le dije una vez, en una conversación por chat. Se lo decía por la imposibilidad de darle a cada cosa su justo lugar. Yo hubiera querido amar a ese hombre en los pocos ratos contados en que nos viéramos, desde un lugar alejado de la conciencia, de los placeres compartidos de maridos y mujeres. Pero no es difícil tapar la simplicidad del afecto con fantasías, y la incipiente relación quedó devorada por frases de sesgo dramático y un tinte de perversión que jamás hubiera querido darle a las cosas. Nos cuesta mucho aceptar las sensaciones de pertenencia. El hecho de que de uno u otro modo nos hallamos en el otro, sea del modo que sea, sin cuestionar el porqué o apelar a la inteligencia, ya sea ésta nuestra o de aquel en quien depositamos nuestras atenciones. Y créanme, se paga muy caro el querer desacralizar la relación sexual. Uno pierde su cualidad de hombre o de mujer cuando transgrede un lugar que jamás debió ser tocado y que deja al desnudo la hipocresía de las convenciones sociales.

El accidente de mi madre cambió mi forma de ver el amor. Volví a leer textos olvidados; volví a pensar desde muchos lugares los diferentes tipos de amor que sentimos. Tal vez porque —ahora que soy madre— vuelvo a la idea de amor romántico desde otra óptica.

El amor romántico funciona, en la mayoría de los casos, como una fantasía de redención. Habrá, seguramente, por el mundo, alguien que nos rescate de nuestra terrible historia familiar. Alguien que nos rescate del matrimonio infame en el que estuvimos metidos por más de diez años, sin saber cómo, y que a pesar de sus buenos momentos, no se parecía nada al amor verdadero.

Los signos de normalidad me aburren. No creo en las maravillas de la convivencia. No estoy interesada en lo que pueda aportar pasar día tras día con una persona compartiendo el cepillo de dientes. Tampoco me interesan los esfuerzos de seducción, esa tierra baldía de los encuentros. Con frecuencia hay tantas mentiras alrededor del modo en que se plantean las relaciones románticas que antes de empezar están ya condenadas al fracaso. En un libro de casi autoayuda que recomiendo vivamente a todo aquel que quiera leer sobre el amor y reflexionar sobre él, la feminista y crítica cultural Bell Hooks dice: “Hemos crecido en una cultura en la que no importa lo que hayamos vivido en nuestra infancia, ni el dolor, la pena, la enajenación, el vacío o el grado de nuestra deshumanización: alcanzaremos el amor romántico, sin duda”. El amor romántico funciona, en la mayoría de los casos, como una fantasía de redención. Habrá, seguramente, por el mundo, alguien que nos rescate de nuestra terrible historia familiar. Alguien que nos rescate del matrimonio infame en el que estuvimos metidos por más de diez años, sin saber cómo, y que a pesar de sus buenos momentos, no se parecía nada al amor verdadero. Alguien que nos rescate, por fin, de nosotros mismos y de nuestra manía autodestructiva. Alguien que nos quiera como somos, a pesar de que nosotros mismos no somos capaces de hacerlo. O por eso mismo.

Pero el amor no puede redimir a quien no está preparado para la redención. En palabras de Bell Hooks: “Para regresar al amor, para obtener el amor que siempre quisimos y nunca tuvimos, para conseguir el amor que queremos pero no estamos preparados para dar, buscamos relaciones románticas. Creemos que estas relaciones, más que otras, nos rescatarán y redimirán. El amor verdadero tiene el poder de redimir, pero solo si estamos preparados para la redención.” Brice Parain le dice a Anna Karina (en realidad a Godard) en Vivir su vida que el amor puede ser una respuesta, pero “a condición de que sea verdadero”. Y sin embargo, que nadie sabe de inmediato aquello que ama. A los veinte años no se sabe lo que se ama. Hace falta la búsqueda. En la juventud se saben cosas sueltas que a uno le gustan, pero no todo lo que a uno le gusta. Se procede por ensayo y error, y se alcanza la madurez cuando uno es capaz de definirse sólo con lo que a uno le gusta. Y dice también que para hablar bien, hay que renunciar a la vida por un tiempo. De ese modo el lenguaje es una especie de resurrección. Me pregunto: ¿hay que renunciar a amar un tiempo para poder amar verdaderamente? Badiou, que ve el amor como una potencia, tendería a indicar que no. “Una sola vez en mi vida me pasó de abandonar un amor”, dice en Elogio del amor, “Era mi primer amor, y con el tiempo fui más consciente del error de haberlo abandonado, tanto, que volví a él, tarde, muy tarde —la muerte de la amada se acercaba— pero con una intensidad y una necesidad incomparables. Luego, jamás volví a renunciar a un amor”.

Amor verdadero.

Amor verdadero.

El amor es un trabajo. Badiou, en el mismo libro, dice: “Hay que recordar que, al igual que muchos otros procedimientos de verdad, el amoroso no siempre es pacífico. Conlleva altercados violentos, verdaderos sufrimientos, separaciones que se superan o no”. Elegimos amar. No es algo que sucede simplemente. Es importante señalar esto porque, como dice Bell Hooks en Todo sobre el amor (el libro que venimos citando): “La capacidad de conocer y comprender al otro es vital porque a diario se nos bombardea con mensajes que nos dicen que el amor es un misterio, algo indescifrable. […] Los medios de comunicación de masas nos transmiten el mensaje de que el conocimiento mutuo resta mucho aliciente al amor, que precisamente la ignorancia le proporciona erotismo y ese deseo transgresor”.

Las personas que queremos descomponer la irrealidad y hacemos esfuerzos por ver la realidad de frente no somos pocas (he tenido y tengo intensas y profundas conversaciones con amigos y parejas acerca del tema), y sin embargo percibo en mí, y percibo en ellos también, la secreta esperanza de que existe en el fondo un amor redentor, un amor que no se elige. Sabemos, reflexionamos y leemos, somos universitarios formados, pero muy en el fondo subsiste una idea de amor romántico extremadamente difícil de erradicar. Es esa idea la que nos conduce a pensar a las mujeres, por ejemplo, que X es un hombre difícil y negador, pero cambiará con nuestro amor, aun si para ello tenemos que ocultarle quiénes somos verdaderamente. La misma que nos conduce a pensar que ciertas coincidencias en los gustos nos asegurarán una relación más fluida (por no hablar de cómo falseamos a veces nuestros propios intereses para adaptarnos a toda costa a los intereses del otro). Si nos guiáramos más por lo espontáneo en vez de forzar la atracción inicial tal vez nos veríamos unos a otros con más transparencia. Pero la realidad es que tenemos miedo. Miedo de no ser aceptados, de no ser queridos.

¿De dónde vienen nuestras ideas de amor romántico? Fundamentalmente de la televisión, y también del cine de Hollywood. Toni Morrison define el amor romántico como una “de las ideas más destructivas de la historia del pensamiento humano”, y yo no podría estar más de acuerdo.

¿De dónde vienen nuestras ideas de amor romántico? Fundamentalmente de la televisión, y también del cine de Hollywood. Toni Morrison define el amor romántico como una “de las ideas más destructivas de la historia del pensamiento humano”, y yo no podría estar más de acuerdo.

En una familia como la mía, donde se habló bien poco de amor, y aun menos se habló de sexo, la idea del amor romántico pasó a llenar una buena parte de mis pensamientos. Como bien lo señala Bell Hooks en su libro, muchos crecemos en familias que nos cuidan y protegen, pero que no saben dar amor. El amor está basado en la comunicación, cosa que siempre brilló por su ausencia en mi familia. Siempre fuimos hijos acomplejados por no poder hablar de ciertos temas con nuestros padres. De alguna manera extraña, sin embargo, siempre tuvimos una libertad total para hacer lo que quisiéramos, de modo que logramos seguir adelante con nuestras vidas con más o menos fortuna. (Me sorprende muy poco el haberme dedicado a la escritura; tanto es mi deseo de decir, pero tan difícil con frecuencia el expresarme hablando).

Estoy segura de que la falta de comunicación conduce a la falta de autoestima. Eso fue lo que me pasó a mí. Eso es lo que nos pasa a muchas mujeres en estas latitudes. Vemos Bety la Fea y nos reímos. Podemos claramente percibir el mecanismo que hace que la telenovela funcione, pero en el fondo, muy en el fondo de nuestros corazones, si tuviéramos que ser muy honestas, estamos esperando lo mismo que Bety: que un hombre nos descubra, vea nuestra belleza (interior, exterior, o las dos) y nos rescate de tanta putrefacción. Proyectamos en el otro, como dice la psicóloga Gloria Steinmen en su libro Revolución desde adentro, nuestras cualidades perdidas.

Por muy formado que uno sea, por mucho que haya leído a Kant y a Spinoza, es extremadamente difícil, sin un esfuerzo titánico y consciente, contrarrestar los años pasados en la incomunicación familiar, la falta de amor que conduce a la falta de autoestima y la inmediatez en la que vivimos. Sumémosle aparte haber consumido casi desde la cuna las telenovelas y los productos de Hollywood como las películas de Bridget Jones, donde la chica conoce por fin al chico apropiado, aquel que es sensible y que la quiere tal cual es. Somos adictos al romance (y si no, a la pasión, o a una idea de la sexualidad apasionada que está muy lejos de la realidad. Quien no idolatra el romance, idolatra la sexualidad “libre” entendida de la peor manera, muy lejos de un deseo real de experimentación). En realidad somos adictos a la novedad, a la excitación que nos provoca lo nuevo o lo desconocido, el empezar algo, o bien lo riesgoso, o lo “prohibido”. En el fondo a todos nos reconforta, en periodos de tristeza, cuando las cosas no van bien, ver una de esas películas donde el chico conoce a la chica, y luego de muchas desventuras descubren que se aman y terminan juntos. Esas películas donde nunca se nos muestra el día a día de la relación, sino solamente que terminaron juntos. Se encontraron uno a otro porque “estaban hechos para estar juntos”. Sabemos que son mentira, pero las vemos igual. (Como apunte a este párrafo, tal vez habría que revisar nuestro concepto de “consuelo”.)

El amor en Hollywood.

El amor en Hollywood.

Hollywood es una máquina de producir este tipo de productos. Esta tarde misma, mientras ordenaba mis ideas para escribir este artículo, vi dos películas que justamente trataban este tema. Las historias se adaptan a la actualidad. Las mujeres ya no son solteronas sino mujeres libres que van al gimnasio, tienen sexo y no se victimizan, pero a quienes les falta ser tocadas por el amor romántico. Al hombre que las entiende lo encuentran al final de la historia, nunca al principio. Es el colofón, la culminación.

Las telenovelas, las películas de Hollywood, responden a modelos patriarcales, donde los roles sociales están firmemente divididos, y nos reafirman en una visión de las cosas donde el caos se transforma finalmente en orden, porque hay, precisamente, una concepción finalista: el único amor que esos personajes suelen obtener en sus vidas viene de una relación que los salva y los rescata. No de un maestro, no de un amigo, ni de los padres. Esos son los modelos que, nos guste o no, vamos absorbiendo a lo largo de nuestras vidas. Una extraña concepción de la existencia más ligada a la inmovilidad que a la movilidad, al cambio que opera todo el tiempo, perpetuamente, y que lo mismo puede significar nuestra muerte mañana, que un accidente que nos deje sin un ojo.

Bell Hooks dice en su libro que “cuando la codicia por sistema se convierte en la norma cultural, todos los actos de caridad despiertan recelos infundados y se los considera un gesto de debilidad”. Cuando puse en mi muro de Facebook este comentario el escritor Luis Thonis me escribió al pie la siguiente anécdota: “Cierto día en la Facultad de Letras estaba en el café con una compañera. Apareció un tipo con la cara medio destrozada, con una nariz arrugada y una tosecita que le chupaba los bronquios. Se presentó como un ex boxeador, mostró diarios, en fin, lo que quería era que se le pagara una milanesa. Le di lo que quería con cierto resto. Mi amiga entonces me dio un largo sermón como si yo cometiera el pecado de los pecados, justificando la opresión mediante mi acto, negando la lucha de clases y haciéndome cómplice de la burguesía, etc. Le dije lo primero que se me ocurrió: No te preocupes, no lo voy a salvar. Y se quedó por un momento en silencio”.

Copio aquí lo que en su momento hizo público Luis porque me parece una extraordinaria ejemplificación de la afirmación de Hooks.

Tal vez si entendiéramos la vida cotidiana desde el amor veríamos de otra manera a la portera que baldea la vereda, a los vecinos, a nuestros compañeros de trabajo, e incluso, como lo postulé una vez en un artículo, veríamos a la sexualidad como una forma de amor y la experimentación.

Tal vez si estuviéramos ocupados en buscar el amor en todo lo que hacemos, antes que abocarnos a la persecución de la atracción por alguien, encontraríamos amor en todo. Tal vez si entendiéramos la vida cotidiana desde el amor veríamos de otra manera a la portera que baldea la vereda, a los vecinos, a nuestros compañeros de trabajo, e incluso, como lo postulé una vez en un artículo, veríamos a la sexualidad como una forma de amor y la experimentación, lejos de tener capas sobreimpresas sería simplemente un camino de conocimiento y de autoconocimiento.

Donde aparece la voluntad de poder o de sometimiento no puede haber amor. Tampoco donde aparezca más la voluntad de cambiar al otro que la aceptación de sus cualidades. Donde no haya comunicación no puede haber amor. Donde el sentimiento se diga pero no se corresponda con los actos, no puede haber amor. Fue una de las cosas que entendí en toda su dimensión cuando parí a mi madre. El amor, como dice Badiou, “es siempre la posibilidad de presenciar el nacimiento de un mundo”. A veces, como me sucede ahora, la aceptación de estas cosas genera dolor. Sin embargo el presenciar el nacimiento de un mundo es de algún modo despertar a la conciencia. Y despertar a la conciencia es siempre, pero siempre, motivo de alegría. ®

Nota a los lectores: Mi amiga Brenda Ríos, única y lúcida lectora de este texto, me hizo llegar una advertencia: “Tocaste un tema muy hermoso y lo dejaste allí. Las citas ‘serias’ son un escudo de las revelaciones. Estabas desnuda, pero te cubres”. Le dije a Brenda que para escribir este texto desde la pura experiencia me hace falta, precisamente, la experiencia del amor completo y despojado, y que por ahora sólo tengo el despertar a la conciencia. Este texto merece, dentro de unos años, una reescritura.

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Publicado en: Ensayo, Octubre 2013

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  1. Mercedes Alvarez

    Gracias, Silvia. Ustedes lectores me han dado mucho más en la devolución. Muchas gracias.

  2. Mercedes Alvarez

    Hermoso, Elena. Gracias por compartir. Todo es perfecto, ahora, como está. No hay imperfección ni falta sino aprendizaje.

  3. Elena Flores

    Amar así, ser tan desprendido, tan alegremente esperanzado, es un acto solitario. Cuando la gente me pregunta que por qué no tengo novio, me quedo pensando y les contesto que hace años que no conozco a nadie. Desde hace años he hecho muchos amigos, nuevos compañeros de escuela, personas con las que trabajo; pero no he conocido a nadie. Ese momento en que te gusta alguien o te sientes atraído, y decides ser abierto, aunque tengas miedo, y dejar que la otra persona te vaya conociendo. Como si lo invitaras a tu casa y la otra persona pudiera ver tu desorden o maravillarse con tu biblioteca personal, o pasar a tu baño. Tal vez en mi egoísmo o en mi frialdad no me he percatado si alguien me ha invitado a su casa, a conocerle, con miedo pero con toda la voluntad de «comunicarse». Lo leí en una vieja entrevista de Focault: la pasión es comunicación. Imagino que no sólo un intercambio de palabras o de caricias, sino todavía mucho más.
    No he parido a mi madre todavía, pero sospecho que ese momento no está muy lejano (si es que permanezco), pero hace mucho llegué a la conclusión de que el amor se sublima, quizá con el tiempo uno llegue a ser totalmente desprendido, a aceptar a los otros tal y como son, a estar alegres con su presencia, a dejar de pedirles a los amigos y a la familia que cambien, a pensar en ellos amorosamente, deseando que se encuentren bien, a ignorar sus comentarios cuando nos piden que cambiemos para que nos parezcamos más a como a ellos les gustaríamos que fuéramos. Amar así, tan alegremente esperanzados, con tal fervor, debe ser un acto tan solitario.

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