Historia natural

y dos poemas más

Y seguirán pasando muchas cosas

seguirán las moléculas juntándose

y el tiempo cantará sus rudas tómbolas

trotarán los planetas en sus órbitas

y soles arderán tras otros soles

y así.

Historia natural.

Historia natural.

Historia natural

Era natural que las moléculas

se enlazaran y dieran un chispazo

y echaran a andar tristes microbios

y acabaran por tener colas y aletas

y surcaran los mares solitarios

y tuvieran por fin patitas firmes

y pudieran recorrer la tierra cálida

a largas dinosáuricas zancadas

y extendieran los cuellos y las alas

y tuvieran una suerte lamentable

y cayera un azaroso meteorito

y se fueran derechitos al carajo

y sembraran sus huesos en la tierra

gestando los petróleos venideros

y pasaran las largas glaciaciones

y asomaran por fin con timidez

sus cautos pelajes los mamíferos

y se irguieran en sus miembros posteriores

dejando sus manitas en el ocio

y los simios acabaran aburriéndose

y quisieran manejar Jettas estándar

y ver Edipo Rey y La Voz México

y habituaran su fatal pulgar opuesto

a la labor de hacer y deshacer

y a la luz de turbias lumbres se miraran

y tuvieran vergüenza y se vistieran

y guardaran en chozas sus terrores

a la sombra de chozas y otras chozas

y enterraran a sus muertos y pensaran

en la choza perdurable de sus almas

y le dijeran pan al pan y al vino vino

y se distribuyeran las labores

y ejercieran sus recíprocos poderes

pudiendo algunos más y algunos menos

y quisieran insaciables individuos

las frugales pertenencias de sus prójimos

y quisieran insaciables crueles clanes

la hacienda suculenta de otros clanes

y extrajeran de la piedra rudas armas

mejoradas en el hierro y en el bronce

y quisieran más, siempre un poquito más

y domaran a los quietos animales

y soberbios, cabalgando a los caballos

arrancaran a la tierra su secreto

y acabaran con un bosque alguna tarde

y dijeran hace falta aún más madera

y pusieran a sus tierras nombres ásperos

y defendieran esos nombres con sus vidas

y miraran con sospecha al extranjero

e invitaran un vasito de cicuta

a un hombre inexplicable y peligroso

y subieran a una cruz a Jesucristo

y salieran en hilera los Atilas

y saquearan la ciudad a manos llenas

y rezaran en callados monasterios

y pelearan por el cáliz a espadazos

y quisieran ir más rápido a las Indias

y fueran a parar quién sabe a dónde

y tomaran ya de paso la Bastilla

y mataran con malicia al archiduque

y hallaran en la tierra los huesitos

de los muertos y olvidados dinosaurios

ya tornados en espeso hidrocarburo

y después por accidente los tiraran

en ahora pantanosos litorales

y murieran en su seno las especies

y Chernobyl brillara unos instantes

en la noche intransigente de las eras

y hojeáramos revistas esperando

que el psicólogo llamara nuestro nombre

y nos hiciera ver con su silencio

que hay suertes más tristes que la nuestra

y nos fuéramos cansando y bostezáramos

bochornosos en la acalorada atmósfera

y nubláramos de twits nuestras retinas

y el hambre se extendiera como el sarro

sembrando cementerios donde había ciudades

y lo fuéramos dejando todo listo

para el viaje inevitable hacia el futuro

donde ya no estamos

y seguirán pasando muchas cosas

seguirán las moléculas juntándose

y el tiempo cantará sus rudas tómbolas

trotarán los planetas en sus órbitas

y soles arderán tras otros soles

y así.

Galletas chinas de la suerte.

Galletas chinas de la suerte.

Las islas de doble nombre

Está pensando en su buena fortuna.

Las galletas de la fortuna saben a cono de helado

y ésta va a arrinconarel sabor del teriyaki ya rindiéndose

y además va a decirle su futuro.

Los chinos saben de esas cosas

(aunque sea japonesa la comida

y las galletas invento de los gringos

y todo sea una broma tonta, un postre).

La revienta usando cinco dedos

y sangra una tirita blanca, una bandera de la paz

que dice que quizá suceda algo

más allá de su control.

Siente un peso en el estómago y ya no es el teriyaki —

algo hay ominoso y antidigestivo en el pensar

en lo que está fuera de nuestro control —

piensa que tal vez algo en la oficina

que tal vez Arturo

que tal vez regresen los dolores en el pecho

y que el mundo es muy grande para algunas cosas

y muy pequeño para otras

y que hay que reconocer la sabiduría del lejano oriente

(aunque sea una persona educada y sepa que esto no es serio)

mientras sus uñas largas, violeta

se deslizan sobre la madera gris y lisa de la mesa

como cinco aviones de la armada china

partiendo las nubes como cuchillos secos

sobre las islas de Diaoyu a mediodía

y rugen furiosas sus anchas turbinas

aunque apenas se escuchan allá abajo

en las islas nombradas Senkaku por Japón

las que quieren comprar los japoneses

como ocho macetas de dalias.

Apenas se escuchan las turbinas, suaves

un rumor largo, un ronroneo

como uñas deslizándose sobre madera lisa

pero es el anuncio discreto de las cosas que pueden pasar.

Son cinco dedos negros en el cielo

rompiendo la galleta de la fortuna

del mundo entero.

Las torres...

Las torres…

En mis tiempos

No nací en una década de oro, de coches espléndidos

y atuendos tan exóticos que ya sean vintage

(en las fotos de mi infancia hay Tsurus cuadrados

y playeras de Bugs Bunny y Taz vestidos de cholos).

Ni nací ni tuve mi infancia en un mundo más simple,

en el que todos fueran amigos de todos

o se conocieran al menos de nombre.

No se dejaban las puertas abiertas

porque aún no se inventaran los peligros:

por ahí andaban los robachicos,

siempre al filo de los labios de las abuelas,

y luego Gloria Trevi haciendo cosas indecibles

que ya se le perdonaron,

y más adelante Arizmendi,

que agarraron a unas cuadras de mi casa

y es en serio.

Afuera de las escuelas, dicen,

había quien regalaba estampitas con droga a los niños

(yo supongo que LSD,

pero en los noventa no había drogas específicas:

sólo existían Las Drogas),

y en los asientos del cine, dicen,

había agujas extendiendo una discreta bienvenida

al mundo del sida.

El cine, por cierto, no costaba veinte centavos

ni ve tú a saber cuántos centavos.

Costaba unos veinticinco mil pesos

(y le guardo rencor a las generaciones

que creen que los Nuevos Pesos

han sido viejos pesos desde siempre).

Y las películas ya eran muy malas.

Ya no había pudor ni temor de Dios —

eso ya no me tocó ni a mí.

Yo no estuve cuando no había caminos ni edificios,

cuando todo era rancherías en medio de las plantas

y Satélite era una jungla o una estepa

o algún otro ecosistema de monografía.

Eso es para mí el pasado mítico.

No creo que la de mis tiempos

fuera la única música buena.

Casi toda era espantosa.

Y entre la buena hubo poca

tan buena como la de las décadas

anteriores y posteriores.

Casi no me subí a los árboles

casi no me persiguieron perros

casi no aventé piedras

casi no brinque bardas

casi no encontré tesoros

casi no me escondí

casi no me lastimé

más que en el Nintendo.

Para mí hay nostalgias muy sinceras

en juegos de Super NES.

En breve: no tuve la niñez idílica

que creo que nuestros padres sí tuvieron.

¿Será que ellos también idealizaron la de sus padres

y sintieron la suya como diluida,

como el remedo de un remedo?

Tal vez no, porque la niñez de nuestros abuelos

sucedió entre guerras y pobreza

de la que dicen haber salido

porque trabajaron muy duro,

aunque quizá sólo salieron

porque el tiempo pasó.

Tal vez todas las épocas son incomparables.

¿Habrá adolescentes que vean los noventas

como un nuevo idilio, un nuevo mito,

con todo y Arizmendi y la Guzmán? ®

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Publicado en: Julio 2013, Poesía

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