Interstellar, el cóctel de un futuro equivocado

Ideas y tecnologías obsoletas en el cine estadounidense

La película plantea la búsqueda de planetas alternativos por la decadencia terrestre en naves con límite de combustible. Nolan debería dar su cabeza contra la pared más próxima: su filme quedará como algo peor que un tedio, sino como lo más obsoleto que la tecnología humana pueda observar.

El hombre de las estrellas.

El hombre de las estrellas.

Obra de la buena voluntad o el entusiasmo desmedido, en declaraciones mediáticas Quentin Tarantino vinculó a Interstellar con la filmografía de Andrei Tarkovsky. Tal vez por respeto a su filmografía arriesgué algo más de dos horas de mi vida en presenciar su proyección. Antes que nada les aconsejo que no coman donde recomienda Quentin, sufrirán un problema digestivo grave. Su falta de paladar puede ser obra de un ciego entusiasmo por amistad con Christopher Nolan, director del engendro, o de su desesperación porque algún suceso modifique la mediocridad reinante en Hollywood.

El primer tema a tratar es qué materia fílmica surge de los efectos especiales y espaciales, núcleo del desarrollo de varias nociones astrofísicas, teorías o meras especulaciones dignas de Mecánica Popular, y que resultan ser el humus ideológico del montaje. Lo obtenido es una mezcla a la medida del espectador televisivo, más cercano al evento deportivo registrado en vivo y alta definición que a una posición de cámara más arriesgada, confusa, inquietante en su definición del borde de pantalla, que demanda el planteo teórico sobre la existencia de una quinta dimensión donde casi se ha suspendido el reloj vital mientras el pasado puede ser visto dentro de un laberinto físico —también mental— y cuyas rendijas dejan al personaje enviar señales desde el futuro —la caída de un libro, la forma del polvo al decantar sobre las superficies, el imperceptible código Morse por el roce magnético en la aguja de un reloj—. Manifestaciones que desde el otro lado, la realidad continua, fueron o son percibidas como mensajes de fantasmas.

En el registro de trayectorias, movimientos, maniobras y demás tránsitos de las naves espaciales, abundan las cámaras on–board, como para dar realismo a la sensación de gravedad sufrida por los pioneros astronautas. Algo así como una épica de la adrenalina de la Fórmula 1 o de los controvertidos deportes de riesgo de Red Bull. De todas formas, el derrotero de las naves no se aleja un ápice de lo visto desde Star Wars, Viaje a las Estrellas —la serie—, todas las Alien, Galáctica, pasando por Apollo 13, pero eso sí, muy lejos de Solaris (Tarkovsky), y sí muy cerca de la adaptación de 2001: Odisea del espacio (Kubrick). Es que un robot piloto aparece con la forma de un monolito de metal que resulta tan ridículo como vergonzante. En sí, la nave atraviesa un “agujero de gusano” para aparecer en otro punto del universo y sufre lo mismo que el Enterprise cuando activa el motor turbo espacial: pasan luces muy rápido. Qué hallazgo.

Si Interstellar consagra 36 minutos iniciales para edificar al héroe individual, darle dimensión emotiva y conceptual, el efecto es todo lo contrario: es tal la declamación en los diálogos que parece una novela de la tarde donde flota la sensación de que todo se articula para que ese hombre sea un gran hombre, el anónimo que salvará a la humanidad toda.

Luego, como para apresurar el final necesario, el personaje navega hacia el centro de un agujero negro para quedar suspendido en la “dimensión desconocida”, como un muerto en el limbo, o condenado por algún dios sin religión aparente, o sí, por un dogma consagrado al avance tecnológico y su importancia para salvar al mundo. Si Interstellar consagra 36 minutos iniciales para edificar al héroe individual, darle dimensión emotiva y conceptual, el efecto es todo lo contrario: es tal la declamación en los diálogos que parece una novela de la tarde donde flota la sensación de que todo se articula para que ese hombre sea un gran hombre, el anónimo que salvará a la humanidad toda, común, tan patriota como el bombero del World Trade Center, por ejemplo. Es una pena que no aparezca alguna especie extraña que devore al conjunto de actores y equipo técnico en general, hubiese sido una salida decorosa, y hasta épica. Pero que el tal Cooper —¿no tenían un apellido menos gastado para un personaje?— regrese del agujero negro para encontrarse en una nave nodriza del futuro en cuyo interior se reproduce una superficie terrestre de 360 grados, como en Inception, del mismo director, es, como poco, obra de una gran falta de recursos teóricos aplicados al arte o ausencia de imaginación.

Para cerrar este capítulo lamentable como espectador, y ya que el “tiempo” parece ser el gran protagonista teórico de la obra, vale aclarar que tanto diálogos como acciones son tan docentes que el destinatario puede pensarse como un menor de cinco años. De ahí que el casting, y más aún la actuación, resultan en una dirección de actores inconsistente, estricta hacia lo historiográfico, en donde ningún personaje tiene rasgo siniestro alguno que, sabemos, es lo más temible de nuestra especie. Todos son seres malogrados por el destino. Si fuera tan así la extinción sería un dejarse morir en el hastío.

La película plantea la búsqueda de planetas alternativos por la decadencia terrestre en naves con límite de combustible. El pasado 15 de octubre la multinacional de la guerra y la carrera espacial estadounidense, Lockheed Martin, anunció que durante los próximos cinco años experimentará la aplicación de minirreactores de fusión atómica controlada, capaces de ofrecer energía sin límites a ciudades, aviones, barcos, y cómo no, naves espaciales impulsadas por motores de plasma.

Comencé mencionando cierto apuro, y es la sensación de que el filme no se detiene en las ideas que demandarían, como paradoja, mayor duración de los planos, una intensa presencia física de los personajes ejecutando actos que les dieran, al menos, algo de personalidad. Tal inconsistencia choca con la realidad, sí, la de 2014.

La película plantea la búsqueda de planetas alternativos por la decadencia terrestre en naves con límite de combustible. El pasado 15 de octubre la multinacional de la guerra y la carrera espacial estadounidense, Lockheed Martin, anunció que durante los próximos cinco años experimentará la aplicación de minirreactores de fusión atómica controlada, capaces de ofrecer energía sin límites a ciudades, aviones, barcos, y cómo no, naves espaciales impulsadas por motores de plasma. En diez años esos reactores se fabricarían de manera industrial, de ahí que los trascendidos de semejante descubrimiento en el pasado mes de julio hasta su formal difusión produjeran la caída del barril de petróleo a 80 dólares. Nolan debería dar su cabeza contra la pared más próxima: su filme quedará como algo peor que un tedio, sino como lo más obsoleto que la tecnología humana pueda observar. La intención espacial de Lockheed es viajar en 45 días a Marte para luego colonizarla y explotarla como una enorme mina a espacio abierto. Con energía ilimitada en tamaño reducido también podrán alimentar un sistema para purificación de agua marina. Vale decir, la ciencia ficción deberá repensar su proyección hacia el futuro, donde lo real ganará de mano construyendo ciertos sistemas de injusticia más cercanos a la corporación Tyrell de Blade Runner que a la aventura heroica de un piloto, sheriff o mecánico de tormentas. Que nadie crea que Lockheed venderá a precio accesible sus reactores para terminar con el hambre en el mundo, porque de filantropía y humanitarismo nada tiene. Mientras tanto, faltan grandes ideas en el cine estadounidense, de ahí la última cita: se trata de una novela de Philip K. Dick llevada al cine por Riddley Scott, titulada: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En fin, lo peor está por venir, por algo no somos más que humanos sumidos en las peores pesadillas. ®

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Publicado en: Cine, Noviembre 2014

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