JOSÉ REVUELTAS Y YO

Un encuentro fantasmal con el escritor marxista

«No podría quitarme nunca más su imagen: la barba aguda, canosa y desordenada, como la cola de un zorrillo. Los lentes gruesos, el saco pasado de moda y desgastado, a la usanza de los años setenta: pobre pero cuidadosamente abotonado hasta el cuello. La mirada llena de dignidad, con un gesto duro y bondadoso, marcado por sus gruesas cejas canosas.»

No tememos gran cosa. A todos los socialistas, anarquistas, ateos y revolucionarios, los vigilamos y nos hallamos al corriente de sus hechos y andanzas. Pero entre ellos, existe una categoría especial no muy numerosa, desde luego, que es la de los que creen en Dios sin dejar de ser socialistas. He ahí a los que tememos más que a nadie: son una terrible amalgama. ¡El socialista cristiano es mucho más peligroso que el socialista ateo!
—Fedor Dostoievsky, Los hermanos Karamazov

Revueltas en Lecumberri, 1970.

1

La primera vez que vi al anciano fue durante una madrugada de mi adolescencia, cuando vivía aún en la casa de mis padres. Tenía diecinueve años y me encontraba en el primer año de mis estudios en psicología. Desperté como a las tres de la mañana, tras un profundo y descansado sueño, amodorrado, impulsado por mi vejiga punzante que me apremiaba a vaciarla en el mingitorio.

Apenas me incorporaba con movimientos lentos, sacudiéndome la somnolencia de mi cuerpo, cuando lo encontré al pie de mi cama, sin ninguna razón para aparecerse ahí, al igual que si su presencia fuese uno más de los objetos pertenecientes a mi habitación de adolescente.

Los fantasmas son en verdad transparentes, tal como los describen en los libros de horror y de miedo, o las historias que en las noches cuentan las personas para disfrutar asustándose. Al principio no me asusté, pues nadie espera encontrar la imagen traslúcida de un anciano con barba puntiaguda, gruesos anteojos y un desmodado saco de pana con ancho cuello.

Me quedé mirándolo anonadado, sin saber qué hacer. Reaccioné por fin parándome de un salto de mi cama, chocando después mi frente contra la puerta cerrada de la recámara a oscuras. Huyendo con pánico hacia el baño.

No podría quitarme nunca más su imagen: la barba aguda, canosa y desordenada, como la cola de un zorrillo. Los lentes gruesos, el saco pasado de moda y desgastado, a la usanza de los años setenta: pobre pero cuidadosamente abotonado hasta el cuello. La mirada llena de dignidad, con un gesto duro y bondadoso, marcado por sus gruesas cejas canosas.

Luego se evaporó sin decir nada.

—¡Es un brahman… un vagabundo místico de la India! A mí se me apareció uno en una ocasión, lo reconocí por la barba… —me dijo León, uno de los amigos de la Universidad de Guadalajara, quien fingía estudiar psicología pero invertía todas sus horas y su energía en escribir poemas que nadie leería jamás. La verdad es que León solía padecer ideas bastante extrañas que se apoderaban de él durante días y luego nos las comunicaba una y otra vez.

Momentáneamente me tranquilizó su respuesta cuando le conté que había visto la figura de un anciano en mi habitación. Aún ignoraba su identidad, no conocía de quién se trataba ni cuáles eran sus intenciones. Pero yo me seguiría interrogando acerca del significado de su aparición durante el resto de mi vida.

Por otra parte, en los días siguientes cambié de lugar mi cama hacia el otro extremo de la habitación, quitándola del lado de la ventana donde estuvo ubicada desde mi niñez, por si acaso se le ocurría al viejo barbudo volverse a aparecer, y para mi mala suerte, ese sitio de mi habitación estuviese en sus preferencias para materializarse, evitando en todo lo posible cualquier futuro encuentro.

Estoy seguro de que son pocos aquellos que se ponen felices cuando ven fantasmas, sobre todo si éstos son desconocidos, o aun si resultan familiares.

La segunda vez encontré a José Revueltas en un oscuro local de libros viejos y objetos usados. Su pasta sobresalía amarillenta sobre una pila de autores mexicanos olvidados: La muerte tiene permiso, de Edmundo Valadez, El diosero, de Francisco Rojas González, Ulises Criollo, de José Vasconcelos.

Revueltas reposaba dignamente sobre ellos, era una orgullosa momia de papel, pacífica y humilde en su descanso eterno.

Revueltas fue sepultado en el año 1976 en la Ciudad de México —el mismo año en que nací yo—, fallecido tras años de persecuciones, cárcel, rebelión, escritura e incansables lecturas. Su entierro junto con el de los otros escritores que lo acompañaban en ese bazar se volvía aún más fúnebre y doloroso bajo ese terrible sepulcro de olvido. Los lectores en México los echaron de su memoria, olvidándose de ellos, sacándolos de su gusto personal y de sus intereses literarios. Condenándolos a morir una vez más al no leerlos. Privándolos de las necesarias caricias que todo libro necesita, imprescindibles para sus quebradizas páginas.

La pila de libros se humedecía junto a un bulto de ropa usada, mojosa y maloliente. Me acerqué presuroso, tropezando con una antigua sinfonola, encontrando el obstáculo de una pirámide de viejos acetatos: Ray Conniff, Herb Albert, Agustín Lara, Antonio Carlos Jobim, Burt Bacharach, Glenn Miller, Atahualpa Yupanqui. Los ancianos músicos yacían agonizantes, condenados también al olvido.

Me sentí al igual que un visitante del purgatorio, rodeado de penantes almas que me rogaban para que las llevara conmigo. Me daba enorme pena sólo poder comprar a unos pocos de ellos pues contaba con escaso dinero. Forzándome a dejar contra mi voluntad a José Vasconcelos y su Ulises. Conformándome con Edmundo Valadez y con Revueltas.

José Revueltas se dejó tomar por mi mano a regañadientes, crujiendo sus pastas y refunfuñando, doblando las esquinas de sus páginas. Miré su foto en la contraportada del libro. ¡Era él! Más tarde averiguaría también cuán exigente es con sus lectores y lo difícil que resulta leerlo la primera vez.

—¡Es él…! ¡El fantasma de mi cuarto…! —grité a León y a Chuy, mis amigos de la escuela, quienes también andaban a la caza de alguna joya literaria o psicológica, perdida en el interior del oscuro comercio y acudieron en el momento a mi llamado. Chuy, el músico punk, León, el poeta nervioso, yo: Carlos Filiberto, el aprendiz de escritor igualmente nervioso. Los tres vivíamos búsquedas semejantes: psicológicas, espirituales y estéticas. Estudiábamos psicología en la Universidad de Guadalajara y también nos aferrábamos a nuestros pequeños intereses artísticos, dedicándonos a nuestra formación científica en la Universidad, sin renunciar tampoco a nuestras más grandes pasiones artísticas.

Los tres nos quedamos pasmados ante la fotografía en blanco y negro que le tomaron en su última etapa de cárcel en Lecumberri. Su misma barba zorrilluna y puntiaguda, sus gruesos anteojos de fondo de botella, la melena prolongada y plateada.

“Fue acusado de ser el autor intelectual de la rebelión estudiantil de 1968”, decía al pie de la fotografía. Sin saber por qué, a los tres nos cautivó aún más no sólo la enigmática imagen del escritor, sino su persona. Un helado escalofrío nos traspasó.

No nos dábamos cuenta de que ya estábamos bajo el influjo de un hechizo que arrastró a muchos otros jóvenes varias décadas atrás.

Nosotros vivíamos en 1995, no asistimos a ninguna de las revoluciones que lideraron las generaciones anteriores a la nuestra en varios países del mundo, por lo menos desde finales de los sesenta y hasta buena parte de los ochenta. Aunque nos afanábamos en imaginarias conspiraciones, leyendo antiguos manuales socialistas y densos textos marxistas, escarbando en las proscritas obras de los teólogos de la liberación, en los psicólogos y psicoanalistas de izquierda como Igor Caruso, Wilhem Reich y Erich Fromm, en los anarquistas del siglo XIX.

Cuando nosotros llegamos, las revoluciones ya eran vistas con desconfianza, recelo y  burla. De cualquier manera, en los años noventa nos reuníamos a discutir sobre las inquietantes lecturas que realizábamos, criticábamos todo y a todos, conspirábamos contra el mundo entero. Hablábamos en contra de la psicología burguesa e imperialista, contra el neoliberalismo y la globalización que un año antes se oficializara en México, a partir del Tratado de Libre Comercio entre Norteamérica y nuestro país. Nos manifestábamos en contra de cualquier forma de gobierno y autoridad, contra las prácticas psiquiátricas tradicionales, las cuales confinaban y sedaban a los enfermos mentales en prisiones hospitalarias, mediante el uso de la fuerza y de inhumanos tratamientos farmacológicos. Nos alzábamos igualmente contra los escritores oficialistas y en contra de la música comercial que ya se programaba en todas las estaciones de radio: las buenas estaciones radiofónicas de rock, jazz y orquestas comenzaban a desaparecer en Guadalajara para dar paso al mal llamado en México pop en español y una serie de géneros mexicanizados, vulgares e ignominiosos.

No obstante, nuestras subversivas conversaciones no pasaban de una discusión en un café, frente a unos expresos y unos tabacos sin filtro.

Revueltas se unió a los jóvenes en 1968 cuando tomaron la Universidad Nacional, los asesoró y les ayudó a redactar sus manifiestos y sus propuestas de política universitaria autogestionarias. Impartió ante los rebeldes jóvenes seminarios sobre marxismo y teoría social, sobre filosofía y literatura. Los inspiró para asumir su papel histórico ante la lucha social.

Decepcionado de los partidos políticos y los grupos de izquierda en México, perseguido, expulsado, encarcelado desde su juventud. Para Revueltas la revolución ya no debía ser protagonizada por la izquierda anestesiada, por comunistas ideologizados ni obreros sin conciencia. El cambio cultural debía provenir de los jóvenes universitarios.

Después de horribles represiones, tanques de guerra, armas de fuego, grupos paramilitares, muertos y desaparecidos, y la toma de la Universidad por parte del Ejército, cuando le fueron a preguntar si él era el autor intelectual del movimiento Revueltas dijo sin pensarlo que sí. Fue encerrado durante dos años en la cárcel de Lecumberri, en la crujía de los artistas y los presos políticos.

¿Pero qué era lo que hacía que los jóvenes se identificaran fervorosamente con Revueltas?

No tardé en iniciarme en los misterios revueltianos. Al abrir el libro intitulado Material de los sueños apareció la primera historia: “Hegel y yo”, un cuento breve e intenso que relataba su última etapa de cárcel. Poco conocía yo de filosofía por aquellos días, aún ahora no tengo más que nociones superficiales de ella, pero sabía de antemano quién fue Jorge Federico Hegel, creador de la Dialéctica del espíritu.

En el relato Revueltas se describía a sí mismo compartiendo su celda con un paralítico llamado Hegel, y la dificultad de sus compañeros de crujía para pronunciar su nombre: “Ejel, Ejel…”, decían los otros prisioneros. “¡Que se dice Hegel…! ¡Hegel…!”, insistía dolorosamente Revueltas, intentándose hacer la vida fácil en medio de aquel encierro de conciencia.

Otra de las historias contenidas en el mismo libro que me estremeció, “Resurrección sin vida”, cuenta la vida de un escritor, un zombi, un fantasma resignado a penar por los barrios más pobres de la frontera mexicana. Un escritor comunista fracasado, refugiado en Tijuana tras huir de Cuba, donde por órdenes del Partido asesinó a su novia, probablemente el amor de su vida.

Después de arrollarla con un automóvil fue asignado a Tijuana con la misión de descarrilar trenes estadounidenses utilizados para transportar armas destinadas a la guerra de Vietnam. La culpa por asesinar a su amor lo mata una primera vez, destrozándolo espiritualmente y dejándolo sin salida. El fantasma decide suicidarse tras frustrarse la misión, colocando su cabeza sobre uno de los rieles del ferrocarril con el fin de triturarse el cráneo. Poco antes del impacto mortal es salvado por una prostituta, quien es su pareja en turno. Ella le tira de las piernas y evita que el zombi muera de nueva cuenta. La historia culmina con el acto amoroso entre el fantasma y su amante salvadora, resucitando de nuevo a su misma vida de fantasma: vacua e inerte.

Para los años setenta José Revueltas se encontraba por demás decepcionado de los partidos y los grupos de izquierda, cuestionaba las políticas totalitarias de Moscú y no tenía la misma fe en los obreros y en los campesinos que lo encendiera en su juventud. De ahí su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, en el que acomete durísimo contra las izquierdas en México.

Al instante me identifiqué con el personaje principal de “Resurrección sin vida”, con el fantasma y escritor. Un alter ego de Revueltas. La imagen del autor se instauró de manera definitiva en mi cerebro y en mi mente, no tardé en dejarme crecer el cabello largo y la barba. Los anteojos ya los traía por demás gruesos desde los cinco años de edad, cuando se me declaró cegatón y miope de por vida. La melena prolongada me acompañaría a lo largo de mi vida desde la adolescencia, como la mata abundante y el denso follaje de una planta sagrada.

Junto con mis amigos y buena parte de nuestra generación ya mostraba mucha desconfianza hacia cualquier partido, grupo político o religioso. Aunque podría decirse que nuestra ideología tendía hacia una especie de izquierda ecléctica, compatible con muchas otras cosas y no excluyente como la de los ortodoxos; una izquierdilla ligera, pues leíamos con entusiasmo los Manuscritos de 1844 del joven Marx y la Psicología dialéctica de Vygotsky. Sin dejar de sentir una profunda devoción hacia el pensamiento de Freud y de otros psicoanalistas, como Igor Caruso, Lacan, Eric Erikson y Erich Fromm. Mezclándolo todo con un cristianismo primitivo, extraído de nuestras lecturas de las obras de Dostoievsky, Carl Jung y la Biblia. Estábamos convencidos de que nuestra religiosidad y misticismo debían desarrollarse en completa independencia de cualquier iglesia predadora.

Nuestra forma de entender el mundo y de sentir era un poliedro que aglutinaba teorías y pensamientos incluso contradictorios, que de ninguna manera nos resultaban a nosotros opuestos e incompatibles entre sí.

Pero de las razones profundas para mi identificación con la segunda historia revueltiana hablaré con mayor detalle enseguida. ®

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Publicado en: Abril 2010, Narrativa

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