La amenaza elegante

El león y los corderos

En el vasto mundo de la literatura y el arte contemporáneos el autor funciona como una figura plenipotenciaria que baña con un sentido prístino y cabal las obras ahijadas a su ingenio. De alguna manera o de otra el autor es el representante de la ley.

Siempre he pensado que la literatura, en su esencia, es un relato oral y anónimo.
—Claudio Magris

© Pilar Zeta

El narcisismo y la vanidad, está bien documentado, suelen ser polos constitutivos del ser humano en general e instancias muy caras a los escritores en lo particular (personajes mayormente célebres en el imaginario colectivo por arrogantes y cretinos —a veces también por misántropos). Tales características resultan indisociables del trabajo literario porque uno de los principales materiales con que se trabaja —la plasticidad, la opacidad y el abismo del yo— suele ser un escaparate para la afirmación tácita de la personalidad, imponiendo, bajo las letras que rubrican una obra, un método de lectura, una orientación simbólica (no pocas veces política) y una mirada de la realidad. En alguna ocasión Javier Marías sostuvo que “escribir novelas es la asunción de una anomalía. Publicarlas es el intento de imponer a otros esa anomalía”. Estoy de acuerdo.

En el vasto mundo de la literatura y el arte contemporáneos el autor funciona —pese a las lúcidas embestidas del postestructuralismo francés encabezadas por Roland Barthes y Michel Foucault— como una figura plenipotenciaria que baña con un sentido prístino y cabal las obras ahijadas a su ingenio. De alguna manera o de otra el autor es el representante de la ley.

Las cosas no siempre fueron así. La invención del autor como la conocemos puede datarse precisamente con el Renacimiento, subvirtiendo un orden hasta entonces canónico en el que, como quería Foucault en su célebre lección inaugural del Collège de France, el autor podía insertarse a la mitad de un diálogo puesto en marcha con anterioridad, asumiendo la “llegada tarde” a una plática como un valor en sí mismo, dejando en segundo plano la necesidad de estreno o el molesto hábito de la notabilidad. Uno de los principales rasgos de la elegancia, desconocida a partes iguales por actrices, dramaturgos y público en general, es el de pasar inadvertido.

Para Foucault, y para mí también, los textos son entramados de citas provenientes de todos los focos de la cultura; parte de un habla anterior que contiene muchísimas voces y perspectivas, como tan bien lo resumiera T.S. Eliot en ese instante de occidente, muy citado y poco leído, que constituye La tierra baldía.

Y con esa precisión entramos en el nervio de este ensayo, que es intentar develar cómo toda literatura digna de tal nombre del anonimato viene y hacia el anonimato va.

Navegando en un mundo de piratas

Enarbolar a estas alturas del partido valores dignos del siglo XIX como la inspiración y la originalidad implica una inocencia no exenta de ignorancia, y no sólo me refiero al refrán popular que sostiene que los buenos artistas copian y los excelentes roban (frase reactualizada por Octavio Paz cuando respondió con aplomo, ante una acusación semejante, que los leones suelen alimentarse de los corderos), sino a la idea misma de la originalidad como un atributo fundamental e indispensable para la creación. Desde tiempos del Eclesiastés sabemos, o deberíamos saberlo, que no hay nada nuevo bajo el sol y que la importancia de las creaciones humanas radica en su acontecimiento, en el hecho de continuar y contrarrestar tradiciones, subvertir o reforzar ciertos valores y, esencialmente, en dialogar con el presente. Todas nuestras creaciones son una reinterpretación y una apropiación del pasado, como bien demostró el sociólogo Robert K. Merton en su libro alucinado On the Shoulders of Giants en el que, parodiando el Tristram Shandy, trazó la cartografía de la creatividad, la originalidad y el contexto social de los descubrimientos humanos al rastrear el origen del famoso aforismo atribuido a Newton (“If I have seen farther, it is by standing on the shoulders of giants”). Merton recordó que las palabras, como la totalidad de las ideas, son siempre un préstamo y una amplificación colectiva, cosa que los científicos duros saben muy bien y no una exclusividad autónoma, como sostienen los deudores del copyright y buena parte de las comunidades artísticas. La cultura es un remix en la que lo importante no es quien la firma ni la cobra, sino quien la debate, la ensancha y se la apropia.

Al respecto T.S. Eliot, cuya obra referida es un poema monumental plagado de citas de otros autores, escribió en su ensayo “Tradition and the Individual Talent” que la pertinencia de los antiguos en el presente radica en el hecho de que ellos son lo que sabemos del pasado, de tal suerte que estamos condenados a vivir inmiscuidos en un coro de voces sin principio ni final. En ese sentido, y en el de la parodia, es que inscribe el ejercicio creativo de Jorge Maronna y Luis María Pescetti titulado Copyright, un libro construido a partir de lugares comunes de la literatura: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde en que, al despertar de un sueño agitado, Gregorio Samsa se encontró en su cama transformado en un terrible insecto”.

El autor no es, nunca lo fue, un mago creacionista; por el contrario, su proceder es similar al de un DJ que mezcla en distintas maneras los elementos preexistentes, tejiendo atmósferas, decorando interiores.

El arte es un sampleo de la experiencia, el eterno retorno de lo mismo, pero diferente.

Entronizar la originalidad del autor, negando de esta manera la honorable cuota de colectivo anonimato que posee cada obra verdadera, además de desplazar la atención de la obra al personaje, ha sido una de las prácticas recurrentes para una crítica literaria burguesa, practicando formas cerradas de creatividad a través de pedagogías ociosas y en cierta medida estériles. La figura del autor debería estar más cercana —aunque no solamente— a la del reformador de la técnica, siendo consciente de su lugar como productor e incluso como producto, como tan encendidamente recomendara Walter Benjamin, quien en abril de 1943 dictaría su célebre conferencia “El autor como productor” (germen de su libro fundamental La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica) en la que describirá con vigente acierto dos puntos esenciales.

a) “Un artista que no enseña nada a sus colegas, no enseña nada a nadie”. El sentido de la frase es muy claro. Una obra que no cuestiona, que no problematiza sus fundamentos y aun su propia ontología, no es una obra revolucionaria y en ese sentido puede tratarse de una obra homologada, reactiva y en el peor de los casos insulsa (queda claro que Moenia nunca sonará como Depeche Mode y que los piratas de Álvaro Mutis resultan marineros de agua dulce en comparación con los de Joseph Conrad). Es célebre el aforismo de Barthes acerca de que la burguesía lo tolera todo menos la alteración de la sintaxis.

b) Este estado de cosas, en opinión de Benjamin, “le presentan al artista sólo una exigencia: la de reflexionar, preguntarse por su posición en el proceso de producción”. Toda creación, para asumirse como tal, deberá desmontarse de continuo; ser una obra abierta, en permanente proceso (de)construcción. Una obra revolucionaria, más que cumplir con una deontología política o una orientación ideológica, deberá, además de contraponer, denostar y embellecer las experiencias, analizar el ambiente de su aparición, sopesar su pertinencia simbólica pero sobre todo deberá pensar-se.

En literatura, sobre todo la que verdaderamente vale la pena, el autor es lo de menos y el ideal, si no es posible desaparecer del todo sí lo es conseguir el anonimato: ser sólo una voz en un escenario vacío y saber, como supo Kierkegaard, que “quizás no hay poeta, aunque haya poema: como si se oyera la flauta y no hubiera flautista”.

Alvin Kernan, en su delicioso libro La muerte de la literatura, examina los problemas centrales de la producción literaria. Revisa con cautela, pero de manera sistemática, los derechos morales del artista, la ideología como estética, el crítico como revolucionario y las sutiles diferencias entre plagio y poética: los escabrosos límites de la propiedad literaria. Los análisis de Kernan, si bien se centran en la literatura, son aplicables a todos los artistas. ¿Dónde entonces queda la obra del creador?, ¿es dueño de algo, el estilo es su nombre?, ¿cuáles son sus derechos, cuál el fruto de su trabajo? A estas alturas es imposible seguir soslayando el peso y la relevancia del copyright, menos ahora, en las plásticas y escurridizas temporalidades electrónicas. Toda obra creada desde el ahora será un remix o no será. Kernan, a través de una brevísima genealogía del término, señala que los derechos de reproducción sólo podrían haberse gestado en la sociedad de la imprenta, en la galaxia Gutenberg. Los derechos de autor como estatuto legal para instaurar —y con ello desarrollar la lógica del capitalismo tardío al interior de la creación— la propiedad intelectual. El derecho de posesión de las ideas y la posibilidad de patentar los delirios de la fiebre y los arrebatos de la fantasía mucho asemejan una cacería de fantasmas.
La antigua valoración de la “originalidad” unida a la mitología romántica, al pensamiento reproduccionista y a la figura del autor como pequeño reyezuelo contribuyeron a forjar la estatua hueca y enorme que circunda a los creadores. La propiedad intelectual, en medio del estado de disipación en que se encuentra, debería, si no abolida, ser redimensionada en un contexto democrático e incluyente con una orientación crítica y responsable.

Las cosas, en el fondo, son sencillas. En un mundo de piratas el hecho de tomar prestado de otros no tiene nada de extraordinario (siempre y cuando se consigne), por el contrario es allí precisamente donde radica el arte y la voluntad de los creadores: en transformar lo preexistente.

Con esta reflexión, faltaba más, no es ni de lejos mi intención exonerar a los delincuentes de la calaña de Sealtiel Alatriste y sobre todo de la de Bryce Echenique, personajes corruptos que amparados por una distorsión de esta poética (poco es lo que se puede esperar de un lector gandaya) y confundiendo mañosamente la apropiación con el plagio, hacen pasar como suyas las reflexiones y los esfuerzos de otros. Hay que ser muy caradura pero sobre todo infeliz y temerario para intentar dar gato por liebre cuando a ojos vistas, diría mi abuela, están robando.

Por otra parte, si bien obras insignes han navegado los procelosos mares del arte sin autores reconocibles —piénsese en la Biblia, el Corán o el Lazarilllo de Tormes— es un hecho que el “Sr. Anónimo”, con la sutil levedad que le concede su ausencia, despliega una corporeidad encantadora, mística, cuasi material. Las obras anónimas, sobre todo las buenas, bien podrían ir firmadas por Fantomas: una amenaza elegante.

En alguna ocasión, no recuerdo si fue Borges o Neruda, un verdadero poeta sostuvo que el mayor reconocimiento al que podría aspirar a un autor es que sus versos se confundieran con las palabras de la muchedumbre: que se borre el rostro, pero no su canto.

En literatura, sobre todo la que verdaderamente vale la pena, el autor es lo de menos y el ideal, si no es posible desaparecer del todo sí lo es conseguir el anonimato: ser sólo una voz en un escenario vacío y saber, como supo Kierkegaard, que “quizás no hay poeta, aunque haya poema: como si se oyera la flauta y no hubiera flautista”. ®

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Publicado en: Ensayo, Noviembre 2012

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