La banalidad del mal

El mal podría estar en todos nosotros

Es importante estudiar a fondo qué ha sucedido, cómo lo vivieron las personas concretas, hombres y mujeres, dentro y fuera de los campos de exterminio, cómo se autoengañaban, cómo cerraban los ojos y de qué maneras, más o menos directas, contribuyeron a la matanza industrial de cerca de seis u ocho millones de personas.

Cuando se trata de explicar el mal, un mal del tipo que se manifestó en Auschwitz y en otros ejemplos similares antiguos y actuales, se han pensado muchas respuestas. Quizás la más natural es la que yo me suelo encontrar en los alumnos con los que discuto este asunto en clase, la que parece que se le ocurre a cualquiera que sin haber leído sobre el tema se enfrenta a los espantosos datos y hechos de una matanza sistemática, regulada legalmente y eficientemente organizada como fue el Holocausto. Esta reacción primera es creer que quienes estuvieron involucrados eran monstruos, algún tipo de psicópatas o seres demoníacos y malignos. También se ha dicho que podían hallar placer en la tortura, y que serían en este sentido sádicos. Otra posible respuesta es que los torturadores y asesinos se degradaron a un nivel básico, haciéndose fieras con impulsos violentos primarios que manifestaron como los animales en la selva. Son distintas respuestas a la pregunta acerca de cómo pudieron hacer eso unos seres humanos a otros.

Una primera observación, como la de Hannah Arendt en el juicio al ingeniero del Holocausto, Adolf Eichmann, es que eran personas normales. Eran capaces de disfrutar con el arte, ser buenos con los compañeros, atentos y cuidadosos padres y madres, adorar a los niños. Algunos eran como Eichmann, un simple burócrata, de medianas luces, con ambiciones sociales y el mismo deseo de hacer dinero que casi todos podemos manifestar. No tenía ni él ni la inmensa mayoría de los verdugos (salvo pocas excepciones) ninguna anomalía en el sentido de las enunciadas: no eran demonios ni monstruos salvajes y primarios, ni sádicos… Su maldad era, como certeramente la denominó Arendt [Eichman en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, 1963], “banal”, es decir, trivial. En todo caso, señala Arendt, “era incapaz de pensar con autonomía y utilizaba continuamente frases dichas y clichés”.

La impresión al tratar a esas personas y conocer los detalles de sus biografías y relaciones afectivas era que en gran medida eran como cualquier otra persona normal, es decir, que potencialmente cualquier probo ciudadano de entonces y ahora podría llegar a hacer lo que ellos, los nazis, hicieron. En realidad, no tenían más cualidades que ser buenos ejecutores de órdenes, siendo cumplidores y eficientes la mayoría de ellos. Debemos eludir también la tentación de atribuir aquel desastre a un cierto carácter nacional, por la sencilla razón de que lo mismo ha sucedido y está sucediendo en muchos otros lugares. Constantemente.

Algunos eran como Eichmann, un simple burócrata, de medianas luces, con ambiciones sociales y el mismo deseo de hacer dinero que casi todos podemos manifestar. No tenía ni él ni la inmensa mayoría de los verdugos (salvo pocas excepciones) ninguna anomalía en el sentido de las enunciadas: no eran demonios ni monstruos salvajes y primarios, ni sádicos… Su maldad era, como certeramente la denominó Arendt, “banal”, es decir, trivial.

Quizás sí haya que tenerse en cuenta el factor tecnológico y masificado de nuestras sociedades, donde la especialización de la vida y el trabajo en sectores concretos y compartimentos mentales puede favorecer que se cometan los mayores horrores pero con la buena conciencia de quien cuando va a su casa, es un excelente padre o madre de familia. Se trata de la persona que se especializa, propia de nuestro tiempo, y que vive entonces una suerte de esquizofrenia social por la que es capaz casi simultáneamente de adorar y querer a un niño al mismo tiempo que manda a miles de ellos a ser gaseados. Hay bastantes anécdotas al respecto que ilustran este comportamiento (vid. Todorov). Según esto, nuestro sistema económico y social (y podríamos matizar que no sólo en el caso de los regímenes totalitarios) es propenso a que surjan tales patologías como normalidades en su seno. Esto lo han señalado numerosísimos autores a lo largo del siglo XX, en la literatura y el pensamiento: Kafka, Adorno, Horkheimer, Fromm, Arendt, Jaspers, Camus, Reich, etc. Todos ellos han estudiado el funcionamiento del individuo inmerso en un universo totalitario. Yo no voy ahora a detallar sus análisis, pues desbordaría tu paciencia y tiempo, amable lector, pero sí voy a incidir en una idea en relación con ello: Nada exime de la culpa, no hay justificación posible y existe una responsabilidad moral del sujeto que “elige” colaborar. Porque, como muestran algunos ejemplos (Irena Sendler, Sophie Schöl, Schindler, las autoridades y el pueblo de Dinamarca, etc.), no todo el mundo optó por cerrar los ojos, callarse o hacer su “trabajo” al amparo de una sociedad que justificaba y promovía tales horrores.

Es cierto que hay presiones fuertes y a veces es necesaria una actitud heroica que supone pagar un precio muy alto para preservar el bien y la justicia, de acuerdo, pero otras veces no. Y eso no ocurrió. Los familiares y amigos de los verdugos podían haber hecho algo, sin necesidad de un gran sacrificio, y no lo hicieron. Las personas de a pie podían haberse informado de lo que pasaba, podía haberse dado crédito a ciertos relatos de testigos, etc. Hay circunstancias en las que es posible elegir el bien, y debe hacerse. No son excusa muchas razones que se dieron en los juicios posteriores a la guerra, como ampararse en la obediencia debida o en el irritante “todo el mundo lo hace”, “era lo normal”. La responsabilidad moral individual siempre existe, o no habría derecho ni leyes ni códigos penales. Como afirma Todorov, “negar a los hombres la capacidad de arrancarse a la influencia de su origen o medio, es privarlos de su humanidad” [Frente al límite, 1994; p. 147]. Se debe, por tanto, juzgar y acusar a individuos concretos que obraron mal a sabiendas. Las personas prefirieron no ver, negar lo evidente (cuando se ejecutaba y transportaba en convoys masivamente a los deportados a lo largo de ciudades y países enteros), y prefirieron, en suma, la comodidad a la verdad.

Quizás en el plano psicológico ocurrió que todo el mundo interiorizó al opresor, convirtiéndose cualquier ciudadano en víctima y verdugo al mismo tiempo. O el famoso miedo a la libertad del que habla Erich Fromm. En cualquier caso, lo terrible es que sea lo que sea aquello que facilite psicológica y socialmente el horror, puede darse en cualquier momento, en cualquiera de nosotros. Esto debe hacer saltar una alarma. Por ello es importante estudiar a fondo qué ha sucedido, cómo lo vivieron las personas concretas, hombres y mujeres, dentro y fuera de los campos de exterminio, cómo se autoengañaban, cómo cerraban los ojos y de qué maneras, más o menos directas, contribuyeron a la matanza industrial de cerca de seis u ocho millones de personas. Y sobre todo, nunca verlo como si fuera algo ajeno, hecho por seres despiadados y muy diferentes de nosotros, en otro lugar y en otra época hace ya muchos años, sino percatarse de su terrible y espantosa actualidad y cercanía. ®

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Publicado en: Destacados, El mal, Octubre 2011

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  1. Guille Parra

    Alemania perdió la Guerra y, particularmente los estadounidenses o simpatizantes con el régimen de E.U. o, más aún, países siempre recelosos del pensamiento alemán (Inglaterra-Francia), no han desaprovechado desde entonces en señalar los horrores del Holocausto y el nazismo alemán. Sin embargo, no se hace la misma cantidad de análisis, señalamientos y filmes respecto a la perversidad de la desesperada creación y calculado uso de la bomba atómica y sus consecuencias. La Alemania Nazi desarrollo, dentro de su sistemática «maldad» moral, mucha tecnología que después hurtaron y han usado hipocritamente los países vencedores. Si bien es cierto que seis millones o más de judíos asesinados es una innegable tragedia, vale la pena a mi juicio, recordar que también murieron más del doble de millones de alemanes e increiblemente cinco veces o más millones de rusos. Pero no hay películas de Polanski ni Spielberg que conmuevan y arrebaten aplausos al respecto.
    También fue un holocausto, como muchísimos otros, el exterminio de los norteamericanos nativos a manos de los ingleses inmigrantes que, posteriormente, dieron nacimiento a una nación donde, hoy en día, se ejerce un racismo y persecución también sistemática como la nazi a los inmigrantes indocumentados mayoritariamente mexicanos, no obstante, que contribuyen a la economía de ese país.
    La Alemania Nazi se confronto con los países grandes militarmente hablando sometiendo a Francia y con la Rusia de ni más ni menos que Stalin y, desde luego,, con países europeos «inferiores» militarmente. Me parece un rasgo de carácter interesante a analizar más allá de los juicios morales de maldad y el engañoso y perverso sentido de la culpa. La paradoja de «cumplir con su deber» por una imposición de interés social superior a las inquietudes personales o sensibilizarse con el sufrimiento del prójimo y volverse un «traidor» con sus respectivas consecuencias. Ya definir por «maldad» un contexto tan complejo de los que perdieron la guerra es en si mismo un juicio parcial pues ninguno de los países involucrados ha sido una perita en dulce. Pasa que países como Inglaterra, Francia y E.U. también han llevado a cabo «holocaustos» en países militarmente muy inferiores a lo largo y ancho del globo terráqueo pero esos países pobres no tienen prestigiosas universidades colmadas de analistas y cineastas que nos narren la versión de la Historia desde los intereses de los ganadores de la Guerra.
    La maldad en si misma tergiversa los hechos y a consciencia.

  2. Peralta Delgado

    Marcos, excelente artículo! Muy inspirador. He querido leer directamente el escrito de Arendt, aunque se por referencias de esta «banalidad del mal» con la que he coincidido plenamente. Lo constato al trabajar con presos, verlos como especies de bebés malvados, que a uno como profesor lo ven como un adulto formado que ellos nunca serán, muchos, no se puede decir todos, los presos y presas son «inocentes» en el sentido que a veces no tienen CONCIENCIA de nada: de la vida que los condujo allí, del daño que hicieron, del daño que son capaces de hacer. En fin, Marcos, me encantaría que me escribieras y estar en contacto, un abrazo.

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