La constelación de la clepsidra

Observando la quietud que se instauraba en la habitación cuando las estructuras permanecían en pie Nataniel se convenció de que éstas tenían el poder de congelar el tiempo. Al menos, mientras no se derrumbaran.

El tiempo es una imagen móvil de la eternidad.
—Platón

Génesis

Un castillo más se desplomó. Era el tercero de la semana. Se había mantenido en pie durante un tiempo récord. Con un manotazo Nataniel dispersó los naipes. Al mismo tiempo que el rumor del aleteo plástico se desvaneció, la mesa quedó vacía.

Catarsis

Nataniel no recordaba cuándo había construido el primer castillo ni por qué. Seguramente la actividad se inició como alternativa a las tareas universitarias y al roce social. Una carta sosteniendo a otra, sin un patrón ni un propósito.

Pero esto cambió. Observando la quietud que se instauraba en la habitación cuando las estructuras permanecían en pie Nataniel se convenció de que éstas tenían el poder de congelar el tiempo. Al menos, mientras no se derrumbaran. Y cuando el castillo # 14 logró mantenerse en pie durante cinco horas la descabellada certeza se convirtió en obsesión.

El diseño del castillo estaba inspirado en un dibujo que Nataniel había visto en un libro de su padre. Era Relatividad, un cuadro del artista holandés M. C. Escher. La imagen quedó grabada en su mente y ya desde la infancia para él representaba la eternidad.

Durante las cinco horas previas al colapso del castillo # 14 las bocinas insinuaban que en la calle el pulso vehicular era intenso. Las vigas del techo de la residencia y sus viejos muebles de roble crujían cuando la luz solar los atravesaba, y las campanas de la iglesia anunciaron la misa de las seis.

Algunos pudiéramos concluir que no había evidencia alguna que sugiriera que el tiempo se había detenido. Sin embargo, Nataniel saboreó la eternidad.

¿En qué basó semejante impresión? En un detalle menor. Aunque todo, aparentemente, estaba como siempre, un rayo de luz proveniente de la ventana reveló algo curioso: el polvo que flotaba sobre la mesa y sobre el castillo estaba suspendido en el aire.

Durante cinco horas aquella constelación de partículas se mantuvo estática, como la fotografía de una galaxia distante.

La paradoja del instante detenido

Al girar la clepsidra de arena que había pertenecido a su padre Nataniel comprobó que, en efecto, el tiempo se había detenido.

Cinco horas habían transcurrido desde que colocó el último naipe del castillo # 14, es cierto, pero cinco horas que la clepsidra no pudo registrar. La controvertida medición fue realizada por un cronómetro digital.

Al girar la clepsidra de arena que había pertenecido a su padre Nataniel comprobó que, en efecto, el tiempo se había detenido.

La tecnología empleada por los relojes modernos, tanto analógicos como digitales, se deja engañar fácilmente. De hecho, los artefactos antes mencionados no registran el pasar del tiempo sino la ansiedad humana para que este transcurra.

El tiempo sólo puede ser medido con arena, fuego (luz solar) y agua pues esos elementos, al igual que éste, se originaron con el Big Bang. Pero la eficacia de clepsidras de agua y arena, velas de tiempo y relojes de sol ha sido olvidada en la edad moderna. Nataniel, al igual que los antiguos griegos y egipcios, la conocía muy bien.

Así, después de las cinco horas medidas por el cronómetro digital marca Casio, el castillo # 14 colapsó y sólo entonces el microalud que al interior de la clepsidra permanecía suspendido finalmente se desató.

Nataniel había dilatado el aquí y el ahora por más de lo que alguna vez pensó que fuera posible. Sus castillos existían no sin tiempo, sino fuera de él.

La intrusión

Pero quizás el episodio había sido sólo un sueño. Así que, días después y con la conciencia operativa al cien por ciento, Nataniel colocó el último naipe de la estructura # 15, determinado a reproducir y superar su hazaña.

Y sí. Una vez más los granos de arena interrumpieron su caída libre dentro del cristal.

Para cerciorarse, dio la vuelta a la clepsidra. Su contenido estaba resuelto a ignorar la ley de gravedad. El aquí y el ahora nuevamente congelados. Y esta vez por casi doce horas.

Ya no fue a la universidad ni salió a trotar por las mañanas al parque. Sus excursiones dominicales a la montaña se cancelaron. La puerta de su habitación no se abrió, sino únicamente para una expedición diaria de reabastecimiento a la cocina y alguna visita a la biblioteca, durante la cual estudiaba ilustraciones de las estructuras más célebres construidas por el hombre: la torre de Pisa, Stonehenge, la Acrópolis de Atenas, el Coliseo romano, el Taj Mahal, el Chand Baori de Rajastán e incluso el teatro de la Ópera de Sydney.

Si estos legendarios edificios habían sido capaces de soportar siglos de guerras y catástrofes naturales, Nataniel podía emular sus elementos estructurales en los castillos para lograr un diseño infalible. La microarquitectura al servicio de la eternidad.

Pero quizás el episodio había sido sólo un sueño. Así que, días después y con la conciencia operativa al cien por ciento, Nataniel colocó el último naipe de la estructura # 15, determinado a reproducir y superar su hazaña.

De esa forma, el castillo # 20 tomó prestada la simpleza de la Gran Pirámide de Giza, la disposición en arco de la Muralla china, la orientación astral de Machu Picchu y, para agregarle un toque de modernidad, el acabado liso de la Torre Agbar de Jean Nouvel, en Barcelona.

El castillo # 20 también fue el primero en el cual los naipes fueron colocados siguiendo un patrón según su palo: los corazones rojos configuraron la fachada anterior, las picas se destinaron al muro de contención, los tréboles a la fachada posterior y los diamantes a las caras laterales. Una hilera de cartas viejas de cada palo fue colocada en la parte superior de los muros a manera de cenefa, mientras que las cúpulas estuvieron conformadas únicamente por ases de trébol. Usando su pulso impecable y unas pinzas metálicas, Nataniel colocó el último as de la cúpula norte. Un pequeño reproductor de cintas tocaba El Lago de los Cisnes. Cuando las notas del segundo movimiento estallaron el polvo alrededor del castillo # 20 desaceleró su errática danza hasta quedar incrustado en el espacio vacío, completamente inmóvil.

De repente, un flash iluminó la escena y segundos después un crujido estremeció la habitación. Esto provocó que tréboles, picas, diamantes y corazones rojos se precipitaran con violencia sobre la mesa. Debido al sobresalto, Nataniel, que había estado a punto de dar la vuelta a la clepsidra, dejó caer el artefacto al suelo. Miles de fragmentos de cristal y de arena saltaron directamente a su rostro y, como esquirlas, penetraron su piel. Un parpadeo instintivo protegió sus ojos.

Segundos después, cuando los abrió, el castillo # 20 había sido reducido a un mosaico de naipes que cubría la mesa y parcialmente, el piso de la habitación.

La epifanía

Durante el resto de esa tarde Nataniel empezó a sospechar que una fuerza extraña confabulaba en su contra.

La piel del rostro estaba lacerada y numerosas grietas surcaban sus labios. Al principio, el abatimiento y la furia hicieron que estuviera cerca de interrumpir el experimento, pero cuando la sospecha de una intrusión se infló, también lo hizo su determinación. Algo o alguien quería disuadirlo de continuar y eso, afirma, era porque debía estar muy cerca de alcanzar su meta.

Pensaba en aquel catastrófico flash. ¿Qué lo había producido? La habitación estaba cerrada y en la residencia no había nadie. La propietaria trabajaba todo el día en la fábrica de jabones de la ciudad y su hija, una muchacha más o menos de su edad, nunca estaba en casa. Él la había visto en apenas dos ocasiones: el día en que dejó la residencia universitaria y se mudó, y poco tiempo después, cuando al llegar de clases se encontró con ella en las escaleras.

Se sentía algo torpe al pensarlo pero, después de algunos instantes de saborear la hipótesis, le pareció evidente.

Nataniel estaba jugando con las leyes más fundamentales de la física. Su hallazgo era sobrenatural, por lo cual la intrusión debía tener la misma procedencia.

De repente, el experimento adoptó un carácter épico. Como no sabía a qué se enfrentaba decidió que la mejor manera de combatirlo era redoblando esfuerzos.

La excursión a la cocina ya no fue diaria, sino semanal, y durante una sola visita a la biblioteca recabó la información necesaria para conducir el resto de las pruebas sin tener que volver a abandonar la residencia. También se encargó de depositar con dos semanas de adelanto el alquiler de la habitación para que ni la propietaria ni su hija se vieran obligadas a tocar la puerta para recordarle el pago.

Si antes de los experimentos Nataniel era considerado un autodesterrado del mundo, ahora se consolidaba como un inadaptado social a tiempo completo. Sin embargo, el diseño de sus castillos mejoró notablemente. Las estructuras # 21, # 22, # 23, # 24 y # 25 también se basaron en famosas edificaciones y hubo algunas que fueron levantadas únicamente con ases de corazón rojo, otras únicamente con jokers. Sin embargo, ninguna alcanzó la marca establecida por el diseño # 15. Nataniel estaba excluyendo de sus nuevos diseños algo que hizo que las estructuras precedentes fueran exitosas.

Después de despejar un centenar de naipes de la mesa dejó caer su cuerpo en la pequeña cama de una plaza. Para que la tarea de cambiar las sábanas no restara tiempo a sus experimentaciones había optado por dormir en un sleeping que colocó sobre el lecho.

En una esquina de la habitación el cesto de la ropa sucia se desbordaba y platos con restos de comida se apilaban junto a él. Las paredes de la habitación estaban tapizadas con imágenes de edificios y monumentos de todo el mundo y de toda era. Columnas espigadas, frisos, cúpulas doradas e inmensas torres trepaban por el librero, la cómoda de pino, el armario y la puerta del baño.

Había un motivo que se repetía y era Relatividad, de Escher. Reproducciones en diferentes formatos y colores del cuadro se encontraban en cada rincón.

Después de observarlas, y de que ellas lo observaran, el corazón de Nataniel pegó un grito. La capa de neblina que le recubría el cerebro se disipó, y entonces supo que en aquellas reproducciones se encontraba la clave para aniquilar definitivamente la fugacidad de un instante.

Se levantó y arrancó una de la pared. Despejó la mesa y colocó sobre ella la arrugada hoja. La miró con detenimiento. Arcos y escaleras. Ya los había aplicado a sus diseños. Continuó observando. Tanto arcos como escaleras hacían las veces de puente. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y heló su nuca. Eso no lo había notado.

Entropía

La preproducción del castillo # 26 fue minuciosa e inyectó a la lánguida figura de Nataniel algo de vida. Las grietas de sus labios se atenuaron y su mirada se cargó de resolución.

Tomó la decisión de salir de la residencia para comprar sesenta cajas de naipes para la ocasión. Había pensado emplear únicamente ases de picas en la construcción del nuevo castillo y quería que todos fueran nuevos.

Antes de realizar su expedición al mundo exterior Nataniel tomó una ducha. El chorro de agua fluía sin interrupción golpeando su rostro y su pecho. Decenas de gotas relucientes resbalaban por su espalda y sus piernas. Una corriente líquida que él controlaba y que podía detener si así lo deseara tan sólo girando la llave. Reconfortado por aquel pensamiento salió del baño. La luz del medio día inundaba la habitación y en el aire, el polvo flotaba libremente. Justo encima de la mesa, una minúscula hebra de lana roja se mezclaba con él. Recordando la costumbre que tenía de niño cuando encontraba un cardo, la sujetó y pidió un deseo antes de liberarla con un soplido.

Cuando volvió con los paquetes a la residencia, Flora, la hija de la propietaria se ofreció a ayudarlo, cargándolos hasta su habitación. Sorprendido de encontrar a la muchacha, Nataniel rechazó la asistencia y corrió hasta las gradas que conducían al segundo piso.

Inmediatamente después de cerrar su puerta extrajo los naipes y empezó la labor de clasificación. Los ases fueron colocados en varias pilas que alcanzaron cada una, el medio metro de altura. El resto de la baraja terminó en el basurero.

La clepsidra que reemplazaba al artefacto destruido era diminuta, pero para los propósitos de Nataniel esto era indiferente. Si todo marchaba bien, no habría necesidad de que un solo grano de arena pasara de una ampolla del cristal a otra. La tomó en sus manos y, a manera de cábala, le dio un beso antes de depositarla en una esquina de la mesa, junto al cronómetro digital.

El diseño en el cual se basaría el castillo # 26 había sido trazado a lápiz, sobre un pliego de papel periódico. Numerosas anotaciones poblaban los márgenes y cada puente de la gráfica había sido repasado con tinta negra. Nataniel cerró los ojos. Con un resoplido colocó el pliego en el suelo, junto a la mesa y tomó la primera pila de ases.

Le gustaba escuchar música clásica mientras edificaba los castillos pero esta vez prescindió de ella. Prefería estar alerta y listo para reaccionar en caso de que la misteriosa intrusión se repitiera.

Sudaba y sus manos estaban empapadas por lo que repetidamente debía secárselas con una toalla antes de tomar un nuevo naipe y colocarlo en su posición.

Varias horas transcurrieron antes de que una maciza plataforma, compuesta de sesenta cubículos, estuviera lista para soportar la docena de escaleras/puente que conectarían los once niveles proyectados en la estructura. Cuando empezó la segunda fase de construcción sus ojos enrojecidos no lograban mantenerse abiertos, pero se obligó a continuar.

Del exterior de la habitación no provenía ningún ruido. La residencia debía estar vacía. Agradeciendo el prolongado periodo de paz, empezó la tercera y última fase. Se secó el sudor de la frente y de las manos y se abrió la camisa hasta el tercer botón.

Del exterior de la habitación no provenía ningún ruido. La residencia debía estar vacía. Agradeciendo el prolongado periodo de paz, empezó la tercera y última fase. Se secó el sudor de la frente y de las manos y se abrió la camisa hasta el tercer botón.

A pesar del uso de las pinzas, el plástico de los naipes había cubierto sus dedos con microcortes en los cuales proliferaban pozas microscópicas de sangre. El ardor era intenso. Nataniel no lo notaba.

Después de doce horas sólo quedaba una pila de ases. Empezó a colocarlos en el castillo que ya ocupaba casi toda la superficie de la mesa. El coloso adoptaba su forma final.

Cuando colocó la última carta del onceavo nivel sintió que un estallido largamente reprimido retumbaba en sus entrañas. El pulso se disparó y la temperatura de su sudor caló.

Simultáneamente activó el cronómetro y dio vuelta a la clepsidra.

Fue automático. El polvo que había deambulado sobre la mesa permaneció estático y, con éste, también lo hizo la hebra roja a la cual pidió el deseo. Al no encontrar ninguna vía de escape durante la ausencia de Nataniel la hilacha no había tenido más remedio que permanecer en la habitación.

Dentro de la clepsidra ni un solo grano de arena se movió.

Nataniel quiso gritar. La euforia era un sentimiento desconocido para él. Quiso arrancar de las paredes todos los diseños que le habían conducido al fracaso y devorarse el pliego donde había trazado el plano de la eternidad. Quiso abrir la ventana y decirle a aquel mundo indiferente que continuaba puntualmente su marcha sin preocuparse por él que lo había vencido. Que había encontrado la manera de vivir al margen de él y de sus leyes.

Pero se contuvo. Las gotas de sudor sobre su piel lo revestían con una película pegajosa y el cansancio que durante más de doce horas reprimió, enredaba sus pensamientos.

Sintiéndose cobijado por su logro, Nataniel se acurrucó sobre el sleeping y contempló su obra.

El tiempo congelado es mucho más bello que el tiempo que fluye dentro de su curso. El sonido que hacen los segundos cuando transcurren es imperceptible para el oído humano. Pero cuando éstos interrumpieron su circulación, Nataniel percibió el silencio en su estado más puro y por primera vez, haber experimentado paz.

Pero con la paz llegó la somnolencia y, envuelto en el sleeping, Nataniel cayó en un profundo sueño.

El castillo # 26 se mantuvo erguido. Una constelación inmóvil de partículas de polvo coronaba sus arcos, puentes, escaleras y frisos.

Relatividad

El cronómetro registraba la hora 23 cuando un crujido hizo eco en la habitación. Flora abrió la puerta. Alrededor del cuello llevaba una bufanda de lana roja de la cual se desprendían varias hilachas. Una rendija de escasos milímetros le permitió deslizar la mira de su cámara Polaroid y, como lo había hecho con los castillos anteriores, capturó una imagen.

Pero, una vez más, el flash del aparato se disparó accidentalmente.

Los párpados de Nataniel fueron acribillados por el repentino destello. Cuando los abrió y descubrió a la muchacha perdió el control.

Una parálisis helada le recorrió el cuerpo y la mente a medida que una desagradable certeza se apoderaba de él.

Nunca hubo ninguna fuerza sobrenatural.

Sólo estaba Flora y ese estúpido aparato.

Las palabras se atoraron en su garganta y el pecho le ardía. El ardor prendió fuego a su mirada y eso fue suficiente para que la muchacha, aterrada, saliera de su sorpresa y se diera a la fuga.

Nataniel se incorporó velozmente. Flora había destapado en él la rabia reprimida de toda una vida: el rechazo durante la escuela primaria, las burlas y la crueldad del colegio, el aséptico aislamiento de la universidad, la soledad…

Dio una zancada y alcanzó la puerta. El movimiento provocó que el castillo # 26 se desplomara. Las cartas se precipitaron y cientos de corazones negros cayeron sobre la mesa como una lluvia de diminutas y puntiagudas dagas. Un nuevo alud se desató dentro de la clepsidra.

Aunque corrió con todas sus fuerzas no pudo alcanzar a Flora, quien abandonó la residencia en alguna dirección que le fue imposible adivinar.

La calle estaba vacía y pocos autos la recorrían. No había peatones que pudiera interrogar, sólo una bandada de hojas secas que el viento arrastraba sobre los tejados. El cielo ocultaba el perfil de los edificios y la desembocadura de la calle de donde provenía el aullido de un perro. Era de madrugada.

Furioso, dolido y con su antojo asesino sin complacer, Nataniel emprendió el camino de vuelta a la residencia.

La calle estaba vacía y pocos autos la recorrían. No había peatones que pudiera interrogar, sólo una bandada de hojas secas que el viento arrastraba sobre los tejados. El cielo ocultaba el perfil de los edificios y la desembocadura de la calle de donde provenía el aullido de un perro. Era de madrugada.

Allí, primero dudó. Luego, impulsado por un torrente de adrenalina atravesó el extenso corredor que separaba su habitación de la de Flora y abrió la puerta.

Por la ventana entraba la oscuridad lechosa del amanecer y Nataniel, al ajustar su visión a las escasas condiciones lumínicas, descubrió cientos de hebras rojas —todas provenientes de la bufanda de Flora— flotando sobre el escritorio, la estantería, el armario y sobre media docena de osos de felpa que lo observaban desde la pequeña cama de una plaza.

Se aproximó al más chico con la intención de desmembrarlo. Pensaba que cuando removiera la peluda extremidad un poco de justicia se habría hecho. Lo agarró por el lazo del cuello pero en ese momento una corriente tibia estremeció su cuerpo provocando que lo soltara.

El aire de la habitación de Flora ingresaba a sus pulmones a chorros. Era ligero. Lo ‘levantaba’. Incluso, el aire de la habitación de Flora pareció aliviarle de algún extraño malestar que, hasta ese momento, él no supo que padecía.

Miró a su alrededor. Junto al oso que se salvó de ser descuartizado había un montoncito de fotografías instantáneas. Nataniel las tomó. A medida que las analizaba se elevó la temperatura de su piel, de su sangre y de su cerebro. Todas las imágenes habían sido etiquetadas con marcador negro y algunas, incluso, tenían pequeñas observaciones:

Diciembre 4, primer castillo (Estructura piramidal simple). Diciembre 7, tercer castillo. Diciembre 13, cuarto castillo (¿Pisa?). Diciembre 24, décimo cuarto castillo 14 (¡La Relatividad!). Enero 2, vigésimo castillo…

De repente recordó haber visto en sueños la silueta de una mujer junto a su puerta. Recordó haber escuchado cómo crujía el suelo de madera del corredor. Recordó el flash el día de la destrucción de la primera clepsidra. Recordó la hebra de lana roja a la cual, el día anterior, le pidió un deseo. Recordó y sintió que le faltaba el aliento.

La furia de Nataniel se transfiguró. ¿Cómo no lo notó?

Un débil aroma impregnaba la atmósfera. En ella reconoció el sabor del aire que se regaba por su habitación cuando un castillo se mantenía en pie, sabor que él confundió con el de la eternidad.

Ahora conocía el experimento que paralelamente Flora llevaba a cabo. Un experimento que, a diferencia del suyo y sin proponérselo, logró capturar un instante y volverlo eterno.

Dejó las fotografías donde las había hallado y pescó una de las hebras rojas del aire. No pidió ningún deseo. En cambio, salió a la sala de la residencia donde se sentó en el gran sillón anaranjado que flanqueaba la puerta de entrada y se dispuso a esperar por Flora hasta que fuera necesario. Después de todo, ya estaba despierto. ®

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Publicado en: Enero 2012, Narrativa

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