La fascinante odisea de Pixar

I. ¿Qué hicimos para merecer a Disney?

Replicante publicará desde esta edición todos y cada uno de los instantes de la gran odisea de Pixar, y quizá nuestro lector, que vivió esos instantes también, encuentre el porqué ese cine redefinió el término del entretenimiento infantil en Occidente.

A los genios tras la compañía Pixar no les llaman así gratuitamente. En donde una vez los Estados Unidos vivieron con la visión de los cuentos de hadas de Walt Disney, John Lasseter y compañía decidieron reelaborar la historia, respetando la fantasía que puede hacer al niño crecer con un correcto equilibrio mental y arrumbando en el ático la pureza inmaculada de Bambi, que asaltó los ojos de millones de personas y marcó con sus chantajes y ñoñas moralejas republicanas la psique y los pensamientos de las nuevas generaciones.

Lejos queda de ser expresado, o siquiera insinuado, el lado torvo y oscuro de los cuentos de hadas; la maledicencia que les dio origen se basa en el mito, en los pasajes que ya no tienen mucho sentido para la gente de la era contemporánea, pero su esencia se pierde por completo en las reelaboraciones de la megalomanía disneyana: despojadas de lo que podría ser su basamento para dar a conocer versiones acomodaticias, de fácil digestión: sostener la “pureza” y la “inocencia” del niño como un último reducto antes de que se convierta en adulto, como si el convertirse en adulto sea el fin de la época de la imaginación y no la continuación de la gran aventura. Nauseabundo.

Eso es Disney: es un mundo mágico en donde cualquier experiencia que asemeje algo de la realidad queda desterrada, y nadie diría nada si la realidad no nos fuera mostrada después por las prácticas infames de la compañía, con su corporativismo inhumano y su hipócrita anuncio: “Disfruta de Disney World mientras creces, luego tendrás una probadita de lo que es el jodido mundo real”. Un mundo real en donde la compañía Disney probablemente aporta más anualmente al complejo militar estadounidense de lo que se puede llegar a calcular. Y si el lector piensa en los menores cuya “inocencia” se ve mancillada en las zonas de guerra del tercer mundo podría pensar en que Disney es uno de los responsables indirectos por contribuir a poner un arma en las manos de esos pequeños.

En esos dos polos orbita el encanto maldito de Disney. Pero lejos de un análisis sociológico y económico del funcionamiento de la compañía Disney centrémonos en su deplorable práctica de la destrucción del valor de las historias clásicas. En donde la experiencia humana otorga algo de luz, pero también de podrido ingenio, Disney siempre ha resaltado el inmaculado discurso (podríamos decir heredero de la tradición judeocristiana occidental en donde el mal debe ser desterrado para buscar la pureza), trastocando y traicionando el encanto del original en turno. Ese proceso es como el de un padre moralista que no emprende el relato como debe ser “porque sus hijos no lo entenderían”, mellando con esa “buena intención” el concepto que se puede tener de los públicos infantiles. Esa es la catástrofe de Disney.

Sí, esa imbécil invitación a convertir todo en una montaña rusa, en una atracción en el parque, en donde al menor aviso vendrá un enorme ratón a estrechar nuestra mano, recordándonos que mientras estemos dentro de la influencia de esta microesfera no tenemos absolutamente nada que temer —ni en qué pensar. Ni que meditar. Ni por qué estar tristes. Y maldecirlo está prohibido (o sea, ¿dónde quedaron los sentimientos humanos?) Es como el escape de lo ilusorio, pero recomendable y permitido, como la lobotomía que sí se autoriza para todo público, como el primer paso en el mundo de las drogas, las drogas tomadas como un escape, para ocultar algo (la realidad, el mundo y su lucha diaria) que no se va a ir por más Plutos o Donalds que apilemos en la puerta.

El escapismo de Disney puede ser desde cierto punto de vista necesario: el último edén de la inocencia de ser niño y ver sólo nubes de algodón y edificios de caramelo. Pero queda a discreción de los pedagogos si ese ocultamiento en el escapismo de Disney no es también en la actualidad una forma de adoctrinamiento, el primer decidido paso al conformismo, al conservadurismo y la pasividad social.

El escapismo de Disney puede ser desde cierto punto de vista necesario: el último edén de la inocencia de ser niño y ver sólo nubes de algodón y edificios de caramelo. Pero queda a discreción de los pedagogos si ese ocultamiento en el escapismo de Disney no es también en la actualidad una forma de adoctrinamiento, el primer decidido paso al conformismo, al conservadurismo y la pasividad social, que afortunadamente el grueso de la misma sociedad estadunidense comienza a no ver como su realidad inmediata (pues las crisis los han obligado a abrir los ojos), ni como la situación aspiracional de sus hijos.

En el otro grado de análisis podemos elucubrar la idea de Disney, decidida a no crecer junto a los hijos a los que mostró su extraordinaria animación. Es como si ese romanticismo que apreciaron nuestros padres, y aun nosotros, permaneciera siempre como el mismo sentimiento, y ése es el mayor error de la Casa Disney.

Es decir, los niños siempre serán niños, pero lo que está alrededor no, los entornos y las ideas cambian, quizá ésa es la metáfora tras el duelo entre Woody y Buzz en Toy Story, el que ese entendimiento del mundo se modifica y el cambio es positivo (hasta la canción “Strange Things” de Randy Newman lo cristaliza en esa película).

Piense en el Disney anterior a The Lion King (1994) como una ventana a la era de Jimmy Carter, con ese mundo de cartón construido para la enajenación; casi como si el imperio yanqui aún no contemplara en el espejo la realidad que el mundo ya había visto desde la Guerra de Vietnam: Estados Unidos no sólo es una hamburguesa cuarto de libra con queso, también es un niño agonizante rociado con napalm.

Como tal, la moral republicana de los cincuenta seguía exaltando esa idílica imagen del estadounidense sin reparar en cómo el mundo cambiaba a su alrededor.

The Lion King señala a Disney comenzando a entender la necesidad de que el discurso de sus filmes saliera del dogma establecido por el polémico Walt Disney, con sus coqueteos al fascismo y al orden de mano dura, un mundo en donde jamás supimos cómo concibieron hijos Mickey y Minnie, como si esa misma actividad de procreación de la especie estuviera vedada, con esa pedagogía de ocultar todo en aras de sustentar el reino mágico, que no es otra cosa que el edén judeocristiano paganizado.

Como si la infinita gama de colores que hacen a la especie humana estuviera proscrita de este mundo, y si a alguien se le ocurriera protestar la respuesta sería simple, incluso esgrimida por nosotros: “Es que ya no eres niño y no entiendes”, o sea, que ya no es para nosotros ese mundo, como tal.

En The Lion King la historia de Simba resuena con un dejo de Shakespeare, con todo lo que eso involucra (el baño de sangre reglamentario, la muerte de Lear y la venganza a la Otelo), todo junto. Y la persona de un formidable villano al que da vida la voz de Jeremy Irons en una historia original que se asemeja exactamente a la lucha presente en el mito: la jornada del héroe en las pruebas iniciáticas que le forman, que forman al Rey.

Tal aventura prendió nuevamente en la imaginación de millones de niños porque es precisamente el entendimiento: Disney conseguía comunicarse con un público al que descuidó por décadas, al que no vio crecer, que le soltó de la mano, y que dejó de escuchar en provecho de cultivar una imagen y un discurso que a estas alturas nadie estaba dispuesto a creer, más que ellos. Walter Disney había muerto en 1966.

Es el momento en que Disney prácticamente sacó sus manos de los proyectos (también viendo lo poco redituable que era el que metieran su absurda ideología en el filme en turno) y con una previsión mercantil entregaron varios proyectos a jóvenes con una gran visión y un deseo de cambiar todo. Disney siguió atribuyéndose la firma de esos productos, cuando sólo los distribuían en la realidad. Ellos siguieron con sus Pocahontas (1995), Tarzán (2000) y sus Chicken Little y ahí seguirán.

Es el momento en que Pixar llegó a nuestras vidas. 1995, con la salida de Toy Story que llevó a los largometrajes animados (en este caso el primero de la historia realizado completamente por computadora) a un nivel de narrativa, estilo y ambición que en verdad sólo los largos de animación japoneses habían logrado.

Fue Pixar la que cargó con el fardo de dotar a la casa de Disney de nuevas ideas, y hábilmente se reconocía que los estudios californianos de Pixar separaban su obra del de la casa Disney en muchas formas, la más importante es el tratamiento y un estilo que comenzaría a impregnar no sólo los filmes de Pixar sino los de los estudios de la competencia.

Fue Pixar la que cargó con el fardo de dotar a la casa de Disney de nuevas ideas, y hábilmente se reconocía que los estudios californianos de Pixar separaban su obra del de la casa Disney en muchas formas, la más importante es el tratamiento y un estilo que comenzaría a impregnar no sólo los filmes de Pixar sino los de los estudios de la competencia.

Pero nada dura para siempre, y mientras Pixar comenzó a superarse en cada filme Disney no tuvo otra respuesta más que seguir su versionado de las grandes historias de la humanidad. El colmo de los colmos fue su adaptación tan desafortunada del mito de Hércules. Un Hércules que usaba tenis Nike, se llevaba de a cuartos con su padre Zeus, escuchaba a unas musas afroamericanas cantándole gospel, amaba a su madre Hera (como si no fuera ella con su revancha sobre los “bastardos de Zeus” quien forma a Hércules como héroe, precisamente), contando la historia con el mismo dejo de anquilosamiento de antaño, vedándole a los niños el entrar al sórdido pero fascinante mundo de la mitología griega, volviendo predecible y aburrido lo que por definición no lo es, y jamás lo será.

Es como si Disney entendiera que hablar a los niños es hablar a idiotas de atar, es ocultar el mundo para que sólo tengan una pequeña probada de él (y la selección de aquello que queramos que vean es una manipulación que no fomenta más que la formación de niños autómatas), para que sólo vean aquello que conviene, que no los “hiera” o los “desvíe”.

Si bien Hércules en versión de una película infantil animada no podría ir tan lejos como para mostrar el despedazamiento que hace de su familia en el mito; de lo que hablamos es de nula creatividad y del subterfugio de la salida fácil, de depredar los grandes instantes de talento de la humanidad sin emerger con historias propias que sintetizaran lo que se halla en esas obras.

Como los grandes cuentos de los Grimm funcionaron en el pasado, la fórmula Disney, con su pasividad y mentecatería no apela a crear un ardite sino a ideologizar a infantes que están en proceso de formación. Y peor aún, arruinando de pasadita gran parte de las obras literarias del genio humano.

Es donde el ocultamiento y mezquino accionar de Disney da mucho de qué hablar, porque ¿hasta dónde se trata de un paseo con cinturón de seguridad para el niño el ver esa película y hasta dónde se suaviza y descontextualiza todo para evitar que cualquier instante de reflexión llegue a él sólo porque es niño, y por ende (para Disney) un imbécil?

¿Son idiotas los niños? Para la casa Disney (que incluye entre sus boberías películas con perros deportistas y animales parlanchines casi igual de estúpidos que un adulto completamente alienado) sí, que tenía una agenda muy distinta a la de los estudios Pixar; ése era el meollo, seguir condenando a generaciones enteras con sus retoques absurdos a El jorobado de Nuestra Señora; su visión falta del exotismo de Aladino de Las mil y una noches, era casi como preguntarse de qué despensa sacará Disney su próxima historia: es decir: ¿qué universo ficcional, horizonte de la imaginación impar e instante invaluable de la cultura universal despojará a continuación de su sentido y de su riqueza para entregarnos más de su estúpido mundo idílico?

Es donde Pixar salvó de la perdición y ruina financiera a Disney, y para fortuna de los que nos ha tocado esa era, también salvó la mente de millones de niños, poniéndolos a soñar, sí, cediendo a la antropomorfización de animales y objetos inanimados, readaptando alguna que otra fórmula, como las canciones dentro del filme, sí, pero para contar historias originales, que no mienten desde esa óptica disneyana de la manipulación doctrinaria e hipócrita, sino que demuestran el valor de la niñez, pero no como el último reducto de la inocencia que se perderá para siempre, sino como el comienzo de la gran aventura: con amarguras, sonrisas, caídas y cicatrices; la belleza y adversidad que se agazapa tras de cada minuto de la vida.

Esta revista comentará desde esta edición todos y cada uno de los instantes de la gran odisea de Pixar, y quizá nuestro lector, que vivió esos instantes también, encuentre el porqué ese cine redefinió el término del entretenimiento infantil en Occidente; por qué algunas de esas cintas marcaron un antes y un después de lo que se puede decir en el cine para los grandes públicos y por qué aún seguimos entristeciendo cuando Buzz Lightyear descubre que es un juguete, como todos estamos obligados a hacerlo, tarde o temprano. ®

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Publicado en: Cine, Marzo 2012

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