La guerra florida de octubre

Portishead en el Corona Capital

Transcurrió una década para que Portishead grabara nuevamente un disco de estudio. En 2008 apareció Third y con él resurgió la esperanza de varias generaciones de volver a verlos sobre un escenario. Así, la cita fue precisada: 15 de octubre de 2011. Distrito Federal. Corona Capital.

Para la india Carlota de la Piedad

I

Portishead en el Corona Capital

Dummy es el nombre de una cicatriz definitiva en la memoria de la música contemporánea. Aunque el nacimiento del disco fue en 1994, al escuchar la voz de Beth Gibbons el precedente obligado era Janis Joplin —que hacía el amor con miles de personas en una noche para después irse a dormir sola, según versa la tradición oral—, así como la celebración a la emotividad desnuda de una voz; pero ahí estaba también el fantasma de Billie Holiday, como una herida viva, punzante e ineludible.

La estructura musical de Dummy era tejida por el talento de Adrian Utley, guitarrista formado en el jazz e influenciado por las composiciones de Ennio Morricone así como por la estética del cine noir de la década de 1960; Geoff Barrow, productor visionario y siempre curioso, era el tercer arquitecto de ese concepto impregnado de misterio. Portishead había articulado un nuevo camino en la vanguardia musical que tomó al mundo en la vulnerabilidad febril de fin de siglo.

En 1997 apareció la obra homónima del grupo y un año después un disco en directo desde el recinto Roseland en Nueva York. Transcurrió una década para que Portishead grabara nuevamente un disco de estudio. En 2008 apareció Third y con él resurgió la esperanza de varias generaciones de volver a verlos sobre un escenario. Así, la cita fue precisada: 15 de octubre de 2011. Distrito Federal. Corona Capital.

II

El caprichoso sol capitalino de ese sábado orillaba al cuerpo a hidratarse, pero el líquido —fuera de cebada o natural— estaba bajo el auspicio de uno de los más grandes y vampíricos emporios cerveceros del país: los precios evidenciaban un exitoso robo en despoblado. Sin embargo, para los asistentes, todo esto no fue más que una prueba de resistencia, ejercicio de disciplina y preparación para lo que sería el ritual anhelado. Grupos como El Columpio Asesino, Wavves, These New Puritans, Mogwai o M83 ofrecieron actos que hicieron olvidar ese lucro desleal por parte de los organizadores.

Finalmente llegó el momento de la procesión hacia el Escenario Capital, el lugar indicado para la reunión. Tumultos y agitación fueron los obstáculos, sorteados con la serenidad de quienes presentían un huracán o la explosión inminente de una estrella cercana. Todos miraban el reloj y el tiempo parecía transcurrir como lo haría en alguna otra dimensión de realidad para tensionar el éxtasis de la ceremonia.

Abandonado al momento extático, el público levantaba cámaras y celulares para intentar apoderarse de esa ruptura en el fino tejido de la realidad. La vibración de la voz adquirió la forma de una niña tímida, perdida en un maremágnum oscuro. La mujer en el escenario, retraída y abrumada, no lograba articular más de tres palabras de saludo; ante la imposibilidad, encontró un reducto en las palabras y la música.

Sin tomar conciencia plena de cuándo y cómo sucedió, de pronto la noche se sostenía sobre un frágil hilo de voz, como un equilibrista que continúa con su acto a pesar de visualizar privilegiadamente su propia muerte. Por momentos, esa voz tomaba la forma de un fantasma melancólico y solitario, cuyo ulular anudaba inevitablemente la garganta de miles de cuerpos frente a él. Un silencio obligado era el preludio al aplauso y los gritos que celebraban una sola presencia, misteriosa por su calidez de abismo femenino: Beth Gibbons.

Abandonado al momento extático, el público levantaba cámaras y celulares para intentar apoderarse de esa ruptura en el fino tejido de la realidad. La vibración de la voz adquirió la forma de una niña tímida, perdida en un maremágnum oscuro. La mujer en el escenario, retraída y abrumada, no lograba articular más de tres palabras de saludo; ante la imposibilidad, encontró un reducto en las palabras y la música.

Como en todo acto ritual de esa naturaleza, la audiencia exigía más a quien arriba se desnudaba religiosamente por medio de la voz, como lo haría una santa en su pasión de muerte, abandonada al sacrificio público de los leones hambrientos, por propia voluntad.

Luego de una interpretación febril y vulnerable de “Wandering star”, sólo acompañada por la guitarra de Adrian Utley, los gritos pedían “Cowboys”, “All mine” o cualquier otra nostalgia; exigían más leones en la arena. La respuesta: “Machine gun” y la rabia de su percusión y sus sintetizadores punzantes, como golpe mortal en la cabeza; los visuales en color rojo y una mujer desmayada fueron el condimento definitivo.

Como dictan las reglas ancestrales de la ceremonia, una despedida honesta no fue suficiente para el público mexicano y Portishead volvió para regalar “Roads” y “We carry on”. Beth Gibbons, desenvuelta y sonriente, se ofreció a la cercanía de la hoguera colectiva para cauterizar una herida que su voz infligió en la noche. En ese momento, muchos se encontraban imposibilitados para aplaudir o gritar la euforia final; suplementariamente, la cortesía fue pagada humildemente con lágrimas o silencio.

III

La multitud, al disiparse, reveló un campo de batalla rayano en el surrealismo: un tapiz de todo tipo de basura y objetos inverosímiles, regados como armas abandonadas. No era ocioso imaginar, y menos en el corazón sangrante y complejo de México, que repentinamente los pies se toparían con el cuerpo sin vida de un guerrero azteca sacrificado en las hojas afiladas de obsidiana, y su alma todavía de pie junto a él: fue una especie de guerra florida actualizada por nuestra generación, en una ceremonia cuya única condición fue la entrega voluntaria del espíritu vital.

Los sobrevivientes, en grupo o solitarios, regresaron a casa, transitando lentamente por las raíces dulces de la ciudad, sin mirarse unos a otros ni a su alrededor. Regresaron con la única encomienda de narrar lo sucedido, con la tristeza de lo irrepetible tatuada en el rostro; la conciencia, lúcida y amarga, de que la articulación de palabras sería para siempre ineficaz y traicionera. ®

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Publicado en: Música, Noviembre 2011

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