La imagen absoluta

Del PowerPoint al Photoshop

Zanjar disputas mediante una imagen en tiempos de photoshop no sólo es vulgar, sino también naïf y de poco alcance para una causa verdaderamente democrática. Es deseable que ante cualquier panfleto uno se pregunte, como lo hizo Walter Benjamin, por qué “una simple réplica de la realidad nos dice sobre la realidad menos que nunca”.

¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable? “No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía”, se ha dicho, “será el analfabeto del futuro”. ¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos?
—Walter Benjamin

La desconfianza ciega de quien observa…

© Nick Ut

¿Existe la neutralidad en la imagen? No, porque las imágenes no existen allende de quien las hace emerger, de quien las consolida dentro de un marco en el que la selección de una determinada porción del mundo elimina otros factores contiguos. Una imagen nunca puede relatarnos algo de manera inocente dado que su existencia misma exige la parcialidad.

Como la mirada misma, no hay lente que no tenga que reducir su percepción a una parcela demasiado estrecha, limitante, selectiva. El buen fotógrafo, por ejemplo, sabe que entre más particularice el acercamiento a sus objetivo más puede incidir en una insospechada revelación, en mirar de otro modo, torcer la obviedad de las cosas para hacer evidente la verdad de la fotografía: a la vez que devela nuevas realidades, mientras pluraliza el universo de lo observado, está destruyendo también la credulidad en un paradigma objetivo e irrebatible. En su fidelidad, la fotografía traiciona la idea de que relata al mundo de manera unánime.

Al contemplar una imagen que por inusitada nos hace transitar por el asombro, bien podemos preguntarnos si lo que vemos no rectifica la imposibilidad de conocerlo todo, de toparnos de frente con la irreductible frontera de lo humanamente posible.

Pero este impulso no es natural, por el contrario, exige un desapego demasiado consciente de la imagen frente al observador. Es imperioso primero tomar una distancia, desdoblarse y asumirse como espectador que percibe un algo que no está dado en sí; es decir, contemplar el factor mecánico, artificial y, sin embargo, fascinante y contundente de la fotografía allende a su facilidad de ser percibido. Toda fotografía traiciona en su relativa inocencia.

Todo fotógrafo imprime pautas, cadencias, sentencias a su propio trabajo. Entre las numerosas diapositivas que toma selecciona una, la más contundente, la de mayor tensión visual, la que gracias a una afortunada coincidencia lumínica exclama con furia un discurso insospechado.

Asegura Susan Sontag que “las fotografías procuran pruebas. Algo que sabemos de oídas pero de lo cual dudamos, parece demostrado cuando nos muestran una fotografía”. Arguye la ensayista que esto se debe a que parece que toda fotografía entabla “una relación más ingenua, y por lo tanto más precisa, con la realidad visible que otros objetos miméticos”. En otras palabras, la frialdad técnica, el distanciamiento que un proceso de revelación químico genera sólo nos hace confiar más y más en algo que, a diferencia de nosotros los humanos, máquinas falibles y traicioneras, por su artificialidad es más fiel que cualquier narración.

Pero la ensayista estadounidense, párrafos más adelante, confirma el giro preciso y mortal que nos debe hacer sospechar de toda imagen. Todo fotógrafo imprime pautas, cadencias, sentencias a su propio trabajo. Entre las numerosas diapositivas que toma selecciona una, la más contundente, la de mayor tensión visual, la que gracias a una afortunada coincidencia lumínica exclama con furia un discurso insospechado.

La anécdota de la fotografía de la niña de Vietnam, obra de Huynh Cong Út, conocido como Nick Ut, cuenta que tras el feroz ataque estadounidense los habitantes de la población Trang Bang salieron corriendo debido a las altas temperaturas producidas por las bombas de napalm arrojadas. Varios fotógrafos estaban frente a ese espectáculo pero sólo uno tuvo la oportunidad de tomar la foto que, según él mismo, terminó con el conflicto armado. Él asegura haber tomado muchas tomas de la desaforada y dolorosa carrera de la niña. Seleccionó una. Con tal decisión logró lo que muchos discursos no pudieron lograr. Lo interesante es que tal selección, a la vez que confirma la potencia visual de la toma también puede evidenciar su carácter manipulable, es decir, todas aquellas diapositivas que salieron erradas, fuera de foco, con un encuadre defectuoso no tuvieron ni tendrán, en su carácter de simulacros, la misma fortuna que la “verdadera y única” foto que ha pasado a la historia.

Una imagen no es, pues, un fragmento aislado. La fuerza con la que irrumpe obliga a mirar, a no distraerse, pero también a abrir un paréntesis y preguntarse qué nos está diciendo entre líneas dado que en la enunciación que la fotografía nos presenta, también hay un discurso oblicuo que debe ser descubierto.

No discutas, mira…

Les 400 farces du Diable (1906), de Georges Méliès

En las múltiples expresiones que presenciamos en internet, una de las que más éxito ha tenido es la de los bulos u oaxes, en inglés. Engaños no necesariamente malintencionados aunque, muchas veces, francamente ofensivos a la inteligencia. No preguntaremos cuántas veces alguien ha recibido el correo ya célebre que anunciaba el inminente cierre de Hotmail, peor aún, preguntaremos ¿cuántas veces usted u algún conocido lo ha reenviado? Porque en ese misterio no resuelto, sólo atribuible a dos cosas: la imbecilidad y la falta de memoria, uno puede entender por qué sigue circulando por la red pese a las tantas veces en que ha sido desmentido.

Pero ese tipo de engaños pertenecen, no obstante, a décadas ya pasadas. Lo de hoy es el fervor por la imagen, específicamente, por la imagen que se proclama irrebatible. Un meme, en Facebook, quiere ser más contundente, por la obviedad de las imágenes que cualquier discurso argumentado.

Sin embargo, el furor por la fotografía como prueba, juez y dictamen tampoco es nuevo. La fotografía ya nos ha regalado preciosos engaños como aquel trucaje de una oscura mancha con forma de bastón, en un todavía más oscuro fondo, que según la fervorosa creencia de los convencidos no era otra cosa sino la cabeza de Nessie, el monstruo del Lago Ness, en Escocia. El problema es, para ser precisos, que sólo los convencidos podían ver el largo cuello de un dinosaurio, mientras que el resto de los mortales apenas si veían una manchón indefendible. La prueba, como dice Sontag, está ahí, el punto es que se necesita mucho más para tener un argumento sólido. Un montaje de imágenes se dice más certero que cualquier análisis. Para qué discutir, nos dicen, si la imagen lo dice todo.

La fortaleza de las imágenes se afina a la par que el arte encargado de hacerlas manipulables. Ahí está Georges Méliès, contemporáneo de los hermanos Lumière para demostrar que el afán de crear mundos alternos es consustancial al deseo de retratarlos “fielmente”. Frente a la pasividad de los segundos, la imaginación activa del primero hizo posibles viajes a la luna, bailes infernales, cuerpos sin cabeza y cabezas sin cuerpo para maravillar al espectador mediante un engaño amistoso, una fantasía animada. La manipulación de las imágenes no es, por tanto, un fenómeno reciente ni tampoco ha sido sinónimo de perversidad en todo momento.

Debido a su impacto en la transmisión de mensajes, las imágenes, no necesariamente fotográficas —baste recordar la iconografía religiosa como catecismo visual para los no ilustrados— gozan de multitud de posibilidades para ser explotadas. Es claro que si, además, combinamos una imagen con un texto reforzamos el poder de la emisión. Los periódicos, por ejemplo, encontraron en el pie de página un correlato para identificar, encuadrar, especificar toda imagen. Algo que, de la misma forma que el título en un cuadro, puede servir para acentuar la intención del mensaje que se presenta. Se puede ser irónico, puntual, incisivo o vago con el pie de foto preciso. Al igual que en el arte del encabezado, si se es lo suficientemente inteligente, se pueden dar grandes sesgos interpretativos gracias a una línea sugerente que acompañe a cualquier imagen. La confluencia, insistimos, es demasiado extensa y compleja de describir. Implica una historia que comprende desde textos litúrgicos medievales hasta las viñetas de los cómics, la publicidad, por supuesto, es una de las más grandes, sutiles y vanguardistas expresiones de este matrimonio.

Una imagen dice más que otra imagen…

No hay mayor descaro que el ejercicio publicitario de carácter electoral y político. Roland Barthes señala que “en la medida en que la fotografía es elipsis del lenguaje y condensación de un ‘inefable’ social, constituye un arma antiintelectual, tiende a escamotear la ‘política’ (es decir un cuerpo de problemas y soluciones) en provecho de una ‘manera de ser’, de una situación sociomoral”.

La palabra clave aquí es la irracionalidad a la que alude Barthes, es decir, a una pauperización discursiva. Se deja de lado el sustrato esencial a toda negociación, las razones, para apostar todo a un ejercicio de montaje, las imágenes.

Ahora bien, esto no sorprende, pues ese mecanismo ya ha sido utilizado tantas veces que es fácilmente perceptible, o al menos se reconoce un cierto juego ya bastante cansado. Lo novedoso no es su constante reformulación, sino la apropiación que en las redes sociales se ha dado de ese efecto. La imagen que se construye, manipula y altera no es nueva, sí, por el contrario, la facilidad para crearla.

Si en los años ochenta el PowerPoint era la sofisticación empresarial, trasunto de lección escolar y, sobre todo, conducto transmisor de enorme acceso a todo mundo. Ahora, todo eso, lo puede lograr cualquier persona con otro programa, el Photoshop, que manipula libremente aquello que creíamos en esencia verdadero.

El PowerPoint, inventado allá por 1987, tuvo un gran éxito gracias a que podía hacer más llevadera la fusión de textos, sobre todo breves y concisos, con imágenes que sirvieran para dotar de mayor relevancia a la presentación. Los empresarios, académicos, burócratas y estudiantes encontraron que un PPT era mucho más profesional y contundente, pese a lo precario de su producción, que una simple cartulina con letras a colores y recortes de revistas. Se comenzó a desplazar la argumentación hacia un mecanismo en el que imagen y texto evitaran penosas y prolongadas explicaciones. Una vez más: si lo puedes ver, si resulta tan obvio, ¿por qué habrá de ser necesario cuestionarlo?

Cualquier cosa que tuviera que demostrarse pasaba necesariamente por el tamiz de suaves transiciones de diapositiva a diapositiva. Ahora en cambio, la velocidad ha exigido algo todavía más irrebatible. En cierto modo, un PPT exigía un desarrollo más o menos lógico. Incluso en sus más nefastas y asquerosas utilizaciones, recordemos las presentaciones de PowerPoint con mensajes religiosos o de superación personal, había un proceso de encadenamiento para llegar a la revelación trascendente.

Ahora, en cambio, un photoshop malamente ejecutado puede inclinar la balanza para un lado o para otro en las batallas por el rating político. La superposición de dos o tres planos manda al carajo cualquier intento de lectura crítica. Cómo criticar algo que por su “fidelidad a lo real”, conclusión y punto a demostrar. Las imágenes que se asumen pruebas fieles a favor de cualquier aspirante político, partido o corriente ideológica son, en breve, burdas peticiones de principio. Son el Alfa y el Omega, pregunta y respuesta.

Lo desagradable, lo pavoroso y desmoralizante es que todo ese cúmulo de fotografías manipuladas no sea evaluada como lo que es: una jugada favorecedora sólo para el más vacuo de los discursos, uno por entero ajeno al ejercicio intelectual y, sobre todo, a la búsqueda perversa de la unanimidad.

El chiste, por ejemplo, armado a partir de una tergiversada lógica verbal, como lo dijo Freud, ha dado paso a la imagen pixeleada, sin gracia, más blanda y menos exigente, convertida en el trasunto del ingenio y la inventiva, así como del escarnio y el ataque. Las descalificaciones apenas son lo de menos, como Terencio dijera, cualquier persona sensata podría afirmar a caballo entre el cinismo y la resignación: “Nada humano me es ajeno”; lo vergonzoso de ese despliegue es lo ridículamente torpe de la manufactura de tales bulos.

“Estamos acostumbrados a efectuar, casi automáticamente, una generalización deductiva definida y evidente cuando objetos separados cualesquiera son colocados ante nosotros uno junto al otro. Supongamos, por ejemplo, una tumba y al lado una mujer de luto llorando; difícilmente dejará alguien de saltar a esta conclusión: una viuda”, escribió Einsenstein en Palabra e imagen, y más adelante continúa: “La yuxtaposición de dos tomas separadas mediante el empalme de una con otra se asemeja no a una simple suma de una toma más otra, sino a una creación, porque el resultado se distingue cualitativamente de cada elemento aisladamente”.

En los demasiados “carteles” que circulan, sobre todo, en Facebook, a diario contemplamos la perversión del famoso método de yuxtaposición del cineasta ruso, que si bien afirma no haberlo inventado por completo, sí fue él uno de sus mejores ejecutores. También se pierde la esencia de lo segundo que afirma en la cita consignada. Se olvida que se está creando algo que no es sólo la unión de dos elementos sino algo más que no estaba. En otras palabras, cuando vemos una imagen acompañada de una cita, “reflexión”, condena o loa, tenemos que hacer consciente que lo que está en la pantalla no es un argumento, es más, ni siquiera es prueba alguna. La naturaleza de tal falacia es que sólo prueba lo que proclama, es un monólogo absoluto. Si desde mucho tiempo atrás se hablaba de la idiotización que causa mirar televisión, ¿por qué nadie ahora se ha preguntado el nivel de imbecilidad que hay en cada afiche que circula por internet como Verdad absoluta sobre tal o cual candidato? Acaso porque internet no hace más tonto a nadie, suponemos.

Es preciso desconfiar de las imágenes, cualesquiera que éstas sean. No importa, sobre todo en tiempo tan infames como los que ahora vivimos, que vayan dirigidos contra una u otra ideología. Lo desagradable, lo pavoroso y desmoralizante es que todo ese cúmulo de fotografías manipuladas no sea evaluada como lo que es: una jugada favorecedora sólo para el más vacuo de los discursos, un ejercicio por entero ajeno al trabajo intelectual más detallado y fino pero, sobre todo, a la búsqueda perversa de la unanimidad.

Lo que presenciamos ahora, al margen de quién esgrima las imágenes, finalmente desde todos los bandos el juego es igual de pedestre y ominoso, lo que presenciamos es una guerra en la que los implicados han enmudecido. En lugar de razonar hablando, su mejor táctica consiste en terminar todo asunto mostrando u evidenciando lo que según ellos es obvio. El problema es que mostrar, exhibir pruebas es un ejercicio de engañosa facilidad, de una contundencia que es necesario poner entre paréntesis.

Zanjar disputas mediante una imagen en tiempos de photoshop no sólo es vulgar, sino también naïf y de poco alcance para una causa verdaderamente democrática. Es deseable que ante cualquier panfleto uno se pregunte, como lo hizo Walter Benjamin, por qué “una simple réplica de la realidad nos dice sobre la realidad menos que nunca”. ®

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Publicado en: Junio 2012, Medios

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  1. Y utilizar una palabra con «Naif» es harto pretencioso de su parte…

    Por lo demas, coincido en algunos puntos. Saludos!!!

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