La Matria de cristal

Los Méxicos de Carlos Fuentes y Daniel Lezama

La madre pródiga es el conglomerado pictórico de la historia de México desprovista de veladuras, prohibiciones y nociones de corrección política. Es los distintos Méxicos de los mexicanos, con una identidad siempre en proceso.

Daniel Lezama, La madre pródiga, 2008

Daniel Lezama, La madre pródiga, 2008

El tema de la identidad es inagotable desde cualquier arista. Queda clara, sin embargo, una premisa esencial: la identidad es un concepto que se construye desde lo ontológico y no tanto desde lo colectivo, sino que la noción de lo individual perfila la construcción de lo social y luego ello moldea al sujeto de vuelta. Se trata, por tanto, de una relación simbiótica. Lo anterior se enfatiza porque pareciera persistir, en el caso particular de México, el intento por definir la identidad de mexicana, siendo que las abismales diferencias en el país ponen de manifiesto que lo mexicano se dice en plural. Hay muchos Méxicos. En segundo término, resulta oportuno hacer otra aclaración a propósito de la edificación de la identidad y es que el conocimiento elemental del sujeto se da siempre en la confrontación con la alteridad. Es decir, al encontrarse con el otro, el individuo se percata de su ser y articula su imagen de sí mismo.

Ahora bien, al vivir en Estados Unidos me veo obligada a pensar en mi identidad indisociable de mi nacionalidad. De entre un cúmulo de autores y artistas, casi inmediatamente selecciono a dos para definir ese proceso simbiótico desde mi experiencia epistemológica y ontológica: se trata de Carlos Fuentes y Daniel Lezama. Son ellos dos quienes parecen atemporales, provenientes de la profundidad de la tierra y comunicados con la corteza de ésta, como raíces en constante elongación.

Al avanzar por las páginas de La frontera de cristal de Carlos Fuentes (1995) la lectura se vuelve líquida, fluida y continua; unos personajes se encuentran con otros, se reflejan o reaparecen, aviones y automóviles unen geografías distantes que dejan así de ser distintas. Las nueve historias evocan memorias inmanentes para cualquiera que haya caminado por la Ciudad de México, carreteras, caminos o fronteras. Los contrastes, la violencia, la náusea de la sobrepoblación, las históricas avenidas, casas, lugares y, sobre todo, la gente. Indisociables a la lectura se vuelven también el Tratado de Libre Comercio, las crisis, la devaluación, el desempleo y la acelerada americanización a la mexicana; el patetismo católico, el conservadurismo y el clasismo. Es un texto digresivo y caótico como el rizoma de Deleuze y Guattari [1977]. Lo mexicano se extiende fugaz, conectado en puntos de coincidencia que se disipan nuevamente para dar lugar a un plexo referencial, entre cuyos huecos se cuelan otras líneas y flujos, siempre en plural. Los capítulos que constituyen al libro pueden leerse en desorden, a placer del lector, conectarse entre sí y resistir una revisión aleatoria o inconexa, como si se tratara de nueve miniaturas que coexisten en una cajita de cristal y pudieran ser vistas desde cualquier cara. Es un organismo desorganizado y que transgrede sus propios límites para desbordarse y conectarse con otros cuerpos sin órganos, con otros textos, recuerdos, lugares, personas, acontecimientos históricos e incidentes políticos. Es un texto construido a partir de desplazamiento, ruptura y multiplicidad, como México.

Las mismas conexiones y heterogeneidad tienen lugar dentro del cuerpo del texto, en la cotidianeidad de una época convulsa e hiper comunicada que ha tendido a la disolución de las fronteras geográficas. Así, la capitalina Michelina se encuentra con el norteño Leonardo y viajan a Nueva York volando por encima de Margarita Barroso que cruzaba a diario del Paso a Juárez para supervisar la maquila de electrónicos que se venderían por todo el mundo; en el mismo avión se encuentra Lisandro, quien conoce a Audrey a través de la ventana de un rascacielos. Es decir, Fuentes pone de manifiesto que el rizoma está presente no sólo en el quehacer literario, sino, sobre todo, en la “micropolítica del campo social” [Deleuze, 1977: 3]. Pareciera, pues, que estamos ante una sola historia, con puntos mapeados y unidos a un lado y otro de la frontera. La unión no se da de manera ordenada, sino que se dibuja la cartografía flexible y variable que llevaría a cabo un esquizofrénico piloteando un avión, yendo y viniendo de un punto a otro, sin patrones de control, regulación o institucionalización. El espacio aéreo, el desierto del norte de México, Campazas, carreteras, Ciudad de México, Las Vegas, la colonia Narvarte, Nueva York, la colonia Cuauhtémoc, Las Lomas, autopistas, el desierto nuevamente, montañas, iglesias, Nueva York otra vez, Teotihuacán, El Paso, Ciudad Juárez, la Ciudad de México una y mil veces, Zihuatanejo, Chalco y el río Bravo, mencionados en varias ocasiones se conectan de forma delirante en la novela. Se alternan desterritorializaciones y territorializaciones.

No sólo las geografías se conectan, sino los personajes, ambientes y espacios literarios. Un edificio, una ventana, unos ojos, la frontera norte de México y la frontera sur de Estados Unidos que son juntos la frontera de cristal; la mirilla de una puerta, las luces de la víspera de Navidad en Nueva York, el cristal de una oficina iluminada por la luz matutina del sábado, la nitidez del río, el parabrisas hecho añicos y la ventana baleada: “la luz les era común” [Fuentes, 1995: 195]. Lo que de suyo tienen es la trasparencia, el reflejo, el mirar a través, la prohibición revelada, la transgresión potencial, la evanescencia de los límites y la solidificación de éstos. Se requiere, por tanto, ubicar los puntos de la calca en un mapa y hacerlos explotar, dividirse en puntos de fuga. Leandro Reyes, Michelina Laborde, Leonardo Barroso, Juan Zamora, Rolando Rozas, Margarita Barroso, Gonzalo y Serafín Romero, Marina, Dan Palonsky, Mario Islas, Benito Ayala y José Francisco terminan todos por confluir y huir en el destino trágico que se impone en una frontera conflictiva, sin ley, corrupta, politizada, que se desvanece y que no le pertenece a nadie más que a sí misma, a la geografía que se interrumpe: una frontera a la que “se le olvidó el español, pero nunca aprendió a hablar inglés, de modo que no puede comunicarse con nadie” [Fuentes, 1995: 271].

La identidad es un concepto que se construye desde lo ontológico y no tanto desde lo colectivo, sino que la noción de lo individual perfila la construcción de lo social y luego ello moldea al sujeto de vuelta. Se trata, por tanto, de una relación simbiótica.

Paralelamente pienso en la obra de Daniel Lezama, que es tierra, madre, patria o, como él mismo la llama, Matria deseante, preñada, parturienta, generatriz y devoradora a una misma vez. La pieza La madre pródiga, de 2008, constituye un volcán avasallador del que emerge una especie de historia no oficial de México, ofrecida por Lezama tras la concentración de sus búsquedas formales, intereses y pasiones literarias en una obra que amalgama la totalidad de un imaginario plural de lo mexicano, que halla su común denominador en las pulsiones primigenias de los individuos. De esa forma, Lezama se ha convertido en el productor de uno de los archivos iconográficos más impresionantes que se hayan construido recientemente en las artes visuales sobre México y los mexicanos. Estamos, como en el caso de Fuentes, ante una cartografía que localiza crestas de intensidad, valles de sorda calma, ríos de deseo, lagos de violencia en potencia y volcanes de pulsiones latentes, donde radica la esencia de la mexicanidad vernácula. Lezama identifica símbolos y los convierte en alegorías de una identidad que tiene un origen ancestral pero que se halla en constante construcción. Así, la Virgen de Guadalupe, Juan Diego, Benito Juárez, los niños pintados de volcanes, de muerte o de Piltzintli, Juan Gabriel, las mujeres desnudas como deidades paganas inmemoriales y los hombres que sueñan la escena representada después de la erupción del cuerpo y la explosión de la mente, se vuelven personajes recurrentes a través de los cuales Lezama logra trazar líneas divergentes que tocan los puntos clave de la genealogía histórica mexicana, engendrando un acervo visual inconmensurable. Sus lienzos no poseen, sin embargo, un tufo discriminatorio ni un aire de enaltecimiento del progreso nacionalista, tampoco un ánimo de reivindicación de un proyecto nacional historicista o positivista. En cambio, ostenta una versión atemporal, no oficial y violenta de una historia mexicana regida por el deseo que inevitablemente conduce al individuo a reinventar su identidad y seguir siendo él a través de la experiencia de ser otros.

Es así como la obra bifurca sus consecuencias en dos sentidos nodales. Por un lado, constituye una respuesta anti-didáctica al no ser una pieza apegada a los valores y nociones historiográficos que un libro de texto propondría en los albores del engrandecimiento nacional de los dos hechos que marcaron pero, simultáneamente, colapsaron la historia de una nación herida, fraccionada, empobrecida, humillada, saqueada y violada incansablemente: la Guerra de Independencia y la Revolución mexicana. Paralelamente, se erige como un contra-festejo, que no pretende honrar a héroes oficiales maquillados por la épica tradicional o repetir los ecos historiográficos de un México de malos y buenos, sino que plantea la sensata pero cruda opción de asumir a la Patria como un cuerpo fértil, mil veces vejado y en constante tensión.

Su atemporalidad convierte a La madre pródiga en una especie de baluarte mítico. Algunos factores como la narrativa metahistórica, el carácter alegórico de los personajes principales y el conglomerado de caracteres pertenecientes distintas épocas del pasado nacional remontan a un momento del pasado que jamás existió en la realidad, pero que coexiste en cada instante del presente. Lezama retrata una escena épica que transcurre eternamente en el inconsciente colectivo que conforma a una nación con un pasado inmemorial engrandecido por la modernidad, un mestizaje doloroso, una serie de revoluciones lastimeras y una contemporaneidad convulsa. No se trata de un pasaje preciso representado de forma fidedigna, sino de un acontecimiento en espiral. Es por ello que Lezama se ha referido a la temporalidad de su obra como un “espejo oscuro”, una especie de un instante fundacional mexicano, donde confluyen las alegorías de su historia y se transita del pasado ancestral al presente inconcluso.

La Patria en el centro de la imagen recuerda al personaje alegórico de la Historia que Lezama ha pintado en otras ocasiones, portando la falda tricolor que es una forma de desacralizar el lábaro nacional y con él al pasado oficial, para convertirlos en un bien civil. La madre pródiga es el conglomerado pictórico de la historia de México desprovista de veladuras, prohibiciones y nociones de corrección política. Es los distintos Méxicos de los mexicanos, con una identidad siempre en proceso.

La aurora de Daniel Lezama contempla el caos desde el cielo. Horrorizada, une a Lezama y a Fuentes como si en su mirada se leyera el fragmento “No quiso mirar hacia abajo porque temía descubrir algo horrible que quizás sólo desde el cielo podía verse; ya no había país, ya no había México, el país era una ficción…” [Fuentes, 1995: 177] y se rompía en mil pedazos. ®

Referencias bibliográficas
Fuentes, C. [1995], La frontera de cristal, México: Santillana.

Deleuze, G. [1977], Rizoma. Recuperado de Spanish Theory el 31 de abril de 2013.

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Publicado en: agosto 2013, Identidades

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  1. Eric Islas

    No cabe duda, que todos vemos un México diferente, poco unificado e injusto para la mayoría. Concuerdo en que muchos sabemos los problemas y debemos buscar soluciones, pero, ¿realmente aplicamos esas soluciones? ¿será que todos sabemos nuestros problemas? o ¿será, que cada quien tiene los suyos y somos lo suficientemente egoístas para hacerlos de los demás?

  2. Probablemente la expresión artística posee mayor alcance que el pensamiento analítico para aprehender la realidad. No obstante me gustaría hacer un comentario al excelente análisis de Arzate :). Me cuestiono mucho sobre el sentido de la identidad como un concepto que haga referencia a algo en absoluto. Desde una postura fenomenológica es imposible hablar de esencias porque cualquier construcción social tiene, más allá de los motivos políticos del discurso, una base material compleja que es resultado de una infinidad de causas en constante movimiento. Las esencias, desde esta postura, no tienen un lugar porque no existen por sí mismas sino en relación a otros fenómenos.

    En términos más coloquiales, pienso que no tengo, como mexicano, una referencia fija o esencial de lo que es tener una identidad mexicana. Si bien existe una condición discursiva anclada a un territorio, su significado es tan diverso al interior del país y tan híbrido con otras identidades no mexicanas (pienso en las fronteras sur y norte en distintos períodos históricos) que por identidad entiendo la tensa interacción creativa entre lo individual y lo colectivo, entre la soledad y la comunión y otras fórmulas dialécticas pero nada esencial.

    Muchas felicidades a la autora por compartir su brillante reflexión y hacernos pensar a sus lectores.

  3. Ricardo Sanipatin

    Un interesante ensayo que nos permite ver a México a través de dos artistas, ver a México es vernos a nosotros mismos, no a los mexicanos solamente, sino también a los que vivimos y amamos esta tierra.

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