La última película de Béla Tarr

La ventaja es que estás muerto

La numéricamente exigua filmografía de Béla Tarr tiene todo para conformar una antología única, completa y cerrada en sí misma, y para hacerlo rápida y definitivamente, ya que el director asevera que El caballo de Turín ha sido, literalmente, su última película.

Béla Tarr

Cuando, un poco en broma un poco en serio, más fuerza van cobrado los vaticinios apocalípticos que remiten a este 2012, el cineasta Béla Tarr (Pécs, Hungría, 1955) concluye, a través de un monumental ejercicio estético, que no hay motivos para preocuparse: el mundo ya se ha terminado; la catástrofe definitiva ya ha tenido lugar; lo que era o tenía potencialidades para serlo ya ha sido sustituido por lo que no es ni tiene posibilidad alguna de volver a ser.

Por supuesto que, desde un punto de vista rigurosamente funcional, la gente sigue haciendo zapatos, helicópteros, elecciones, niños, cañones y automóviles; pero en cuanto proyecto evolutivo el proceso de la especie humana ha finalizado. Y lo ha hecho de la peor manera posible: con un fracaso.

Así planteadas las cosas, la hipótesis cinematográfica (pero esencialmente filosófica) de Tarr no parece especialmente novedosa. Ya en el último tercio del siglo XX, y desde disciplinas muy variadas, los teóricos del posmodernismo habían postulado la extinción de los acontecimientos y su reemplazo por la repetición o el simulacro, cuyas variantes tecnológicas y argumentales resultarían insuficientes para darles el carácter de hechos en sí.

Pero en el universo visual y perceptivo de Béla Tarr —y en especial en sus obras más impregnadas por esta filosofía de la consumación: Karhozat [traducida como “La condena” y como “Maldición”, aunque hasta donde sé significa “Perdición”] (1988); Las armonías Werckmeister (2000); El hombre de Londres (2007) y El caballo de Turín (2011)— el fin del mundo no tiene un carácter de alegoría, sino de fait accompli, de hecho efectivamente consumado. No se aparta de esa tónica la demoledora Sátántangó (1994), que a lo largo de sus siete horas y diez minutos de duración dio lugar a que muchos críticos de cine, miopes o hiper-ideologizados, la redujeran a una metafórica acta de defunción para los estados comunistas del Este (que ya habían muerto de muerte natural o en eso andaban), eludiendo hacer extensiva la imposibilidad de una salida a la humanidad en su conjunto.

En el fondo, el cine de Tarr suscribe explícitamente las tesis del fin del mundo concebido como extinción del proceso social tal como ha tenido lugar hasta ahora; pero va más allá y plasma ese fin también en la forma, aprovechando que el suyo es un arte basado en la imagen. En otros términos, un pensador puede contar qué aspecto tiene el mundo que se ha extinguido; un cineasta, en cambio, puede mostrar la hechura de ese acontecimiento postrero.

Sometida a la causalidad o al azar, la especie humana, persiguiendo sus espejismos, huérfana de Dios y de dioses, especialista en traicionarse, no sólo ha conseguido aniquilarse a sí misma sino también subvertir los términos de su relación con el planeta, al punto de extinguir los signos vitales de éste. La antigua lluvia ha perdido su calidad purificadora: cuando llueve, no es la tierra la que se limpia, sino la lluvia la que se ensucia. Cuando el viento sopla, no hay espigas que se mecen sino polvo que se levanta. Cuando el sol más alumbra, mayor relieve cobran las sombras, con la formidable complicidad del blanco y negro que Tarr usa en sus películas.

En el fondo, el cine de Tarr suscribe explícitamente las tesis del fin del mundo concebido como extinción del proceso social tal como ha tenido lugar hasta ahora; pero va más allá y plasma ese fin también en la forma, aprovechando que el suyo es un arte basado en la imagen.

A esta consunción de las referencias naturales le corresponde el agotamiento de las creaciones manufacturadas. Las superficies verticales lisas tienen, con pocas excepciones, un origen artificial: muros, puertas, vallados, garitas, ventanales, lápidas y paredones no son más que manifestaciones funcionales, pero también simbólicas, del anhelo humano de permanecer de pie el mayor tiempo posible, aunque se trate de un acto sin sentido. Consciente de ese hecho —que las más de las veces pasa inadvertido a causa de su trivialidad o de nuestra costumbre– el director húngaro se detiene largamente en esas superficies, donde también se va plasmando el deterioro irreprimible que causan los rigores del clima, el paso del tiempo y la victoria de la claudicación.

Los paredones de los pueblos donde transcurren las historias contadas por Tarr están descarapelados; los cercados, semiderruidos; los ventanales, mugrientos; los portones, herrumbrados si son metálicos o mutilados por la carcoma si son de madera. Las propias casas, los baldíos y callejones de los arrabales portuarios (en El hombre de Londres), de los suburbios postindustriales (en La condena), de las aldeas comunitarias (en Satántangó) y de las pequeñas ciudades en quiebra económica y moral (Las armonías Werkmeister) son poco menos que despojos por donde la lluvia, el viento, la basura y diversos animales domésticos abandonados a su suerte (perros, cerdos, gallinas) constituyen una presencia más viva que los hombres aferrados a sus vasos de pálinka (un aguardiente húngaro hecho de frutas) o las mujeres encadenadas a sus pesadas rutinas de entrecasa.

No obstante, es en El caballo de Turín —estrenada en 2011— donde la devastación y el estrago exhibido por Tarr alcanza su punto culminante: fuera de la sombría y miserable casa que habitan el baldado Ohlsdorfer (impedido de mover el brazo derecho), su hosca hija y su desganado caballo, sólo hay una tierra baldía y sin agua barrida por el viento. El paisaje que el silencioso granjero ve desde su ventana (en todas las películas de Béla Tarr hay personajes que miran largamente, a través de cristales invariablemente sucios, hacia un exterior hostil y semivacío) no muestra más asomo de vida que el intempestivo paso de un carro de estrepitosos gitanos que no parecen tener otra meta que su propio movimiento.

Fuera del refugio de Ohlsdorfer no hay adónde ir. Cuando el agua de su pozo se agota, él, su hija y su caballo intentan abandonar el lugar para no morir de hambre y sed, pero apenas remontan la colina que tienen enfrente regresan en medio de un viento cada vez más furioso, indicio claro de que el otro lado está tan muerto como los alrededores de su casa. Al final, hasta la propia luz termina por extinguirse: una mañana sencillamente no amanece, y padre e hija se quedan en la oscuridad con la vista clavada en las últimas dos papas hervidas —una para cada uno— que constituyen su única comida de todos los días.

El caballo de Turín

De tal modo, la arquitectura formal de las películas de Béla Tarr le da un espaldarazo formidable a la concepción de un apocalipsis que ha tenido lugar progresiva, silenciosamente y sin que nos diéramos cuenta, pero que aún no alcanzamos a advertir en toda su magnitud sólo porque no sabemos mirar hacia los lugares adecuados. Ésa es, tal vez, la mayor contribución cinematográfica del cineasta húngaro: fusionar la forma artística y el fondo conceptual de tal modo que resultan inseparables.

Desde luego, los protagonistas de las historias que cuenta Tarr hacen cosas, se mueven y hasta llegan a mostrar algunas apetencias (económicas, sexuales, conspirativas, laborales, políticas, recreativas); pero sus movimientos son reflejos que no denotan resistencia a la adversidad (como han querido ver algunos optimistas críticos europeos), sino meros mecanismos inerciales. Los bailes de taberna que tienen lugar en La condena, Sátántangó o Las armonías Werkmeister no tienen gracia ni plasticidad ni el tan celebrado “encanto de la sencillez”: son apenas una limitada sucesión de espasmos ejecutados por autómatas preindustriales, toscos, desarticulados y sin alegría.

Por otra parte, el “argumento” (como se decía antes) en las obras de Tarr no tiene mayor relevancia y sólo sirve de excusa para desarrollar intensiva, extensiva, y —desde el punto de vista estilístico— magistralmente, la teoría de un mundo exhausto y el fiasco del esfuerzo humano.

Los ejes narrativos de esta especie de cinematografía de la derrota son más bien simples. Tres ejemplos serán suficientes. En La condena es la cobardía de Karrer disfrazada de conciencia cívica, cuando un amigo le propone encargarse de un pequeño contrabando y él prefiere pasarle la tarea al marido de su amante, una cantante de bar; en El hombre de Londres (adaptación libre de un texto de Georges Simenon) es la lucha contra sí mismo de un trabajador portuario que se apropia de una maleta de dinero que cae al agua tras una pelea entre dos delincuentes, y en El caballo de Turín es el esfuerzo final de Ohlsdorfer y su hija por la mera supervivencia en un territorio extinto.

Se ha convertido en un lugar común afirmar, en los medios del cine europeo, que si Béla Tarr no es el mejor director contemporáneo al menos se cuenta sin discusión entre los tres o cuatro mejores. Más allá de la subjetividad que siempre implican semejantes taxonomías, cabe preguntarse dónde radica el talento de este hombre que hizo su primera película —Nido familiar— a los veintidós años, para luego (en 1988 y después de cuatro filmes menos difundidos, incluida una versión de Macbeth para televisión, de 55 minutos de duración) decidió “patear las puertas del cine”, según su expresión, y crear un conjunto de películas que posiblemente no tarden en ser unánimemente admitidas como un punto de ruptura cinematográfico de orden histórico.

Las respuestas no son difíciles de encontrar. Al ya señalado dispositivo de fundir forma y fondo, Tarr le suma un enfoque visual que lleva al extremo el uso de larguísimas secuencias sin cortes (recurso que ya habían explorado otros directores, en especial Andrei Tarkovski y más recientemente Alexander Sókurov), mediante el uso del estabilizador de cámara llamado steadycam. Pero en su caso logra en todo momento imágenes cuya belleza sólo puede ser explicada mediante la clásica fórmula de Benedetto Croce, según la cual “lo que se intuye en una obra artística no es espacio ni tiempo, sino carácter”. En el caso de Tarr, el carácter necesario para determinar y mostrar dónde se encuentra el objeto estético aun en medio de la desolación y la ruina.

Por otra parte, el “argumento” (como se decía antes) en las obras de Tarr no tiene mayor relevancia y sólo sirve de excusa para desarrollar intensiva, extensiva, y —desde el punto de vista estilístico— magistralmente, la teoría de un mundo exhausto y el fiasco del esfuerzo humano.

Un tercer elemento potenciador de esta singular mirada cinematográfica es el reemplazo de la expresión facial —recurso que desde los inicios del cine ha permitido, entre otras cosas, identificar a las actrices o a los actores talentosos de aquellos que no lo son—, por la gestualidad del individuo cuyas facciones nadie ve, pero que por eso mismo puede abandonarse a ser, en lugar de concentrarse en representar. En las películas de Béla Tarr los personajes son largamente tomados de espaldas, apoyados sobre una mesa bebiendo pálinka, mirando la nada de afuera o caminando bajo la lluvia, lo que además obliga al espectador —enterado del contexto en que se encuentran— a pensar en qué estarán pensando, ya que aun cuando se hallen en compañía dicen lo estrictamente necesario y a veces ni siquiera eso.

Por último, el ambiente sonoro que priva en cada uno de los filmes comentados ensambla perfectamente con la amalgama forma-contenido de éstos. El poeta, guitarrista, cantante y compositor húngaro Mihály Vig es quien se encarga de ese aspecto, alternando desmayadas canciones romaníes de taberna tocadas en acordeón y basadas en media docena de acordes elementales, con una variada gama de ruidos off-screen apenas audibles, que describen la atmósfera inhumana del mundo de Tarr: chirridos de alambres por los que se deslizan cubos de carbón, roces de hierro que surgen de las sombras, siseos de aire helado, golpeteo de péndulos y gemidos mecánicos junto a los cuales los ladridos de los perros y los mugidos de las vacas suenan como reconfortantes manifestaciones de la vida orgánica. El aporte de Vig, sin embargo, va más allá de la música: en Sátántangó encarna al elocuente pero inquietante Irimiás, un exconvicto que vuelve al pueblo tras dos años de ausencia y al que todos creían muerto.

Sería injusto no mencionar, en este repaso de los principales trabajos del director húngaro, el calificado apoyo que en El hombre de Londres, Las armonías Werkmeister, El caballo de Turín y Sátántangó le brindó su esposa Ágnes Hranitzky, codirectora en los tres primeros filmes y editora en el último. Tenaz cultivadora de un perfil propio deliberadamente bajo, afable pero poco amiga de las fotografías, Hranitzky comentó lacónicamente, en una reciente conferencia de prensa preparatoria del 65º Festival de Cannes (a realizarse del 16 al 27 de mayo de 2012) que su labor sólo se ha limitado “a ensamblar las tomas lo mejor posible y apoyar a Béla desde el principio hasta el final del proceso”.

La numéricamente exigua filmografía de Béla Tarr, en especial aquellas películas que marcan el punto de ruptura aludido más arriba, tiene todo para conformar una antología única, completa y cerrada en sí misma, y para hacerlo rápida y definitivamente, ya que el director asevera que El caballo de Turín ha sido, literalmente, su última película, dado que se retirará del cine.

Si realmente hace efectivo ese anuncio, su decisión, aunque creará un gran vacío, no será sino la consecuencia lógica de su recorrido artístico y especialmente de su concepción filosófica. Cuando el indómito Ohlsdorfer y su estoica hija comprueban que las últimas brasas de la estufa se extinguen, que las lámparas de combustible se niegan a encenderse y que el sol no volverá a alumbrar la tierra agostada, la recuperación de cualquier imagen sería un contrasentido.

Del otro lado de los vidrios de tu ventana no queda nada y de este lado todo se trata de un simple desajuste temporal. Lo bueno es que no tiene importancia, porque tú también estás muerto. ®

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Publicado en: Destacados, Marzo 2012, Otro cine es posible

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