El desertor

La crónica que se despliega a continuación relata un pasaje de la experiencia del autor como tanquero durante su breve pertenencia al Ejército de Defensa Israelí a principios de los años noventa, momentos antes de perder por completo la cuestionable deferencia que aún conservaba hacia las autoridades institucionales.

Diciembre de 1993

Las largas horas de guardia patrullando la base; los incesantes simulacros de combate sobre la tierra escabrosa y lacerante del desierto frente a un enemigo imaginario; la monotonía de las interminables formaciones en hileras y los extenuantes castigos colectivos impuestos por los sargentos que antecedieron la sesión del mantenimiento mecánico del tanque embonaban perfectamente bien dentro del manual del entrenamiento básico del Ejército de Defensa Israelí para aquellos pobres incautos que tuvieron la mala fortuna de haber sido seleccionados para formar parte de la brigada de tanques. Inyecté la dosis precisa de grasa dentro del orificio de una de las ruedas para concluir con la lubricación del cutis reseco de este Rottweiler color arena. Usé los pantalones de mi uniforme para desprender la gruesa capa de grasa que ennegrecía mis manos y acerqué las palmas a mi nariz para atribuirle un olor al tedio. Dejé la jeringa —parecida a la que se usa para rellenar pasteles— encima de la cubierta, prendí un cigarrillo y recargué mis brazos sobre la oruga para contemplar el atardecer cromático que rebotaba en las colinas del Neguev (en hebreo significa sur).

—Pero ¿¡en dónde mierda crees que estás, soldado!? ¿¡En la Riviera francesa!? —rugió detrás de mí la voz del sargento Arél.

—No, comandante —afirmé después de aplastar la colilla con mi bota y cuadrarme a una velocidad parsimoniosa, premeditadamente ofensiva.

—Espera una represalia —aseguró con un timbre grave antes de alejarse y susurrar algo en el oído del sargento Ronén.

Ambos me observaban debajo de sus gorras. Les respondí con una mirada tibia y fatigada.

Hice un recuento del posible repertorio de represalias que me deparaba el porvenir inmediato al mismo tiempo que ajustaba el casco sobre mi cabeza antes de cerrar la escotilla del diminuto compartimiento del conductor, para luego encender el tanque y emprender el viaje de regreso a la base bajo el manto de una noche invernal deshidratada por la luna.

No alcanzamos a pisar tierra cuando ya nos habían ordenado a formarnos —siempre en hileras de tres— frente al patio: un rectángulo que se formaba en el centro de los cuarteles. Los cuarteles, a su vez, no eran más que un bloque de cemento seccionado en espacios cuadrados rellenados con literas de resortes rechinantes y colchones de hule-espuma cuyos hedores a ranciedad parecían provenir directamente de los culos del antiguo Imperio Otomano.

—¡Tienen treinta segundos, malditos inútiles! —retumbaban en nuestros tímpanos los ladridos coléricos del sargento Arél.

“Arél el Terrible” —apodo insulso pero atinado acuñado por tres generaciones de soldados novatos— se encontraba fuera de la ecuación policía bueno policía malo. La naturalidad con la cual se conducía dentro de los márgenes de la crueldad podía quitarle el sueño a tiranos de renombre mundial. Lo único rescatable de Arél el Terrible era que dejaba expuestos los motivos detrás de las raíces del rencor palestino; inspiraba un odio que trascendía cualquier frontera étnica-política. Un digno candidato al Premio Nobel de la Paz.

— No sé si ya están enterados, pero al parecer tenemos un turista en nuestras filas —dijo a la vez que barría los rostros de nuestro pelotón, con los brazos amarrados detrás de su espalda—. ¿Qué opinan si le enseñamos las instalaciones de nuestra hermosa base? ¿Les gusta la idea?

—¡Sí, señor! —contestaron todos, yo incluido (un turista en el diminuto universo de Arél el Terrible).

Me gané más de una docena de miradas rabiosas de parte de mis compañeros de pelotón durante la hora y fracción que duró nuestro paseo cronometrado por todos los puntos de la base, corriendo sobre el estrecho pavimento que separaba los cuarteles de los altos mandos de los nuestros, pasando por el comedor, la enfermería —todas estas edificaciones eran igualmente inexpresivas: bloques cuadrados o rectangulares de cemento; la única manera para poder distinguir entre cada estructura era por los letreros que las etiquetaban—, la hilera de tanques y las bodegas, hasta plantarnos frente a una de las torres de vigilancia que se izaba sobre los alambres de púas que delimitaban el borde de la base, rodeada de colinas que se repetían como loa pliegues de un Shar Pei momificado. El sargento Arél nos concedió un minuto para recorrer los quinientos metros de terreno baldío que nos separaban del patio hasta formar las hileras de tres y aullar un saludo en su honor. Shechter —un gordo pelirrojo originario de Nueva York— se enredó con la correa de su rifle y cayó sobre la tierra como un saco de cemento. Lo jalamos de la camisa para incorporarlo en un intento inútil por entrar a tiempo en la formación. ¡Atención, comandante, atención!, logramos jadear en conjunto.

Arél el Terrible desenfundó el reloj de su muñeca y lo observó durante unos segundos para luego pasearse de lado a lado frente a nosotros.

—“Les voy a confesar algo, holgazanes, y quiero que estén atentos porque resulta que es un tema delicado para mí. Sucede que yo tengo una verga así de grande —dijo y extendió los brazos como si estuviera cargando una pecera—; la mitad se la dedico a mi novia y el resto es para ustedes. El único problema es que mi novia me acaba de dejar —agregó y los rostros del pelotón decayeron en perfecta sincronía. Era evidente que nos esperaba una “noche blanca” —lo que en términos militares equivale a una noche en vela.

Las confesiones del sargento Arél dieron inicio a una tanda interminable de abdominales, sentadillas y lagartijas. Podía observar con el rabillo de mi ojo al sargento Ronén conversando a unos cuantos metros con la instructora de primero auxilios. Barrí con la mirada las curvas pronunciadas que encapsulaban a aquella flor del desierto e intenté llevar a la práctica un capítulo del sexo tántrico que había leído meses atrás, pero al cabo de una hora de castigos corporales llenos de metáforas fálicas que fluían sobre nosotros como parte de una evidente compensación relacionada con el molusco famélico que colgaba entre las piernas de Arél el Terrible, la libido me había abandonado para formar un charco debajo de mi torso. Miraba las decenas de cuerpos torcidos que bufaban agónicos. Apenas y podía mantener el abdomen separado del piso. Mis opciones eran claras: desobedecer una orden directa y correr el riesgo de enfrentar un juicio militar para después pasar algún tiempo en la cárcel o inclinarme a favor de la opción B, mi favorita: el engaño. Mis brazos dejaron de resistir y me recosté sobre el piso. La reacción de Arél no tardó en llegar.

—¡Incorpórate de inmediato, soldado! —chilló.

—No puedo, comandante, necesito vomitar —contesté.

—Levántate y sígueme, si necesitas vomitar pues entonces hazlo ahí —me dijo en un tono desafiante y me señaló una esquina.

Aproveché una distracción del sargento Arél para introducir mis dedos a la garganta y estimular un vómito de volumen respetable.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó al estudiar el charco de bilis y hummus.

—No sé si tenga algo que ver, pero me golpeé la cabeza en la mañana —contesté y quedé sorprendido por la naturalidad de mi respuesta. El semblante de Arél el Terrible se transformó de un solo golpe. Le hizo una señal al sargento Ronén, quien se vio obligado a desistir de su cortejo hacia la instructora para llegar a donde estábamos plantados. Intercambiaron unas cuantas palabras que no logré fisgonear y a los pocos segundos el sargento Ronén me ordenó a seguirlo de inmediato hacia la enfermería. “Camina a diez pasos de distancia, ¿entiendes?”, aclaró antes de encaminarnos base adentro.

Caminé detrás de él y me valí del ruido de la fricción de las botas sobre la grava para cerrar mi puño y encestar unos cinco golpes sobre mi nuca con el fin de cumplir con algunos detalles logísticos que avalaran la credibilidad de mi “accidente”. El sargento Ronén desapareció detrás de las puertas de la enfermería en busca de un médico mientras yo permanecía sentado en la sala de espera, cabizbajo, ensayando los detalles de mi historia. Si me descubren voy a acabar en la cárcel —me dije—, así que voy a reducir los detalles al mínimo para evitar complicaciones: me resbalé por la mañana mientras limpiaba los baños y caí sobre mi nuca; no lo había reportado antes ya que no sentía ninguna molestia—, repetía para mis adentros, una y otra vez, cuando de pronto las puertas de la sala de espera se azotaron detrás de un soldado que entró apoyado de los hombros de sus compañeros. Lo dejaron frente a mí para entrar en la sala de emergencias. Tenía el pie bañado de sangre.

—¿Qué te pasó? —pregunté.

—Se… me… enterraron… fragmentos… de… una… granada —contestó con la respiración entrecortada por el jadeo a la vez que sostenía su pie con ambas manos.

Tres médicos entraron a la sala de espera acompañados del sargento Ronén y los compañeros del único soldado herido accidentalmente. Mantuve la cabeza agachada para evitar cualquier contacto visual que seguramente podría llegar a delatarme. Sentí una mano que inspeccionaba mi nuca y preguntaba cuáles eran mis síntomas. “Mareo y náuseas”, contesté sin titubear. Otro de los médicos cortó las agujetas de la bota del soldado herido con un bisturí para quitarle el calcetín ensangrentado y poder estudiar la lesión. “A éste se lo llevan al hospital urgentemente”, ordenó la voz de los zapatos que estaban plantados en medio de los dos. ¡Enhorabuena!  —pensé—, el pobre buey está a punto de quedarse sin sangre. “Ya lo oíste, Ari, a la ambulancia”, calaban las palabras del sargento Ronén en mis tímpanos pasmados.

—Pero… —alcancé a soltar con la mirada puesta sobre el charco de sangre que se formó debajo del soldado herido.

—Pero ¿qué, soldado? —preguntó Ronén.

—Pero nada, comandante, nada.

Entré en la parte trasera de la pequeña ambulancia militar. El sargento se sentó frente a mí y en cuestión de segundos ya nos encontrábamos fuera de la base y rumbo a Eilat —la versión israelí de Acapulco, situada en el punto más sureño del país, a las orillas del Mar Rojo— a bordo de un expreso de medianoche improvisado que cruzaba el desierto como un misil dirigido hacia el paraíso. La luna llena mostraba las copas de las colinas y la textura accidentada de la tierra intratable del Neguev, donde sólo pueden sobrevivir serpientes, escorpiones, soldados y beduinos marginados —el último fue un pleonasmo. Sostener mi acto a lo largo de la hora y media del trayecto fue más fastidioso que difícil. Sólo tenía que mantener la cabeza gacha y las respuestas cortas. El silencio me sentaba espléndidamente bien.

Apenas dejé reposar mi cabeza sobre la cama del hospital y caí en un sueño profundo, interrumpido durante la madrugada por tres siluetas negras que observaban mis signos vitales en los monitores y tomaban notas de vez en vez. Pero mi cansancio rebasaba cualquier inquietud o curiosidad. Desperté a mediodía, con el desayuno servido al lado de mi cama. Esto sí que es vida —exhalé y estiré los brazos hasta el techo. Bajé de la cama y caminé hacia la ventana acarreando el aparato de infusión. Pegué mi frente al vidrio para apreciar la perfecta uniformidad del Mar Rojo. Jordania y Egipto se asomaban a los costados como dos agujas que rasgan continuamente una burbuja de jabón. Laxé mis pupilas para sorber el horizonte líquido hasta saciar mi vagancia insondable.

“Volovich, antes de irse tiene que presentarse en el mostrador del ejército para entregar este formato”, me interrumpió abruptamente una enfermera canosa y barrigona antes de extenderme una hoja donde debía de narrar los hechos de mi accidente. “Me resbalé por la mañana mientras limpiaba los baños y caí sobre mi nuca; no lo había reportado antes ya que no sentía ninguna molestia”, anoté. Mi uniforme descansaba sobre la cama envuelto en plástico. El olor a grasa que se escapó al romper el nylon me provocó una fuerte corriente de escalofríos.

Me planté frente al mostrador del ejército y entregué mi formato al oficial de guardia: un niñato de no más de 18 años cuyo semblante no podía comunicar otra cosa que no fuera pusilanimidad en estado puro.

—Cuéntame cómo sucedió tu accidente —inquirió desde su nariz en un tono sarcástico después de leer mi informe.

—Tal y como dice en la hoja: me resbalé por la mañana mientras limpiaba los baños y caí sobre mi nuca; no lo reporté antes porque no veía cuál era el caso ya que no sentía ninguna molestia —contesté sin tomarme la molestia de sonar convincente.

—¿No quieres agregar nada más?

—Absolutamente nada.

—Muy bien. Entrega este sobre cuando llegues a tu base. Son las indicaciones de los médicos. Tienes que estar bajo supervisión médica durante tres días en la enfermería de tu base —me dijo para alcanzarme el sobre y mirarme con un aire burlón. Le devolví una mirada desinteresada y metí el sobre en el bolsillo de mi pantalón.

—Agarra el primer autobús que salga rumbo a tu base —alcanzó a decirle a mi espalda.

Paseé por el corredor hotelero de Eilat durante un rato. No estaba preparado aún para volver al régimen de Arél el Terrible y su imperio de grasa y testosterona fláccida.

La escasa concurrencia de la temporada baja ponía al descubierto las trampas que estos destinos turísticos suelen tender a los turistas; un cuadro conocido del barroco capitalista en el cual las rémoras (léase: discotecas, bares,  centros comerciales, restaurantes) se adhieren a los hoteles de Gran Turismo para ofrecer un producto de consumo focalizado. Pero ese día la ratonera estaba vacía. En diciembre Eilat parece un prostíbulo dirigido por menonitas. Compré una cerveza en una tienda de abarrotes y caminé en dirección a la playa. Arrastré una silla plegable sobre las piedras —las playas de Eilat tienen más piedras que arena—hasta la orilla, me quité las botas y remojé mis pies sobre el agua helada que funcionó como un placebo para simular el cliché de un confort. Dos buques de la marina israelí surcaban las aguas detrás de las bananas y las motos acuáticas que descansaban inanimadas en el muelle, para rastrear el horizonte en busca del determinismo de algún posible disidente ideológico. “Ha de ser nociva toda esta neurosis que flota sobre las cabezas de una de las faunas marinas más variadas del mundo; los únicos seres verdaderamente neutrales del conflicto árabe-israelí”, pensé segundos antes de cerrar los ojos. Cuando desperté el atardecer rebotaba en las colinas para reflejar el color rojizo de su tierra sobre el agua —de ahí el nombre del mar. Corrí hacia la central de camiones. A excepción de los cráteres que se desparraman sobre el norte del Neguev, el resto de sus trece mil kilómetros cuadrados son una secuencia casi idéntica de colinas y planicies cacarizas que podrían ser confundidas fácilmente con la superficie lunar. “Se necesita estar en estado de coma —o paz, según algunos— para dialogar con este paisaje”, musité a regañadientes, después de sufrir una depresión súbita disparada por el simple hecho de haber resucitado los olores a grasa y pólvora en mi memoria olfativa, el gris de los muros de la base, sin mencionar el buqué otomano de los cuarteles, la insipidez regular de la comida y claro, cómo omitir de las causantes de la depresión a ese tirano malcogido cuya razón de existir tenía como único propósito atentar, minuto tras minuto, en contra de nuestro bienestar. “En esta parte de la tierra, incluso un burócrata del SAT podría ser confundido con un ser exótico”, alcancé a bufar antes de bajarme, caída la noche, en una estación en medio de la Nada para esperar el autobús que me lleve desierto adentro hasta la base.

El hijo pródigo regresa a casa

Para mi sorpresa, los días que pasé en la enfermería de la base fueron realmente gloriosos. Dormía más de diez horas diarias, jugaba ping pong con el resto de los farsantes —la gran mayoría— con los cuales compartía las instalaciones y pasaba el tiempo sobrante leyendo y viendo televisión. El último día de mi Xanadú fue mancillado por la visita del sargento Arél. Se quitó la gorra y se sentó al lado de mi cama. Fingí estar dormido, pero él repitió mi apellido hasta que no tuve más remedio que abrir los ojos.

—Volovich, ¿me escuchas?

—Sí, comandante.

—Sólo vine para decirte un par de cosas en nombre de mi persona y de los altos mandos de la brigada de tanques. Apreciamos la enorme motivación y el compromiso que has mostrado hacia tu pelotón, pero tienes que tener en claro que lo último que queremos es a un héroe. La próxima vez que sufras un accidente repórtalo de inmediato. No puedes poner en riesgo tu vida de esa forma, ¿entiendes?

—Sí, comandante —tosí a la par que intentaba contener las carcajadas que se iban acumulando en mis pulmones. Fue en ese preciso instante que entendí que la champaña ya había sido estrellada contra el buque; que éste era un viaje irremediable hacia la deserción. ®

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Publicado en: Abril 2010, Narrativa

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