Los afectos posthumanos

Ella, de Spike Jonze

Más cercana al documental que a la ciencia ficción, Ella (2013), de Spike Jonze, es un retrato conmovedor sobre la soledad y los vínculos afectivos de los individuos-mónada cuya única ventana al mundo es la interfaz de cualquier dispositivo.

Acabamos por amar lo lejano y por odiar lo cercano porque este último está presente, porque huele, porque hace ruido, porque molesta, a diferencia de lo lejano que se puede hacer desaparecer con el zapping […] La pérdida del propio cuerpo comporta la pérdida del cuerpo de los demás, en beneficio de una especie de espectralidad de lo lejano.
—Paul Virilio y Philippe Petit, El cibermundo, la política de lo peor

Joaquin Phoenix y ella.

Joaquin Phoenix y ella.

En la intimidad del primer plano vemos el rostro de un hombre mirando oblicuamente a la cámara, y en sus gestos se observa el esfuerzo por encontrar las palabras para expresar el agradecimiento y amor que siente por alguien que, suponemos, se encuentra frente a él. El contraplano no revela una persona sino un monitor de computadora y la verdadera actividad del hombre: es uno más de los engranajes de una inquietante empresa: la de escribanos modernos, personas que, como un programa informático, se dedican a escribir cartas de amor que reproducirían la escritura a mano no de analfabetas, sino de seres que ya no tienen el tiempo o quizá la capacidad de escribir sobre sus “emociones”, sus “afectos”.

Más cercana al documental que a la ciencia ficción, Ella (2013), de Spike Jonze, es un retrato conmovedor sobre la soledad y los vínculos afectivos de los individuos-mónada cuya única ventana al mundo es la interfaz de cualquier dispositivo.

Ante el gran interrogante en torno al cual gira el documental Mechanical Love (2007) de Phie Ambo, sobre cómo producir o reproducir artificialmente presencia humana, Ella ofrece una respuesta desconcertante: en las sociedades postalfabéticas, para amar se puede —¿se debe?— prescindir de eso que huele, que hace ruido, que molesta, es decir, del cuerpo del otro.

El robot-foca Paro fue creado para atender las necesidades de afecto, de ternura, de una población que ha dejado de ser productiva, los ancianos, y que en unos decenios más será el grupo etario predominante en Japón. La ingeniería robótica, como muestra Mechanical Love, está cada vez más interesada en desarrollar capacidades sociales indispensables para sustituir la presencia humana de manera que se garantice el flujo productivo.

Los largos monólogos de los ancianos abandonados en los asilos tienen una asombrosa resonancia con los sostenidos entre Theodore (Joaquin Phoenix) y Samantha (Scarlett Johansson) en el marco de cualquier escenario de un mundo que ha devenido la opaca interfaz que ya no refleja nada: él puede ser feliz siempre y cuando tenga su smartphone a la mano y el chícharo con el cual lo mismo puede escuchar la cálida voz de Samantha que apagarla.

Dice Franco Berardi Bifo en Generación Post-Alfa (Tinta Alimón, 2010): “En la virtualización, la presencia del cuerpo del otro se vuelve superflua, cuando no incómoda y molesta. No queda tiempo para ocuparnos de la presencia del otro. Desde el punto de vista económico, el otro debe aparecer como información, como virtualidad y, por tanto, debe ser elaborado con rapidez y evacuado en su materialidad”.

El disfrute no sólo del mundo sino de la compañía del otro es sólo posible si está mediada por la voz–interfaz: el momento de mayor intimidad entre Theodore y Amy (Amy Adams) es cuando ambos se encuentran en el cuarto de ésta y cada uno mantiene su monólogo con su sistema operativo.

Spike Jonze muestra una y otra vez el fracaso de las relaciones cara a cara, las relaciones que impliquen el cuerpo y la subjetividad del otro: Theodore se muestra torpe e incómodo frente a su cita a ciegas (Olivia Wilde), frente a la mujer que siniestramente le presta su cuerpo a Samantha para simular el contacto físico con Theodore, o inclusive frente a su propia ex esposa (Rooney Mara). El disfrute no sólo del mundo sino de la compañía del otro es sólo posible si está mediada por la voz–interfaz: el momento de mayor intimidad entre Theodore y Amy (Amy Adams) es cuando ambos se encuentran en el cuarto de ésta y cada uno mantiene su monólogo con su sistema operativo.

Si bien es cierto que Samantha es producto del desarrollo de la inteligencia artificial —que según las proyecciones de Raymond Kurzweil será posible en poco más de quince años—, el efecto que genera en el usuario no es muy diferente del de Paro: finalmente obedece a un logaritmo que anticipa y predice la respuesta emocional de aquél.

Al desarrollarse plenamente, Samantha encuentra el amor de Theodore insuficiente: no solamente entabla relaciones “afectivas” con otros tantos usuarios sino que sostiene discusiones eruditas sobre múltiples temas que Theodore está impedido de entender. En cierta forma, la incapacidad de Theodore de seguir el complejo desarrollo evolutivo de Samantha refleja de manera dramática la velocidad con la que cada día somos superados por el desarrollo tecnológico y señala analógicamente la relación desigual que existe entre nosotros y los dispositivos cuyo funcionamiento cada vez entendemos menos y en los cuales cada día dependemos más: somos tan vulnerables como el propio Theodore y tan tiernos como esos viejos quienes han dejado de preguntarse cómo funciona su “cariñoso” Paro, tan sólo interesados en que les permita expresar y recibir el afecto y la atención que ya no reciben de los otros.

Ella retrata individuos con la mirada volcada sobre sí mismos, un sí mismo asimilado a la superficialidad de la interfaz, la “profundidad” de los datos; individuos que se vinculan mediante palabras descarnadas, afectos descorporeizados, sobre el ruido blanco generado en la espectralidad de lo lejano. ®

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Publicado en: Cine, Noviembre 2014

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