Los hallazgos, las decepciones y el mejor de todos

Aquí están, éstos son, mis libros del 2015

Por una vez sí quisiera compartir la experiencia de lectura de un año, sobre todo para difundir y alertar sobre tal o cual libro al que le he dedicado tiempo e ilusiones. No están todos los que leí, sino sólo aquellos que merecen alguna mención, buena o mala.

Imre Kertész en Berlín, 2006.

Imre Kertész en Berlín, 2006.

En general no soy de hacer listas de fin de año porque me parecen materia de discusiones inútiles y pedantes. Nadie es mejor o peor por ser parte de una lista, nadie está más informado ni es más culto por encorsetar su presunto conocimiento en un canon siempre sospechoso. En la era de la superficialidad de la opinología, la lista representa la síntesis soberbia de lo que uno quiere mostrar de sí mismo, la apoteosis de la pose. Pero, bueno, me gustaría creer que hay excepciones. Hecha la aclaración, por una vez sí quisiera compartir la experiencia de lectura de un año, sobre todo para difundir y alertar sobre tal o cual libro al que le he dedicado tiempo e ilusiones. No están todos los que leí, sino sólo aquellos que merecen alguna mención, buena o mala. Ojalá sirva, pues. Ahí va.

Las buenas compañías

Uncle Bill y Bef.

Uncle Bill y Bef.

Uncle Bill, de Bef (Sexto Piso)

Una visión íntima, desprejuiciada y crítica de los años mexicanos de William Burrroughs. Es una historia que yo ya había leído muchas veces y en distintos términos, pero que Bef logra actualizar y enriquecer en una novela gráfica donde el autor se ve en el espejo de un escritor al que admira y detesta a la vez. Me gustó, inspiró y entretuvo mucho.

Chucrut, de Anapurna (Salamandra)

Otra novela gráfica que bucea en la intimidad. Esta vez la protagonista cuenta su viaje estudiantil a Alemania, siempre con la memoria de su padre fallecido en sus peores pesadillas. La inocencia perdida del viajero se cruza con una candidez paranoica que todos los migrantes hemos sentido alguna vez, y lo que parece un diario íntimo se convierte en un thriller incipiente. Perfecto para una tarde fría con un café en la mesa, que fue como lo leí yo.

El más divertido

Abluciones, de Patrick DeWitt (Libros del Silencio)

La autenticidad de lo real brilla con todos sus claroscuros en la historia de un camarero de un bar (el propio De Witt). Contundente y revelador, exhibe los secretos de la amistad interesada en una galería de personajes que siempre piden dinero prestado, hacen lo imposible por beber gratis o arrojan su desesperación sobre la barra sin avisar ni pedir permiso. Una pintura divertidísima de un mundo triste, un paraíso literario de ángeles caídos y sueños sin rumbo. Después de leerla se entiende por qué a DeWitt le colgaron el título de “nuevo Bukowski”. Si tuviera que recomendar un libro a alguien con poco tiempo y ganas de pasárselo bien, recomendaría éste.

Los decepcionantes

La muerte del padre, de Karl Ove Knausgärd (Anagrama)

Knausgärd promete contar su vida a corazón abierto y, en realidad, lo que más hace es hablar mal de su padre y de su familia en medio de una larguísima exposición narrativa de detalles irrelevantes. La presunta crueldad de sus opiniones no me conmovió en absoluto, quizás no soy su lector ideal. Me caen bien sus ideas sobre la literatura y creo que es un autor dotado, pero su apuesta narrativa me parece inconsistente, mal resuelta. Los que trabajamos con la realidad sabemos que lo real es de todo menos aburrido. Y si conviertes esa materia en algo tan pesado, tedioso y solemne como este libro, creo que vas por el camino menos fértil de todos los que puedes tomar. No es lo mío.

Número cero, de Umberto Eco (Lumen)

Una sucesión de lugares comunes sobre el poder de la prensa ambientada en una trama policial caricaturesca. Me alarmó que pretenda ser contemporánea y ubique su historia en la fabricación de un diario, justamente en una época en la que ya —casi— no se hacen nuevos diarios en papel. Eco escribe con gracia y su cultura le ayuda a solucionar problemas argumentales, pero para alguien que —como yo— ha trabajado años en distintas redacciones, el libro se me hizo muy ingenuo y anacrónico.

El que me sorprendió

Falsa liebre, de Fernanda Melchor (Almadía)

Sabía que la jarocha Fernanda Melchor podía ser tan sutil como contundente en sus historias —algunas de ellas se las había leído en el también muy recomendable Aquí no es Miami—, pero en Falsa liebre me sorprendió su dominio de la tensión narrativa y la potencia que fue capaz de otorgarle a un puñado de personajes en una historia dura, que exige mucha sensibilidad. Entré al libro para ver a una promesa y me encontré con una escritora madura, que no le escapa a asuntos ásperos como la violencia y la imposibilidad del regreso a casa. Me gustó mucho.

Los que leí para encontrarme a mí mismo (y no me decepcionaron)

La ignorancia, de Milan Kundera (Tusquets)

Una novela menor y ligera, con la mira puesta en lo que encuentran los migrantes cuando por alguna razón regresan a su país de origen. En el medio, una historia de amor donde se demuestra que la experiencia del migrante determina sus afectos. Me vi mucho en esa historia y, aunque Kundera no es ni de lejos uno de mis escritores favoritos, aquí hay una lucidez y cierta valentía que me hicieron verlo de otro modo al que estaba acostumbrado.

El idioma materno, de Fabio Morábito (Sexto Piso)

Los misterios de la lengua y de la escritura abiertos por un escritor que indaga y reflexiona, con paso cierto pero nunca definitivo. Morábito escribe en una lengua suya y prestada a la vez, tema que me interesa especialmente porque —toda proporción guardada— yo también escribo en una lengua inestable, con un acento extranjero, que habla de mi experiencia viajera. A mitad de camino entre el ensayo y el diario íntimo El idioma materno se apoya sobre ciertos temas (la lectura y la relectura, el viaje, la formación del escritor) por los que avanza con una lucidez infrecuente en la literatura mexicana actual.

El escritor como migrante, de Ha Jin (Vaso Roto)

La relación del escritor con su país de origen, tema que a veces no me importa y otras veces me atormenta. El libro piensa esa tensión, busca las zonas más inestables del inevitable amor–odio y deconstruye la voz propia, que a su manera reivindica la distancia y el desarraigo. Me gustó mucho.

El necesario

Morir en México, de John Gibler (Surplus)

Un recuento insoslayable de las consecuencias físicas, morales y culturales que la “guerra contra el narcotráfico” ha tenido y aún tiene en el sufrido periodismo mexicano. Contado sin pretensiones evangelizadoras ni ambiciones políticas, me gustó por su tono y por la ausencia de ínfulas literarias que en general tienden a sentimentalizar una cuestión en la que conviene dejar el ego de lado. Quizás llegó la hora de enfrentar estos temas con una voluntad estética más actual y provocadora (“los muertos no dan testimonio”, escribió Giorgio Agamben, lo que a su manera expresa la urgencia de reformular el periodismo que trata estos temas), pero esa transformación no puede hacerse sin tener en cuenta proyectos tan osados como el que Gibler desarrolló aquí. Cuando en distintos lugares del mundo me preguntan qué pasa en México, siempre pienso en callarme y regalar este libro.

Los fundamentales

Campo de guerra, de Sergio González Rodríguez (Anagrama)

La situación política y social de México vista desde una perspectiva geopolítica que exhibe las raíces de la barbarie contemporánea. El mundo no es el que creemos que es, y para empezar a correr el velo hay que leer este libro extraordinario. No hay manera de entender el rumbo de nuestras sociedades tras los avionazos del 11 de septiembre del 2001 si no se le presta atención a las hipótesis, historias y argumentos que sobrevuelan este auténtico manual para sobrevivientes.

El circuito interior, de Francisco Goldman (Turner)

La Ciudad de México se transforma todo el tiempo y la relación que uno tiene con ella también cambia, muchas veces sin que sus habitantes lo advirtamos. La biografía de Frank Goldman lo llevó a ser absolutamente consciente de esa reinvención, que se dibujó en un plano íntimo y político a la vez. Mis libros preferidos son aquellos en los que el periodismo alcanza una dimensión autoral, no tanto por el estilo, la temática o la lucidez ideológica sino por la manifiesta imposibilidad de separar el interés propio del impulso profesional de cubrir aquello que por alguna razón despierta algo más que simple curiosidad. Este libro es un gran ejemplo de ese incierto subgénero en el que encuentro lo mejor del periodismo actual.

Las raíces del fracaso americano, de Morris Berman (Sexto Piso)

Estados Unidos según un izquierdista local, tan crítico como aparentemente incomprendido. La historia, la política y la vida cotidiana son algunas de las zonas sobre las que Berman trabaja para demostrar que su país atraviesa una decadencia donde asoman la crueldad, la ceguera y la ignorancia. El autor se involucra, a sabiendas de que su lucidez lo aleja para siempre de su lugar de origen. Muy estimulante.

El inolvidable

Desgracia...

Desgracia…

Desgracia, de J. M. Coetzee (Random House Mondadori)

Una rima que sólo se advierte con los años, la de la decrepitud personal con la decrepitud social. A uno empieza a importarle todo menos, y a la sociedad también. La mezcla olvida valores, envenena costumbres y arroja el destino hacia un abismo inesperado. Algo de eso cuenta el gran J. M. Coetzee —de quien este mismo año leí otra muy buena suya, Esperando a los bárbaros— en esta novela de ambiciones clásicas, donde se advierte la trama oculta de nuestro tiempo.

El engañoso

Cerocerocero, de Roberto Saviano (Anagrama)

Se parte de algo básico para un reportero: ¿cómo alguien amenazado de muerte, que además tematiza las cuestiones de la persecución y los límites de su movilidad, puede investigar un asunto tan exigente física y mentalmente como el narcotráfico? ¿Cómo podría moverse con algún sigilo aquel que necesita toda una logística de seguridad para dar un paso? La investigación de Saviano es sospechosa —ya se ha escrito sobre las presuntas invenciones que recorren el libro— y sus hipótesis han demostrado su anacronismo, ya que divide al mundo entre buenos y malos, donde los buenos son siempre las autoridades de su país de residencia —Estados Unidos. Bien escrito y con buenos datos, pero muy poco creíble.

El clásico

El arte de la mentira política, de Jonathan Swift (Ediciones Diario Público)

Deberían darlo en la escuela. Una exquisita parodia de El Príncipe, de Maquiavelo, en el que el narrador le aconseja al poderoso acerca de cómo y por qué mentir. Es divertidísimo y asombrosamente actual. Además, su propia historia incluye la mentira, ya que no está nada claro que el autor sea el gran Swift. Un clásico por derecho propio, que encontré en Gandhi a sólo diez pesos.

El descubrimiento

Ximénez, de Andrés Ospina (Laguna Libros)

Biografía novelada del cronista colombiano José Joaquín Ximénez, célebre por inventar las historias sobre las que escribía. Ficción y realidad se cruzan en este personaje histórico de la bohemia de Bogotá, un tipo entrañable que el libro retrata sin juicios de valor. La mirada de Ospina sobre su personaje es apasionada pero contenida, muy valiosa. Me gustó.

Los que no pude terminar

El hombre del salto, de Don DeLillo (Seix Barral)

Árida y solemne, con el 11 de septiembre de fondo. Pretende contar la historia con mayúsculas a través de personajes más o menos cotidianos, pero para mi gusto no pasa absolutamente nada y peca de superficial. No es ni lúcida ni valiente, se queda en el puro virtuosismo técnico y no va para ningún lado. Aburridísima, no pasé de la página 80.

Crónicas de la América profunda, de Joe Bageant (Marea)

El registro de los estadounidenses pobres de raza blanca, un mapa poco visto que el autor conoce bien. Los obstáculos para mí fueron su estilo, repleto de guiños culturales que a mi manera de ver expresan carencias de técnica literaria, y su unívoca visión política, que busca convencer al lector de una ideología antes que mostrar una realidad. Los personajes no tienen espesor, los lugares parecen intercambiables y las conclusiones del escritor son muy superficiales, de mesa de cantina. Sentía que el autor me hablaba más de lo que creía que de lo que veía, algo que yo no le perdono a los periodistas. Y me aburrió bastante, pobrísimo.

El mejor de todos

Dos relatos.

Dos relatos.

Una historia, dos relatos, de Imre Kertész y Peter Esterházy (Galaxia Gutenberg)

Para mí, una pequeña obra maestra. Recoge el diálogo inesperado de dos historias, un eco temporal y literario por donde se vislumbran el autoritarismo y la maldad humana. Primero, Kertész cuenta su viaje a Viena, adonde no consigue llegar porque es detenido en la frontera entre Hungría y Austria. Años después, a Peter Esterházy le ocurre lo mismo y en la misma frontera, situación que afronta sin dejar de recordar el texto que años atrás escribió Kertész. Cada uno de los escritores tiene su estilo literario y su talante vital, así que el drama de resonancias kafkianas los afecta de distinta manera. Es una crónica en dos tiempos que en realidad es uno solo, un retrato bipolar de una sociedad envilecida por la sospecha, el odio y el abuso de poder. Lo leí varias veces, se lo leí a mi mujer, me asombró e iluminó. Es de los libros que quedan en la memoria para siempre, tatuado en la piel. No salí de la misma manera que entré a sus páginas. Ojalá en 2016 me encuentre aunque sea un libro como este. ®

Publicado originalmente en el blog del autor, y lo reproducimos con su autorización.

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Publicado en: Libros y autores

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