LOS SABIOS CÍNICOS

Ladridos de insolencia

¿Hay lugar hoy para los cínicos, entendidos como aquellos filósofos de la Antigüedad que desafiaban al poder, la moral y las buenas costumbres? El cínico contemporáneo debería mostrar insolencia frente a todo lo que se engalana con las plumas de lo sagrado: lo social, los dioses, la religión, el poder y las convenciones; desacreditar todo lo que se viste con espíritu de seriedad; desesperar de los lugares comunes. Como sugiere Onfray: “El cínico es un insolente para quien la filosofía es un antídoto contra la perpetua arrogancia de los mediocres”.

Antístenes

Estaba Antístenes, maestro de Diógenes, en una de aquellas festivas comilonas que sólo la Antigüedad conoció cuando, de entre la muchedumbre, una voz arrogante le ordenó: “Canta”, a lo que éste respondió: “¡Y tú, tócame la flauta!” La anécdota está tomada de Vidas de los filósofos ilustres escrito por el erudito Diógenes Laercio, quien dedicó un libro entero a los filósofos cínicos. Denostado por Hegel, que lo calificó de “amontonador de opiniones” y “chismorreador superficial y vanidoso”, Laercio recoge pasajes que resultan, si no históricamente creíbles, sí mordazmente divertidos y sumamente alegóricos.

De su homónimo Diógenes de Sinope relata que sólo él elogiaba a un citarista al que todos criticaban. Cuando le preguntaron por qué, respondió: “Porque con esa corpulencia se dedica a tocar la cítara y no a ladrón de caminos”. Al ver unos baños sucios, dijo: “¿Dónde se bañan luego los que se han bañado aquí?” Apodado “el Perro”, Diógenes llamaba a las representaciones dionisiacas “grandes espectáculos para necios”, “siervos de la masa” a los demagogos y “tiempo perdido” a la filosofía de Platón. Elogiaba a los que se disponían a casarse y no se casaban, a los que iban a hacerse a la mar y no zarpaban, a los que iban a entrar en política y no lo hacían, a los que iban a criar a sus hijos y no los criaban y a los que estaban preparados para servir de consejeros a los poderosos y no se acercaban a ellos. Fue Diógenes quien le respondió a Alejandro Magno “No me quites el sol” cuando éste le pidió un deseo. Otra vez, al ver a una mujer que adoraba a los dioses en una postura “bastante fea, con la intención de censurar su carácter supersticioso”, le dijo: “¿No te da reparo, mujer, que haya algún Dios a tu espalda, ya que todo está lleno de su presencia, y ofrezcas un feo espectáculo?” Después de masturbarse a la vista pública en el ágora, dijo: “Ojalá fuera posible frotarse también el vientre para no tener hambre”. En ocasión de un banquete, a manera de burla, comenzaron a tirarle huesecillos como a un perro “y él se fue hacia ellos y los meó encima, como un perro”. Diógenes dijo que “la vida no es un mal, sino la mala vida”. Solía pasearse por las calles con un farol encendido buscando a un hombre y cuando regresaba de Olimpia y le preguntaron si allí había mucha gente, respondió: “Mucha gente sí, pero pocas personas”. A uno que aseguraba no estar calificado para filosofar, le dijo: “¿Para qué entonces vives, si no te importa vivir bien?” Cuando le preguntaron por qué daban limosna a los pobres y no a los filósofos, respondió: “Porque piensan que pueden llegar a ser cojos o ciegos, pero nunca a filosofar”. Al ver a unas mujeres ahorcadas de un olivo, exclamó: “¡Ojalá todos los árboles dieran un fruto semejante!” Diógenes solía entrar en el teatro topándose con los que salían, y cuando le preguntaron por qué lo hacía contestó: “Es lo mismo que he tratado de hacer a lo largo de mi vida”. En otra ocasión, cuando Platón definió en la Academia al hombre como “bípedo implume”, el cínico arrancó las plumas a un gallo dejándolo andar por ahí y aseguró “He ahí el hombre de Platón”. Alguna vez escupió en la cara de un rico que lo había invitado a su casa, alegando no haber encontrado otro lugar más sucio para hacerlo. A uno que hablaba sobre fenómenos celestes le preguntó “¿Cuántos días hace que bajaste del cielo?”

El cronista Laercio cuenta que Crates, esposo de Hiparquia, que se despojó de todas sus riquezas y abandonándolo todo siguió a Diógenes, aseguró que lo único que había conseguido de la filosofía era “un cuartillo de lentejas y el no preocuparse por nada”. A Alejandro, que le preguntó si quería que reconstruyera su patria, le contestó: “¿Qué más da? Probablemente otro Alejandro la arrasará de nuevo”.

De Metrocles, cuñado de Crates, sabemos que al escapársele un pedo en medio de un ejercicio de lectura en la escuela, se encerró en su casa abatido por la desesperación con la intención de dejarse morir de desánimo. Al enterarse, Crates ingirió grandes cantidades de lentejas y visitó a Metrocles para persuadirle con razonamientos de que no había nada de malo en el hecho de ventosear. Ante la negativa de Metrocles, Laercio asegura que Crates recurrió a pedorrearse para convencerle y desde entonces Metrocles lo siguió por la senda del cinismo. Metrocles es dueño de la siguiente máxima: “Con dinero se compra una casa, y con tiempo y dedicación se compra la educación”.

La enumeración de anécdotas, sentencias y demás extravagancias ocurrentes podría alargarse placenteramente. Siendo el cinismo una filosofía que se expresaba más con ejemplos, juegos de palabras y anécdotas, es ineludible repasar algunas de ellas, no sólo para encontrar su corpus filosófico, sino por el puro placer que produce esta muestra de humor antiguo.

Por eso, como sugiere Michel Onfray en Las sabidurías de la antigüedad, Hegel “se equivocaba al reducir la filosofía cínica a un revoltijo de anécdotas desprovistas de interés y sentido común” y, con otros filósofos alemanes que se refirieron a Diógenes Laercio como “vulgar plagiario” o “miserable compilador”, recuerda la célebre frase de Otto Flake: “El gran defecto de las cabezas alemanas consiste en que no tienen ningún sentido para la ironía, el cinismo, el desprecio y la burla”. ¡Vaya!

“¡Cara de perro!”

Tal es el terrible insulto que, enfurecido, Aquiles dirige a Agamenón en el primer canto de la Ilíada. A primera vista la injuria no parece tan escalofriante, sobre todo conociendo la inclinación a la ira que caracterizaba al mitológico héroe. No obstante, la comparación con el can a menudo constituía una grave ofensa en la Grecia antigua. Por eso, escribe Carlos García Gual en La secta del perro, a la escuela cínica, kynikoí, del vocablo griego kyon, “can” o “perro”, se le comparó despectivamente con ese  cuadrúpedo: con su frugal modo de vida, su desfachatez y su desvergüenza. Los cínicos deambulaban tomando el sol en el ágora ateniense o el mercado de Corinto, practicando su sabiduría, envueltos en un atuendo mínimo y mendicante.

Los filósofos cínicos tomaron al perro como su emblema y lo adecuaron a la perfección a sus fines. El perro, animal urbano y familiar, no se oculta para cubrir sus necesidades ni para sus tratos sexuales. Es impúdico por naturaleza, roba alimentos a los dioses y mea en las estatuas sin ostentar reparo alguno. Los cínicos vieron en la figura del perro la oposición a las reglas del respeto mutuo y el decoro, y como tal la instituyeron.

La gesta cínica se manifiesta en un contexto histórico determinado. Es una época de crisis ideológica y moral. Transcurre la segunda mitad del siglo IV antes de la era común y las comunidades libres y autárquicas están debilitadas y se encuentran al arbitrio del caudillismo militar y sus ejércitos mercenarios. La destrucción de la polis como marco comunitario independiente y autónomo significó entonces una fuerte conmoción espiritual. Es en este contexto histórico preciso cuando aparece el cinismo como síntoma. La libertad y la autonomía perdidas comunitariamente sólo podrían recuperarse de manera individual. La aparición de estos tipos y sus prédicas constituyen un síntoma manifiesto del malestar en la civilización y el rechazo de una cultura que denuncian como represora y retórica.

Más que una escuela filosófica, hay que ver en el cinismo un movimiento intelectual que, reinterpretando la doctrina socrática, acuerda que la vida en civilización es un mal, que la felicidad se encuentra en la naturaleza y en una vida sencilla y frugal. El hombre con menos necesidades es el hombre más libre y a la libertad se llega mediante la transmutación de valores, en la inversión de todo aquello que se encuentra establecido. Por eso llevan como máxima “no ser esclavo de nadie ni de nada en el pequeño universo donde uno halla su lugar”. El cínico detesta los grandes e intrincados discursos, por lo que practica su filosofía mediante juegos de palabras, teatralizaciones, gestos y grandes dosis de humor e ironía. Barbudos y groseros, armados de báculos y alforjas, estos predicadores de último minuto deambulaban por las calles llevando a cabo sus excentricidades. Fundada por Antístenes, el cinismo encuentra formalmente en Diógenes de Sinope su máximo apologeta. El cínico niega los valores de una sociedad que considera hipócrita y reivindica la falta de auténtica libertad y autonomía del individuo frente a la familia, la ciudad y la moral de compromiso.

Gracias a la locuacidad y frescura de estos filósofos hostiles a las convenciones, el consumo y el progreso, la palabra cinismo ha entrado en manuales, tratados y burdeles filosóficos, estableciendo así una importante diferencia con lo que vulgarmente se entiende y asume como tal. En lengua alemana existe la distinción entre Kynismus y Zynismus, siendo este último “término que denomina el cinismo en general”, asegura Carlos García Gual, “mientras que la primera palabra indica el cinismo histórico, el de la secta helénica” que es la que aquí se trata.

El orden cínico de las cosas

Charles Chappuis, en su ensayo Antístenes, señala que mientras los demás hombres buscan afuera las reglas de su conducta y obedecen las leyes y los usos, “el sabio cínico, apartado de todo afecto por su patria o sus padres, de todo deber ante el Estado y la familia, libre de esos vínculos impuestos por el nacimiento y las convenciones se deja guiar por su virtud y goza de una libertad sin límites”. El filósofo cínico vive apartado del mundo ilusorio preocupado por actividades fútiles —la política, el comercio, la guerra, la agricultura, la paternidad, el matrimonio—, el cínico construyó una actitud estética en relación con el mundo: “Se hizo espectador distante y sonriente con la altivez de quien sabe a qué ha escapado cuando ve a los otros picar el anzuelo con insistencia”, señala Michel Onfray en Cinismos. Retrato de los filósofos llamados perros.

Diógenes de Sinope, "el Cínico"

Cuando el cínico se niega a rendir homenaje a lo respetable, lo que pretende es denunciar la inautenticidad de esa respetabilidad que se acepta más por principios hereditarios, creencias tradicionales y comodidad, que por razonamiento. El cínico buscaba revalorizar los hábitos montado en una moral mínima; pero ante todo, era crítico, austero y anárquico. El cinismo no estaba dirigido a las masas, era sólo patrimonio de unos cuantos audaces marginales: “Los más son incapaces para la filosofía y la vida cínica. Es ésta la razón por la cual, a pesar de ser un programa ético claro y revolucionario, no fue de gran preocupación política”, complementa García Gual.

El cínico revela el comportamiento ridículo de los otros: desenmascara supercherías o ironiza ideas que le parecen de dudosa respetabilidad. La fascinación de la anécdota en el caso de Diógenes y Crates frente a Alejandro reside en que indica la emancipación del filósofo del político. Peter Sloterdijk, en Crítica de la razón cínica, señala que “Aquí no es el sabio, como el intelectual moderno, un cómplice del poderoso, sino que le vuelve la espalda al principio del poder, la ambición y la autoridad”.

Se puede decir que el orden cínico de las cosas está estructurado de la siguiente manera: confianza en la naturaleza, gusto por la provocación y la anécdota pedagógicamente inquietante. Todo esto con el único fin de llegar a la libertad mediante un simple plan: transmutar los valores, reacuñar la moneda, falsificar lo admitido como valor troquelado. Para Diógenes los hombres están enfermos de no saber vivir, parece que les es más terrible soportar un bazo inflamado o un diente cariado que un alma estúpida, ignorante y ruin.

Diógenes, un celeste perro

No, ya no está el de antes, el de Sinope,
aquel paseante de bastón, de veste doblada, vividor a cielo raso.
Porque ya partiose, hincando los dientes en el labio,
y reteniendo el aliento de un mordisco. En verdad fue
Diógenes de la estirpe de Zeus, un celeste perro.
—Cércidas de Megalópolis

Diógenes no sólo introdujo el pito en la filosofía como concepto. En Crítica de la razón cínica Sloterdijk sostiene que el filósofo inauguró “el diálogo no-platónico”: Diógenes “presiente […] el engaño de las abstracciones idealistas y la insipidez esquizoide de un pensar cerebralizado”, y de esta manera, “sofista arcaico” y “primero en la tradición de la resistencia satírica”, da a luz la “ilustración grosera”. Sloterdijk sugiere que gracias a Diógenes se hace palpable de una manera sencilla el sentido de la insolencia: “Desde que la filosofía, sólo de forma hipócrita, es capaz de vivir lo que dice, le corresponde a la insolencia decir lo que se vive”.

Diógenes no habla contra el idealismo, vive contra él y cuando indaga con su linterna, argumenta Onfray, Diógenes no busca un hombre en particular tal como podría encontrarlo o reconocerlo en la multitud, sino que busca irónicamente el hombre de Platón: “La humanidad quintaesenciada, pues no es más fácil encontrar una idea que una forma inteligible y el riesgo de darse de narices con un concepto es tan insignificante como el de tropezar con un centauro. El ideal no existe y jamás lo encontraremos, de ahí la utilidad de la búsqueda con la linterna”.

Platón llamó a Diógenes “Sócrates enfurecido”, frase que, en palabras de Sloterdijk, “pretende ser una aniquilación y es el reconocimiento más alto. Platón, contra su voluntad, equipara al rival con Sócrates, el dialéctico más grande”. A su vez, refiriéndose a Platón, Diógenes de Sinope formuló esta simple y extremadamente pertinente pregunta: “¿Qué puede ofrecernos un hombre que ha dedicado todo su tiempo a filosofar sin haber inquietado a nadie? Dejo a otros la tarea de juzgarlo”.

Provocador callejero, fascinante para algunos, agresivo para otros, Diógenes exageraba y no titubeaba en dar la nota estridente para llamar la atención y aparentemente hacer el ridículo: “Ventosea, defeca, mea y se masturba en pública calle, ante los ojos del ágora ateniense; desprecia la gloria, se ríe de la arquitectura, niega el respeto, parodia las historias de los dioses y de los héroes, se tumba al sol, bromea con las meretrices y dice a Alejandro Magno que no le quite el sol”. Pero, ¿qué es todo esto? —se pregunta Sloterdijk. Es una réplica al idealismo que vive contra él. Quizá su comportamiento no sea más que aventajar de manera cómica al “sagaz dialéctico”. Sin embargo, “el cinismo da a la pregunta de cómo se dice la verdad un nuevo giro”.

Diógenes se burlaba de sus colegas, de sus mamotretos y de su credibilidad conceptual. Su arma son las carcajadas. Antiteórico, antidogmático y antiescolástico, “aprovecha su competencia filosófica para satirizar a los colegas más serios”, advierte el autor de Esferas.

Diógenes fue vendido como esclavo a Xeniades, quien le devolvió la libertad y lo convirtió en preceptor de sus hijos. Sobre su muerte circulan varias versiones: una quiere al filósofo dejándose morir voluntariamente reteniendo la respiración; otra sugiere que se habría indigestado tras comer un pulpo crudo rechazando la civilización y ejerciendo su teoría de que “toda naturaleza es ley”; la tercera sugiere que habría perdido la vida tras una caída a causa de la mordedura de un perro. Sus últimas e improbables palabras habrían sido “Cuando muera echadme a los perros, ya estoy acostumbrado”.

¿Son éstos buenos tiempos para el cinismo?

¿Para el sarcasmo y la ironía como forma crítica? Es evidente que el malestar cultural es agobiante, que se nos invita a renunciar a ella o, en su defecto a consumirla en forma abaratada o light. Vivimos en una sociedad aparentemente abierta y permisiva, que cuenta con implacables medios para marginar al provocador y ahogar cualquier protesta inconveniente con ayuda de los medios de comunicación, alega Carlos García Gual. ¿Trabajar, casarse, criar niños y defender la patria? ¿Son éstos los nuevos viejos valores a defender?

Transmutar los valores fue el viejo lema del cínico Diógenes. Pero en un mundo de pacotilla, ¿para qué sirve? “¿Para qué esforzarse en troquelar de nuevo las monedas si la galopante inflación —ética y política— anula pronto los efectos de cualquier falsificación?”, se pregunta Gual. Los comúnmente aceptados discursos sociales parecen subordinar la acción a la pura eficacia y erigen el pragmatismo como principio. ¿Cómo rebelarnos a ellos? ¿Será la carcajada del cínico una opción ante este evidente malestar? ¿La dignidad filosófica ha sido pisoteada como quería Nietzsche o sólo está encerrada en las academias? ¿Qué aspectos podría rescatar un nuevo cínico?

En Les cyniques grecs. Fragments et témoignages, se leen los discursos de Dión Crisóstomo, quien relata que en la Antigüedad griega se condecoraba a los deportistas con coronas de laureles o de pino. A veces se les colocaban sobre la cabeza o se cubrían con ramas de olivo. Sin mostrar mayor respeto por esto, Diógenes, remedando esas conmemoraciones olímpicas, se autoproclamó vencedor colocándose sobre la cabeza un puñado de ramas de pino, afirmando su victoria contra los obstáculos de la sabiduría. Evidentemente la fórmula no cayó bien, a lo que Diógenes comentó: “Corresponde a los chivos y no a los hombres combatir por una corona”. Si se hace una transposición y pasamos del olimpismo antiguo a los valores contemporáneos del trabajo, por poner un ejemplo, encontraremos el mismo entusiasmo y las mismas prácticas. Se repiten desde siempre los mismos discursos y las mismas costumbres: la labor es el precio que hay que pagar para ser admitido en la comunidad, y señala netamente la sumisión del individuo al grupo. Algo que un cínico no puede aceptar.

“El amor al dinero es la metrópolis de todos los males”, quería el viejo cínico, y no suena muy ajeno.

Acuñar la moneda una vez más, por un cinismo contemporáneo

¿Tendrá el nuevo cínico que dejarse crecer la barba y ostentar una larga cabellera, enarbolar un báculo y hacer rodar una tinaja? ¿Será suficiente con pedorrearse en las calles, masturbarse en las plazas y promover el canibalismo y el incesto para ser cínico?

No, sin duda. De lo contrario nuestras calles, plazas y cruces de caminos se encontrarían llenas de filósofos de último minuto. El corpus cínico está lleno de simbolismos, cuya imitación escrupulosa nos llevaría a graduarnos en un sacerdocio, en lo que se refiere a la vestimenta, la morada, la limosna o la falta de higiene, o a habitar en un manicomio en lo concerniente al incesto y el canibalismo. Tal vez el contemporáneo cínico tendrá que renunciar al escándalo: a estas alturas parece imposible escandalizar a la sociedad. Lo que conviene es seguir los pasos de cínico cuando éste propone una nueva manera de practicar la filosofía y enfrentar el mundo. Así reflexiona Michel Onfray, quien sostiene que “indiscutiblemente, Diógenes podría encontrar su lugar en las postrimerías del siglo XX. Que no esté presente no significa que no haga falta”.

¿Ha perdido la filosofía todo contacto con la calle y la interrogación común? En este sentido Nietzsche escribió en sus Consideraciones intempestivas: “En las universidades nunca se enseñó el único método de la crítica, el único método convincente que se puede aplicar a una filosofía, es decir, el que consiste en preguntarse si es posible vivir según sus principios; allí sólo se enseña la crítica de las palabras mediante palabras”. El cínico aprende a vivir y a pensar, a existir y a obrar ante los fragmentos del mundo real.

Mostrar insolencia frente a todo lo que se engalana con las plumas de lo sagrado: lo social, los dioses, la religión, el poder y las convenciones. Desacreditar todo lo que se viste con espíritu de seriedad. Desesperar de los lugares comunes. Tales actividades son las premisas afines al contemporáneo cínico que se muestra, como sugirió Onfray, “ni grosero ni inclinado a las lamentaciones, ni plañidero ni presagiador del retorno de la barbarie o la decadencia, el cínico es un insolente para quien la filosofía es un antídoto contra la perpetua arrogancia de los mediocres”.

Mear estatuas y robar comida de los altares, he ahí el desafío. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Junio 2010

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  1. Pedro Trujillo

    Natalia:

    Gracias por tus comentarios.

    Seguramente tienes razón en lo que paso de largo y estoy de acuerdo contigo. Pero no creo haberlo olvidado, simplemente pensé que era implícito y evidente y que, con fines de estilo, no era necesario remarcarlo.

  2. Natalia Fong

    Leí tus dos artículos: Primero «El arte de perder el tiempo con elegancia» y ya que me gustó y estoy interesada en el tema seguí con éste otro de «Los sabios cínicos».
    El comentario que quiero hacerte es el siguiente: Me parece que pasas de largo en ambos artículos,(aunque tal omisión aparece con más peso en este tema de los cínico en especial),el arduo trabajo y v ardor por la acción que acompaña al nihilismo estético de Diógenes el cínico.Por supuesto se trata del «trabajo del estilo» donde el único fin digno de ser perseguido es el de darle forma a la existencia.
    Considero que, y aquí cito a Montaigne citado por Onfray, que el desafío no es hoy ni ha sido nunca «Mear estatuas y robar comidas de los altares», sino que: «Nuestro oficio es configurar nuestras costumbres, no componer libros ni ganar batallas o provincias, sino alcanzar el orden y la tranquilidad de nuestra conducta. Nuestra obra de arte más grande y gloriosa es vivir oportunamente. Todas las demás cosas, como reinar, atesorar, garnar, no son más que apéndices y accesorios de lo mayor.»
    Capto tu lado irónico y humorista, y me gustaron tus artículos pero no habría que olvidar que detrás de ese «aparente nihilismo»que a menudo tiene como cometido o bien eludir la inevitable agresividad que surge de toda intersubjetividad o «rechazar las sendas que no conducen a ninguna parte», al filósofo no se le va ni un momento en el ocio. Pues para el ejercicio del gozo y la conquista de la autonomía se requiere de una voluntad eficaz como la del mismo Hércules.

  3. David Aguilar

    Qué buen ensayo , hace algunos años que sabía sobre el libro de Onfray , pero además , este excelente texto me invita a buscarlo y leerlo todavía con mayor ahínco. Gracias.

  4. Miguel Angel Ayodoro

    Realmente esto era mas o menos lo que buscaba acerca de tal significado, yo sospechaba que tenia un sentido mucho mayor …
    No voveré a ignorar la voz de mis sentimientos!
    GRACIAS!!!

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