LOST

Del Señor de las Moscas al Señor de los Anillos

Terminó Lost. ¿Quién ha llorado? Apenas un grupo Facebook de fanáticos y dos o tres niñas enamoradas de Josh Holloway. Sin embargo, los hechos son ineludibles; antes de enmarcar nuestra decepción y diseccionar sus —muy numerosos— errores, es necesario reconocer que hemos presenciado el nacimiento, decadencia y caída de todo un fenómeno sociocultural en la pequeña pantalla.

Ya a nadie le cabe duda; el Dickens moderno surgirá de una teleserie. La más brillante de todas ellas tendrá, con seguridad, los mismos fallos y virtudes que las interminables novelas del autor inglés: infinidad de personajes estereotipados pero memorables, tramas complejas y absorbentes, cambios de guión sobre la marcha para complacer al público, capítulos de relleno, altas dosis de emoción y algo de moralina para las masas. Lost prometía mucho; podía haberse consagrado como los Pickwick Papers de nuestra época. Pero aquella fábula que comenzó siendo una muy compleja y adulta versión de El señor de las Moscas ha finalizado esta temporada como una muy mediocre aspirante a El señor de los anillos. Los últimos capítulos de la serie han resultado insultantes para la inteligencia de cualquier consumidor exigente. Analicemos, por poner un ejemplo, el capítulo 6×16, titulado “Across the Sea”. Para entender este despropósito es necesario estar al tanto de la presión que los fanáticos han ejercido sobre guionistas y productores. A partir de la cuarta temporada, la isla dejó de ser el escenario de un interesante experimento sociológico —ese en el que personajes relativamente complejos habían sido depositados para que nosotros, espectadores, contempláramos su interacción— y se convirtió en Moby Dick, el monstruo inescrutable que puede erigirse como símbolo de todo lo humano y lo divino, sin dejar de ser, en ningún momento, una simple ballena. El problema es que mientras Moby Dick se niega a explicarse a sí misma —el misterio metafísico es su esencia—, a los telespectadores modernos no les gustan los finales abiertos. Exigen respuestas. Quieren saber qué es exactamente la isla; que el epílogo contenga el génesis; un capricho que resulta, en términos estructurales, muy complejo de satisfacer. El error de los guionistas de Lost ha sido, en términos generales, haberse plegado a las exigencias del público en este particular.
“Across the Sea” representa mejor que ningún otro capítulo esta necesidad de los guionistas de dar respuestas contundentes a un público elemental y ansioso. Intentan, en cuarenta minutos, explicar, nada más y nada menos que los orígenes de la vida en la isla. El resultado inspira vergüenza ajena; despide un tufillo a mito barato que nos recuerda a series viejas, Hércules o Xena la Princesa Guerrera, pero con una pretensión de trascendencia que éstas nunca tuvieron. ¿Cómo es posible que la misma serie que nos encandiló con personajes moralmente complejos, contradictorios, antihéroes incluso, haya degenerado en una fábula de resonancias bíblicas con personificaciones del bien y el mal absoluto? En este capítulo décimosexto, empapado del delirio épico característico de la última temporada, nos presentan a dos niños hermanos, el uno rubio y vestido de blanco, el otro moreno y vestido de negro, que juegan a un juego de mesa con piezas también bicolores y que encarnan —¡oh metáfora!— al bien y el mal. Su madre, vestida con look helénico de carnaval, los lleva a un arrollo muy kitsch, rodeado de rosas rojas, que brota de una cueva refulgente de luz blanca, celestial. Esa luz, por cierto, es el misterio de la isla y este capítulo, al parecer, contentó a muchos seguidores de la serie. ¿Qué podíamos esperar después de esto? Nada más y nada menos que lo que ocurrió. Un final que indignó al principio y que unos minutos más tarde me llevó a recordar lo que, sumergida en la trama, había dejado pasar por alto; lo más obvio: que pese a la pluralidad racial de los protagonistas de la serie, ésta es esencialmente yanqui. Sólo en Estados Unidos, esa tierra que da cobijo a especímenes tan complejos como científicos negacionistas, podía ocurrir algo semejante: que tras varias temporadas ahondando en el psicoanálisis y las teorías sociales, un par de ellas en la ficción especulativa de resonancias cuánticas, todo nos condujera a un desenlace de carácter explícitamente cristiano, con limbo y redención incluidos. Qué le vamos a hacer. Cuando las expectativas son muy grandes, y los guionistas de televisión juegan a improvisar sobre la marcha, como narradores inexpertos, el pronóstico más acertado es el desastre. Sólo puedo decir que alguno de esos instantes introspectivos que tuvieron lugar durante los últimos cincuenta minutos de la serie, con imágenes de temporadas anteriores en tonos sepia y música sentimental estilo Memorias de África —sí, pueden reírse— me emocionó. Y es que mi pudor había sido anestesiado tras horas de clichés y obviedades. Lograron suspender mi juicio crítico y al ver de nuevo el parto de Claire o el reencuentro de los dos guaperas junto a una máquina de chocolatinas, me embargó la emoción de las despedidas. Al final, han sido seis años de insomnio —¿qué había en la escotilla?, ¿quiénes eran los otros?— y de compañía con un variado grupo de personajes que, a pesar de los pesares, compartían esa capacidad empática de los memorables y planísimos tipos humanos de Dickens. A todos —muchísimos, demasiados— los extrañaremos un poco. A todos, claro está, excepto al humo negro y al insoportable doctorcito salvavidas. ®

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Publicado en: Junio 2010, Televisión y videojuegos

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